Salgo para Roma hacia una especie de exilio motivado por el Covid. Di negativo, pero mis convivientes, Paolo y su madre, no: están infectados. Fuerte dolor de cabeza, dolor de garganta, intensa congestión nasal, empiezan a padecer los síntomas típicos. Dejamos que se vaya Yolanda, la señora que nos ayuda con las tareas del hogar, nos despedimos de Paolo, el fisioterapeuta, y Martina, la enfermera, se acerca a Ubaldo para hacer una compra grande. Esperemos que no se le olvide nada. Reservamos test para ir verificando la vigencia de la pandemia y damos comienzo a la tan cacareada cuarentena.

El virus llegó y entró en nuestra casa sin pedir permiso siquiera. No sabemos cómo, no comprendemos dónde. Afortunadamente la casa de Roma está libre, aunque lo siento por la colonia de gatos del Burgo Viejo de Sipicciano, a los que no podré alimentar durante días. Los gatos no me acompañarán esta vez en el trayecto que va desde la casa en la plaza Plebiscito hasta la terraza de Antonella en el burgo viejo, como suelen hacer cada día, frotándose entre mis piernas y maullando de una forma que solo yo puedo entender, con sonidos cargados de complicidad y una amistad que viene de lejos, haciéndome vivir un espectacular momento de celebridad felina.

Echaré de menos a Nero (Negro), el más amoroso, a quien, con la ayuda del buen Danilo, su médico de cabecera, pudimos salvar in extremis de una neumonía fulminante que le provocaba esputos de sangre y continuos ataques de tos. O la Madame, la cual me reconoce en todo lugar y en cualquier momento y que tan pronto como me ve abandona lo que sea que esté haciendo para caminar a mi lado. Macchia (Mancha), a la que solo yo comprendo, me sonríe con unos ojos similares a los de los indios (en la India se maquillan los ojos con kohl o kajal), ojos grandes y oscuros, escrutándome en profundidad, pero siempre de una manera amistosa.

Está el Tigre, también el Gato de la Torre, además de Pirata, su esposa. No he podido despedirme del Poeta, al que no vemos por aquí desde hace algunos días, quién sabe por dónde andará y en qué pensamientos estará enredado. Nube, que es ya toda una señora y reina en casa de Antonella y Tonino, me lanza una mirada desde la ventana.

Me veo obligado a abandonar todo esto, bajar temporalmente la persiana y echar el cierre, desinfectar y hacer la maleta, aprender a ser independiente al menos una semana entera. Me dejan en la estación y me subo al tren. Me llevo dos o tres mascarillas, gel hidroalcohólico para las manos y un montón de pensamientos.

Hasta ahora siempre he dado negativo en cada uno de los test realizados. ¿Pero me habré contagiado del Covid sin llegar a darme cuenta? Estuve enfermo, sí, pero eso fue solo a principios de 2020. Tuve que llamar al médico, que me recetó antibióticos y así fue como la fiebre empezó a bajar. Desde entonces, apenas si volví a pisar las calles de ciudad alguna, concentrado en hacer vida en el campo, aprendiendo las formas de comunicarse por internet, enterándome de qué diablos era eso de Zoom, teniendo encuentros a distancia, empezando a escribir esto que ahora tú lees, amigo lector, mis crónicas mensuales.

Entré contacto con personas de medio mundo, en vivo, a distancia, teniendo la sensación de hallarme en medio de una película. Se me viene a la mente 2001: Una odisea del espacio, que vi siendo todavía un crío en compañía de mi madrina en un cine en 3D, el Santa Lucía, ubicado en pleno centro de Santiago. La película anticipó las videollamadas, la posibilidad de que las personas hablasen entre sí viéndose las caras, como sucede hoy en día. Por entonces jamás hubiera imaginado que algo así llegaría a ser una realidad.

Antes de eso, al menos dos veces me levanté al amanecer para ir a la Bienal de Arquitectura de Venecia y al menos dos veces regresé a la cama a los cinco minutos. Luce (Luz) y Dulce me observaban con asombro, pues nuestros amigos felinos son animales muy territoriales y también nosotros pertenecemos a su territorio y, en consecuencia, intentan protegernos, especialmente mientras dormimos. Nuestros amigos de cuatro patas lo demuestran cada día a través de maneras diversas y una de ellas es precisamente esa costumbre de dormir con nosotros a toda costa. Literalmente me magrean. Se acurrucan adormeciéndose a mi lado.

En Roma, la ciudad era una algarabía, un auténtico estruendo. Ruidos constantes. Ininterrumpidos. El más frecuente y molesto, sin duda, el procedente de los cláxones y bocinas de los automóviles. A cualquier hora del día una sinfonía de distintos tonos acompañando cualquier actividad. Es domingo y me encuentro en Porta Portese. Por momentos disfruto con aquel bullicio, por momentos detesto aquel mercado persa repleto de baratijas. Por suerte, el tiempo empieza a mejorar. Hay vendedores que con sus gritos buscan captar la atención de los transeúntes (sobre todo turistas) hacia las mercancías en venta. Otro ruido de fondo es el regateo obligado entre las partes sobre el precio inicial de venta.

La gente habla. Se habla de la guerra, del Covid nadie dice nada, lo cual no deja de sorprenderme, más viendo como todos llevan puesto la mascarilla, y siempre la FP2. Se dice que las fuerzas rusas siguen golpeando muchas de las principales urbes ucranianas, al final del primer mes de guerra nadie, ni siquiera en Moscú, puede decir que las cosas se hayan desarrollado tal y como Putin imaginaba cuando lanzó la denominada «operación especial» contra Kiev. Zelenski, el presidente de Ucrania, no solo no ha abandonado la capital, sino que, buen conocedor de la importancia del espectáculo en nuestras sociedades, ha sabido ocupar el escenario televisivo desde el primer momento de la invasión, mostrándose incluso ante las cámaras del mundo como un combatiente cercano al sacrificio supremo. De hecho, en una de sus primeras intervenciones, lo expresó dramáticamente: «Tal vez sea la última vez que me veáis con vida».

Desde la ventanilla del autobús contemplo a la gente que se abraza, que se besa, como antaño. Me quedo estupefacto conmigo mismo: ¿hace cuánto que no doy un beso a alguien? ¿Y un abrazo? El choque de puños, guardando siempre una distancia prudencial, se ha convertido en la nueva forma de saludar a alguien. Paso al lado de una mezquita de barrio y el canto que se eleva, llamada a la oración de los musulmanes, es como una caricia para los oídos. El momento del ocaso se transforma en una superposición de cantos que proceden de diferentes puntos y se funden en el aire dando vida a una armonía inconfundible. Por la tarde me pierdo por las calles de Trastévere, tras el Tévere, o sea, más allá del Tíber, el río de Roma, un barrio que, como escriben en TripAdvisor, es como una postal descolorida, un poco gastada en los bordes, pero todavía fascinante. Con sus amplias plazas, sus callejuelas serpenteantes, sus soberbios, pero ajados, edificios renacentistas y una atmósfera general de abandono, Trastévere sigue siendo un centro neurálgico del jolgorio romano, un torbellino continuo de artistas callejeros actuando y exhibiéndose todas las noches en las plazas y calles que albergan tantos callejones y rincones inolvidables. En uno de estos últimos se halla la Fondazione Volume! Aquí, en la calle S. Francesco di Sales, algunos lugares han sido rediseñados por el artista Davide Dormino, para crear dos ambientes en los que únicamente se puede entrar con una capucha negra estilo Ku Klux Klan. Inevitablemente pienso en los Hombres encapuchados de Andrés Serrano, que, mira tú por dónde, justo esta mañana ha publicado en Facebook.

La intervención titulada Cuando el niño era niño se configura como una experiencia completa, un itinerario íntimo y profundo que deja al espectador absoluta libertad para combinar sus pensamientos y proteger sus sensaciones. Según lo publicado en la red social, el título, Cuando el niño era niño, alude al primer verso de la poesía-estribillo Elogio de la infancia, escrita por Peter Handke para El cielo sobre Berlín, de Win Wenders, dicho sea para entendernos.

La poesía es una mirada hacia los años de la infancia, hacia una forma de vida acaso olvidada, hecha de simplicidad y de ausencia de ambiciones.

Cuando el niño era niño
era el tiempo de preguntas como:
¿Por qué yo soy yo y no soy tú?
¿Por qué estoy aquí y por qué no allá?
¿Cuándo empezó el tiempo y dónde termina el espacio?
¿Acaso la vida bajo el sol es tan solo un sueño?
Lo que veo oigo y huelo,
¿no es sólo la apariencia de un mundo frente al mundo?
¿Existe de verdad el mal
y gente que en verdad es mala?
¿Cómo es posible que yo, el que yo soy,
no fuera antes de existir;
y que un día yo, el que yo soy,
ya no seré más éste que soy?

Una habitación completamente blanca deja ver al fondo la imagen de un niño. Me siento en el escalón que divide las salas y me quito la mascarilla. Mascarilla y capucha, no puedo.

Al reflexionar sobre este trabajo, recuerdo un texto propio. Sin pensarlo dos veces, se lo envío a Davide por WhatsApp.

Cada vez que lo encuentro se convierte en una nueva ocasión en la que lo rehúyo y siempre por algún motivo lo encuentro y lo rehúyo de nuevo. Una vez que lo encontré y me fue imposible huir, él me preguntó quién era yo y se lo dije y entonces me preguntó por qué, venga, dale, le dije, por qué mi padre y mi madre tuvieron este hijo. En ese punto de la situación, él me inquirió de dónde sacaba que aquellos eran mis padres. Sonreí y le contesté que eran ellos, puesto que fueron los que me concibieron. Se quedó pensando unos instantes y me preguntó por qué fueron ellos quienes me concibieron y no otros. Bueno, dije, porque ellos eran mis padres y otros no. Pero por qué no otros, por qué no otros, replicó. En fin, respondí, porque los otros no me concibieron. Entonces me miró de arriba abajo y se marchó repitiendo extraño tipo, extraño tipo.

(Antonio Arévalo, Extraño Tipo, Roma, 1983)

Entre el público que asiste al evento, me siento un poco perdido, no conozco a nadie. ¿Será posible que en el lapso de los dos años que estuve sin salir de casa haya cambiado tanto todo y todos? Son los alumnos de la academia donde enseña Davide, me consuela alguien. A continuación, antes de regresar por la concurrida plaza de Santa María en Trastévere, me encuentro en medio de una inauguración en Cosmo, un interesante espacio junto al viejo Teatro Belli, en el mismísimo corazón, siempre palpitante, del bullicioso barrio, dirigido por la artista Zaelia Bishop. Imposible asistir a la exposición porque la entrada es para un público con edades comprendidas entre 1 y 6 años. Bizarro es decir poco.

Llego a casa extenuado. Como algo, bebo algo, extrañamente me duermo enseguida. Al día siguiente pernoctaré en Isola Farnese, huésped de la actriz chilena Carolina Patino y de su marido, Raffaele Massari. Un lugar aislado y elegante que domina la campiña romana, nacido sobre las ruinas de una vieja ciudad etrusca. Allí se levantaba un castillo medieval, adquirido por la familia Farnese en el año 1500. Como en todo cuento de hadas que se precie, el castillo se mantenía separado por un foso artificial, que solo podía salvarse gracias a un puente levadizo. Se entiende así el nombre de Isla Farnese. Murallas circundaban el lugar, apartándolo de las pequeñas casas habitadas por los lugareños del burgo. He estado aquí cuatro veces como mínimo. Una en la boda de Carolina y Raffaele y en otras tantas cenas. En este lugar residió el actor francés Philippe Leroy, llegado a Italia en 1961, exiliado de Francia por motivos políticos, protagonista de numerosos largometrajes, fotonovelas y series de televisión. Entre sus interpretaciones más célebres se encuentran su papel en La vita di Leonardo da Vinci (1971) o como Yanez de Gomera, el compañero de Sandokán.

Sabía que aquí había vivido también el artista Paolo Buggiani (Castelfiorentino, Firenze, 1933), a quien conocí cuando, junto con Emma Politi, empecé a organizar exposiciones en la histórica galería Giulia de Roma. Nacido en Toscana, Buggiani se traslada a Roma a principios de la década de los cincuenta. Con 22 años participa en el concurso nacional Encuentros Juveniles, logrando el primer puesto. Es invitado al I Salón de Verano junto con Accardi, Burri, Cagli Capogrossi, Colla Franchina, Mannucci, Mirko Novelli, Perilli, Rotella Tot, Turcato y Uncini. Su primera exposición individual tiene lugar en 1956 en la galería Schneider, también de Roma. En 1958 se reúne en París con Severini, Matta, Victor Brauner e Wilfredo Lam. Presenta una exposición individual en la galería Glasier-Cordié. Después se muda a Nueva York, ciudad en la que en 1962 y 1968 recibe el Guggenheim Grant for Sculture.

Regresa a Italia en mayo de 1968, permaneciendo activo tanto en Roma como en Milán. Vuelve a Nueva York en 1978 y es en este periodo en el que inicia su investigación sobre reptiles mecánicos y mitología urbana. Son estos elementos los que, insertados en el contexto urbano, lo han convertido en uno de los principales exponentes del street art, al lado de Keith Haring. Lo reconozco perfectamente transfigurado en Ícaro y patinando sobre el puente de Brooklyn, o como el minotauro, cuerpo de hombre y cabeza de toro, a bordo de un coche en llamas y persiguiendo a Ariadna en medio del tráfico, en una ciudad como Nueva York que tenía una necesidad extrema de reconectar el arte con las personas, de rescatarlo y traerlo de vuelta desde las galerías a la calle. El fuego es el elemento que forma la materia del universo, con miles de millones de estrellas y planetas, un fuego que da vida a la Tierra. Tratar de entablar un vínculo, una amistad con dicho elemento para poder moldear imágenes simbólicas y pintar el espacio utilizándolo como un color vivo forma parte de mis investigaciones, dice.

Paolo se ha pasado buena parte de su vida subiendo y bajando de aviones, razón por la cual nunca habíamos coincidido en mis anteriores visitas a la zona, pero en más una ocasión pudimos presenciar sus hilarantes actuaciones. Hoy me ha invitado a su casa, que es la casa más bonita y divertida que haya conocido jamás, escaleras que suben, escaleras que bajan, habitaciones, cubículos, casi parece un laberinto, por todos lados cuadros grandes y pequeños, esculturas, diseños, dibujos, pinturas. Se trata de una torre de vigilancia desde donde se disparaba al enemigo. En palabras del amigo Pirro Baglioni, lugares para ensayar la ciencia de la fundición de metales, la experimentación de máquinas tanto destructivas como improbables. Esta vez en esta casa no se disparan balas, se disparan otras cosas y el arma de la poesía está ya detrás de la puerta de entrada, Desde 1979, Buggiani se divide entre Nueva York y el burgo medieval de Isola Farnese en Roma, donde está a punto de finalizar su libro La escuela de la desobediencia, quizá testamento vital y resumen de la trayectoria de su propia obra, incluyendo las historias que hay detrás y la filosofía que lo sostiene.

El burgo de Isola Farnese forma parte de uno de los itinerarios de la Vía Francígena en el Lacio. Es posible admirar los paisajes que ofrece la campiña latina, como el Parque Natural de Veyes. La antigua Veyes, Veio en italiano, fue una de las ciudades etruscas más ricas e importantes, rival encarnizado de Roma a lo largo de casi 400 años, especialmente por el control de la ruta comercial en el Tíber. La guerra entre ambas potencias concluyó con un brutal y largo asedio por parte de Roma y la derrota final de Veyes ante el ejército del general romano Furio Camillo. Una vista impresionante, aquí se encuentra el Antiguo Molino donde Comencini rodó su Pinocho en 1972, con Manfredi en el rol de Geppetto. A pocos kilómetros del molino es donde tiene Paolo su estudio y tantos trabajos en chapas de metal apiladas subrayando su extenso camino artístico, su amplia biografía creativa, capaces de hacerme sentir un poco más rico cuando enfilo el regreso a casa tras este exilio viral.

Conmigo llevo las palabras plenamente actuales de Giuseppe Marchiori en el primer catálogo de Paolo Buggiani en 1960:

Quizás sea demasiado pronto para delimitar a Buggiani dentro de una estrecha definición crítica. Buggiani es un joven que tiene toda una vida entera por delante.