I

Hablábamos de Led Zeppelin y Coda, su último disco. Estábamos entusiasmados. Escucharlos requiere una voluntad especial, no es fácil, decíamos. Se necesita tener ganas de quererlos entender, son complicados y ese disco es muy espeso. En especial ese que fue como su álbum póstumo. La banda firmó un contrato en el que decía debían realizar un álbum más, y no tenían el deseo de integrar un sustituto después de la muerte de John Bonham, el baterista. Fue un acierto llamarlo así. ¿Ah sí, por qué? Una coda, en el ámbito de la música, es un préstamo lingüístico del italiano que significa literalmente cola y se refiere al último movimiento musical. No entiendo. Una coda es como el final de la canción, como cuando dicen «tan, tan». Coda para Led Zeppelin fue algo así como un epílogo ante la inminente separación que se dio en septiembre de 1980.

Luego, hablamos de Pink Floyd y del disco Dark Side of the Moon, de los experimentos de Roger Waters y de cómo a todos los grupos legendarios les da por experimentar. ¿A los Rolling Stones también? No lo dudaría, pero no recuerdo ningún álbum así. En cambio, los Beatles quisieron experimentar con «Revolution #9». La conversación fluyó en torno a «Eleanor Rigby» y alguien dijo que esa canción estaba en el disco de Revolver. La mente tiene los caminos más extraños para recordar algo. Revolver… mi mente viajó a un recuerdo ajeno, anterior a mi nacimiento, algo que le oí a mi madre contar; no lo repetía mucho y acordarme, esta vez, requirió esa voluntad especial de querer entender. ¿Cómo se explican las posibilidades del aburrimiento sin provocar juicios?

II

Enrique guardaba la pistola en el cajón del buró. Así se usaba, era común que la gente tuviera en casa un arma para defenderse. Mi suegro se la regaló cuando nos casamos. Uno tiende a sobrevalorar los primeros años de matrimonio, la luna de miel tiene momentos muy amargos de los que nadie habla por miedo a que te lo tomen a mal. Se debiera hablar más de ello, en vez de guardártelo detrás de la lengua. Al casarme me vine a vivir a la ciudad, ahí estaba el futuro de Enrique. Así hablaba mi mamá. Así la oí contarlo. Así lo repitió muchas, muchas veces.

Los primeros meses de matrimonio de mis padres implicaron grandes cambios para mi mamá. Para venir a vivir a la ciudad, dejó atrás mucho: su entorno, a su madre y a su hermana, a sus amigas, sus rutinas y sus rituales. Todo se modificó. Su vida social se ralentizó. Solía decir que era como si hubiera bajado de categoría. Ya no la invitaban a bailes ni participaba en cafés canasta ni tenía que ponerse elegante los domingos. A nadie le interesaba quiénes eran sus padres ni les decía nada su apellido. Sentía que se desmoronaba en medio de una aglomeración de casas, en el enredijo de calles y el enjambre que era ese gentío que subía y bajaba de los trolebuses, caminaba a tu lado sin saludar, sin mirar nada, sin notarte.

Sus días transcurrían lentos. Iba mucho a casa de su tía Pita —su única pariente cercana— a verla y a platicar con sus primas, hasta que el querido tío le hizo una atenta observación para que espaciara las visitas. Al fin y al cabo, los casados quieren casa, ¿a qué no? Las costumbres en la ciudad son tan distintas. Se alejó para dar espacio a una prudente distancia que intentó llenar con la práctica fatigosa de llamar a la cigüeña, pero parece que por más que se esforzaban por escribir cartas a París, el cartero no las entregaba o a alguien se le estaba olvidando ponerles estampillas.

El ginecólogo le pedía calma. Mientras más se angustie, señora, más va a espantar a la cigüeña. A mamá le parecía que esa era un ave por demás asustadiza. Y, es que me puedo imaginar el tedio de una mujer como mi madre, acostumbrada a moverse rápidamente en un tacón, a hacer todo en forma ágil y bien, que le encanta estar ocupada. Era y es de esas mujeres que, si no tienen algo que hacer, se lo inventa.

Veía, decía mamá, como pasaban los minutos arrastrándose por la circunferencia del reloj de la cocina, desde la mañana hasta la noche en que estaba sola porque Enrique se iba a trabajar y yo me quedaba a en casa sacándole sangre al piso, mientras tallaba a escobetazos, sacudiendo hasta la última mota de polvo y repetía todo como quince veces entre las ocho de la mañana en que me quedaba sola hasta las ocho de la noche en que mi marido regresaba. Contaba que repetía las rutinas quince veces al día, peinarse y despeinarse, cambiarse el esmalte de las uñas, bolear zapatos, remendar calcetines, dormir, despertar y ver que las manecillas del reloj no avanzaban casi nada. El día transcurría en abrir y cerrar el refrigerador. Me la pasaba tomando hasta nueve siestas y dándome cuenta de que seguía siendo la misma fecha. Y, así todos los días por meses. Eso decía.

Las paredes de la casa se me venían encima. Salía a caminar, me arreglaba para salir a caminar. Empezaba a avanzar rápido, como dando pequeños saltos. Respiraba. Sentía que una emoción me sacudía cada que veía como los pelotones de gente entraban y salían del tranvía para dar comienzo a su jornada laboral. Gente que daba pasos con la cabeza gacha, con los ojos entrecerrados, que se cruzaba conmigo, que podían chocar conmigo y nadie me veía. Era una mujer invisible, inmaterial a la que se le desgastaba la alegría y se le instalaba un sofoco que le impedía respirar. Eso decía.

Me asustaba ver a tantas personas sin identidad. Me hacía a un lado y me recargaba en algún poste de cemento para recuperar el aliento. Les sonreía y les pedía perdón por estar parada, estorbando, pero no se percataban de que estaba ahí. Cuando acumulaba la serenidad suficiente, regresaba a casa sintiendo que algo se me había desprendido para siempre. Dejaba de salir hasta que el aburrimiento me expulsaba nuevamente de la casa.

Por eso, puedo figurarme el gusto que le dio aquella mañana que fue a la farmacia y se encontró a La Nena Aguilera, una conocida del pueblo que era como diez años mayor que ella —tal vez más, pero eran los que La Nena confesaba ganarle a mamá. Al principio no la reconoció, la vio como a una mujer no muy joven que estaba embarazada. Por eso se le quedó viendo. La Nena al sentirse observada volvió el rostro y enseguida la conoció a pesar de que jamás fue su amiga y que no habría habido forma de que naciera una plática entre dos mujeres tan diferentes, a no ser por lo esclavizada que estaba mi mamá por el aburrimiento. No solo era la diferencia de edades sino lo distintos que eran sus intereses: una estaba concentrada en ser mamá y la otra en otras cosas.

En estricta justicia, puedo pensar que fue mi mamá quien se le colgó al brazo a La Nena y que seguramente fue mi madrecita linda la que tomó la iniciativa de entablar una conversación que derivó en una invitación a tomar café a la casa. La Nena Aguilera estaba casada con un químico prominente que trabajaba en el Centro Médico y tenía dos hijos: La Nenita, que por esos años tendría unos nueve o diez años y Bat Bobby un niño hermoso que estaba obsesionado con jugar beisbol y era muy malo para la escuela. La invitación fue aceptada de inmediato de mil amores.

Me dio mucho gusto encontrarme a alguien conocido, un rostro que tuviera nombre y apellido y que supiera cómo me llamaba. La invité a tomar un café y quedamos que vendría al día siguiente por la tarde. Fue la primera vez que Enrique llegó a la casa sin que lo estuviera esperando en la puerta. Me encontró atareada horneando galletitas y un pie de manzana. Ya había hecho una gelatina de rompope y había almidonado las servilletas y el mantelito que iba a poner en la mesita de café para recibir a las visitas. Aquella noche, mientras mi marido dormía a pierna suelta, yo no podía conciliar el sueño de emoción.

La Nena Aguilera llegó puntual y con Bat Bobby de la mano. Mamá solo la esperaba a ella, pero ni de broma le hizo notar su sorpresa. Le ofreció café y galletitas y el niño estuvo feliz de probar el pie de manzana con una bola de helado. Pronto, había una mancha de vainilla en la alfombra nueva y un boronero de galletas regadas por toda la sala. Las dos mujeres estaban incómodas hasta que Bat Bobby preguntó si podía ver la tele. Mamá le dijo que sí y lo llevó al hall de las recamaras que había acondicionado como sala de televisión.

Dejé a Bat Bobby sentado viendo un programa de vaqueros que estaba en el canal cinco. La Nena sacó un cigarro, lo encendió y se relajó. No hay nada que detenga la conversación de dos mujeres que quieren platicar, el tema fue lo de menos. Empezamos por los recuerdos del pueblo, seguimos con la vida de la ciudad y las diferencias en los ritmos, los tiempos y las costumbres. Me sentí aliviada al escuchar que La Nena también extrañaba. Enumeraron lo que echaban en falta: las papas de carrito, al hombre que vende chinchayote con limón, sal y salsa en la plaza, la paletería del legendario don Joaquín. Estábamos encantadas, dejándonos llevar por la plática: ella con el gusto de hablar de algo que no fueran tareas de la escuela y proezas del beisbol y yo contenta de tener a alguien de visita. A nadie nos pareció raro que el niño no hiciera ruido.

—Estelita, ¿me regalas esta pistolita? —era Bat Bobby que se había entretenido esculcando los cajones del cuarto de mis padres.

Vi al niño con la pistola en las manos, apuntando en dirección al vientre de su madre. Tenía el dedito índice en el gatillo y el pulgar sobre la cacha.

—¡Roberto!, ¿de dónde sacaste eso?, ¿qué te dije de andar esculcando?

—Silencio, arriba las manos o disparo —dijo Bat Bobby como si estuviera imitando a los personajes del programa de la televisión. Se rascó la barbilla con la mano izquierda y llegó a una conclusión —tú no me mandas mamá, la pistola no es tuya. ¿Me la regalas, Estelita?

—Roberto, te lo advierto…

—Nena, espérame tantito. Ven, Bat Bobby. Préstame pistolita, déjamela ver, ¿sí?

—¿Si te la presto, me la regalas? —preguntó sin dejar de apuntar a su madre.

—Puede ser.

Bat Bobby le dio la vuelta al revólver y se lo dio con la corrección con la que se entrega un cuchillo filoso. Entonces, le cambió la expresión a La Nena, tomó a su hijo de la mano y salió de la casa hecha un torbellino.

III

Entré a casa esperando que mi mujer me recibiera con la historia feliz de su tarde con La Nena Aguilera. Me topé a una esposa llorando. Era claro y evidente que no lloraba desde hacía mucho tiempo y que hacía rato que necesitaba hacerlo. Parecía que las boronas que estaban en el tapete nuevo se le habían desgranado del cuerpo. Por la mañana la dejé feliz y llena de confianza en que su pie de manzana le iba a fascinar a su visita y si no, ahí estaba la gelatina de rompope y ya en últimas, el helado de vainilla.

Fijé la mirada en la alfombra y luego en la mesita de café. Ahí estaba el revólver que me regaló mi papá y junto estaban las balas con las que estaba cargada. De sola ojeada me di cuenta de que no faltaba un solo tiro.

Por años las discusiones en la casa giraron en torno a quién habría sido el culpable de esa tragedia. Mi mamá, por supuesto, responsabilizaba a mi papá por haber dejado la pistola tan a la mano. Papá siempre se defendía diciendo que ella bien que lo sabía, así que, dado el caso, el imitaría a Poncio Pilatos. ¿A quién se le ocurre dejar a una criatura sola? Estaba viendo la tele. No lo estaban cuidando. Estábamos platicando.

Siempre he creído que Bat Bobby no debió meterse al cuarto de mis papás. Lo que nadie cuenta es que La Nena Aguilera no estaba embarazada, simplemente ella era así de gorda, pero mi mamá sí. Me alegro de que Bat Bobby no me hubiera apuntado con la pistola. Y, sí, los Beatles tuvieron un disco que se llamaba Revolver.