Solo espero que, cuando se publique este artículo, a primeros del mes de abril, toda esta catástrofe haya terminado con el menor daño. Estas líneas las escribo el 16 de marzo.

Siempre he sido un poco escéptico sobre lo que piensan las mayorías. Me equivoqué cuando desconfiaba, y no creía, que el virus covid nos invadiría. Me he vuelto a equivocar cuando pensé, y afirmé, que jamás Rusia invadiría Ucrania.

Nunca imaginé que hoy estaríamos así, viviendo en vilo por el absurdo afán imperialista de un demente al mando de un país como Rusia. 21 días en guerra. Tampoco pensé que esto duraría tanto y, por ende, generaría tantísimo sufrimiento.

Son tiempos grises, oscuros, en los que parece que la sombra nos engulle con fuerza.

El llamado primer mundo, el mundo del progreso, está en guerra. Ego, dominación, codicia, prepotencia. Todos tenemos un poquito de todo esto y por eso, tal vez, estamos como estamos.

El siglo XX nos dio a Hitler, el XXI nos ha regalado a Putin.

Las guerras me producen pena, todas. Los pueblos, los ciudadanos, me producen respeto, todos. Los dirigentes que llevan a sus pueblos a las guerras me producen asco.

Estamos en Guerra. Una guerra que no queríamos nadie, ni mucho menos los ucranianos, que la sufren directamente.

¿Por qué se inicia una guerra? ¿Para qué?

Esto es una locura de siglo, una de esas plagas que nos vienen por no hacer las cosas bien.

Llevo 21 días, como muchos, enfangado, triste, leyendo todas las informaciones a las que tenemos acceso y que, de seguro, ni son las buenas ni son las mejores. 21 días con los pelos de punta contemplando una cruel batalla, entre unos valientes y un cobarde prepotente, como si de una irrealidad se tratara.

Entre mis informadores, leo atentamente, cada día, a María R. Sahuquillo, corresponsal de El País. La leo desde antes porque ya anunciaba, también, en sus extraordinarias crónicas lo que finalmente ha pasado. También porque es la hija de un amigo de esos con los que suelo compartir sobremesas, Miguel.

Escuchar y leer los relatos de los ucranianos de allí pone la piel de gallina, te lleva a imágenes de película, de esas guerras del siglo pasado en las que las sirenas, los refugios, el silbido de los misiles provocaban tanto miedo que el rechinar de los dientes espantaba hasta las ratas…

Pero también están los de aquí, parejas, amigos, vecinos, esos miles de ucranianos que tienen padres, hermanos, tíos o abuelos en esas casas, en esos sótanos sin luz, ni agua o en las calles, con no más armas que la fuerza del patriotismo, o un fusil o un cóctel molotov para enfrentarse al todo poderoso de acero. Ese miedo de no saber, en la distancia, es un miedo que te arrebata el ser. Es imposible de entender, ni siquiera es factible compararlo con nada, porque solo nuestros abuelos, en la guerra civil, lo pudieron vivir.

El miedo distorsiona la forma de conocer porque provoca que veamos las cosas diferentes a cómo son, irreales.

El miedo nos aparta.

Nos imposibilita a sentir, gozar las cosas.

El miedo nos hace desconfiar de los demás.

El miedo que provoca una guerra es un miedo que solo conoce el que la vive.

Dicen que Putin se ha equivocado de estrategia. No lo creo. Su frialdad vital lo calcula todo: es un estratega, un auténtico dictador. Nada le diferencia a otros de su especie. Comunista, seguidor de Lenin y Stalin. No le importa nada: ni los que mueren, sean civiles o no, ni las críticas o sanciones.

Hace ya seis años, ahora lo recupero, escribí este post por aquí: «Las olas de Alvazovski, entre Rusia y Ucrania». Entonces hablaba del conflicto ya existente y que había dado comienzo dos años antes, en el 2014.

Hace 8 años comenzó una guerra en Ucrania de la que muchos sabíamos bien poco o nada, mientras que otros miraban hacia otro lado. Desde entonces, y afirmo que, desde aquel entonces, han muerto muchos ucranianos y otros muchos han perdido todo, hasta su dignidad, por haber tenido que huir y abandonar sus casas. Hace 21 días comenzó la invasión militar de la totalidad del territorio de Ucrania, pero no la guerra; la guerra había comenzado ocho años atrás.

Las guerras sabemos cómo empiezan, pero no cómo terminan. Los abuelos, los nuestros, nos enseñaron que estas dejan una interminable cadena de sufrimientos y heridas que difícilmente cicatrizan.

Intentemos ponernos en el lugar de todas esas gentes de bien. Es muy difícil, pero debemos intentarlo. Miles, millones de refugiados huyendo muertos de miedo, frío y angustia. Intentemos ponernos en el lugar de esa gente. Yo lo intento, pero mientras lo hago, el radiador de la casa coge temperatura para llegar a un ambiente caldeado mientras fuera superamos los 7 oC. Por allí, en esos caminos infinitos que dejan atrás las bombas, y toda tu vida, la temperatura baja de los -5 oC.

La miseria humana, envuelta en crueldad y cobardía ha vuelto a aparecer.

Y sí, aquí, de lejos, con el culo caliente, comenzamos a preocuparnos porque la amenaza comienza a ser extensiva.

¿Y si fuéramos uno de nosotros los que nos vemos obligados a despedirnos así de nuestra familia, Dios sabe hasta cuándo? ¿O para siempre? A abandonar todo, lo poco o mucho que tenemos: hogar, país, familia. ¿Y si de la noche a la mañana las risas se convierten en silencios agredidos por el silbido de los misiles? ¿O no sabes si un ser querido está vivo porque las bombas han arrasado su ciudad? Esto está pasando en pleno siglo XXI aquí al lado.

¿Dónde están los ataúdes de los ya cientos, diría miles, de civiles muertos? Solo vemos las imágenes de algunos soldados yaciendo entre ruinas o junto a un tanque aniquilado. Tal vez si viéramos los ataúdes nos daríamos cuenta de la gravedad de un conflicto al que, hoy, no le veo el fin.

Qué difícil es aconsejar en situaciones límite, porque límite es la circunstancia en la que tu vida, o la de tus seres queridos, depende prácticamente de la suerte.

Ucrania perderá esta guerra, casi de seguro. Pero la habrá ganado en honor y valor. Rusia no va a permitirse perder, antes de hacerlo devastará las ciudades y pueblos para hacer ver al resto del mundo quién manda aquí. Pero ya ha perdido la guerra porque ha quedado como lo que es: la imagen del zar expandiendo su imperio a fuerza de dolor y sangre.

Ucrania lucha por la libertad, nuestra libertad.

¿Seríamos capaces de hacerlo nosotros?

¿Cuántos kilómetros de Ucrania tiene que ocupar Putin?

¿Cuántos civiles tiene que matar y millones de refugiados provocar?

¿Cuántas veces negará el derecho de existencia de Ucrania?

El problema real es que Ucrania sea democrática e independiente de Moscú.

El zarpazo y agresión territorial de 2014 (anexión de Crimea y ocupación del Donbás), no fue por quererse adherir a la OTAN sino por firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea.

No somos capaces de hacer valer el artículo 2 de la Carta de Naciones Unidas, que garantiza la integridad territorial de todos los estados y que nos permitiría acudir en ayuda de Ucrania, aunque no estuviera en la OTAN. Miedo.

Quiere someter Ucrania y su población.

Solo hay una solución: acabar con Putin.

Nunca había visto tanta unión y apoyo a un país frente al todopoderoso invasor comunista.

Ucrania no está sola.

Lo cierto es que los ucranianos están haciendo frente, con valentía, en solitario, a los zarpazos rusos. Estamos asistiendo a la destrucción de un país y a la resistencia de una población que ha hecho de su coraje, patriotismo su barrera contra los misiles. Las fuerzas son desiguales, lo sabemos.

Occidente toma iniciativas que, aunque no lo parezca, están haciendo daño al dictador. Todavía se podría hacer más, por ejemplo, que la OTAN protegiera los cielos de Ucrania contra la aviación rusa, pero aquí entraríamos en el riesgo de una Tercera Guerra Mundial. De eso se aprovecha el emperador.

Lo más efectivo sería un matón de esos de película, tipo 007. Un matón es plantarle cara, pero los líderes occidentales se manejan de otra manera: Putin está loco, es un demente imprevisible. O sea, como Hitler.

Me da miedo no ya el presente, que también, sino el futuro.

Occidente llegó tarde a Ucrania, a Putin habría que haberlo parado antes. Ahora todos ponemos fotos y banderas de apoyo al pueblo ucraniano, pero todo esto luego se olvida como se han olvidado otros conflictos no tan lejanos.

La solidaridad internacional debe mantenerse porque los muertos ucranianos lo son y serán, entre otras cosas, por defender la libertad que el resto no nos hemos atrevido a defender.

Debemos demostrar con contundencia, sin armas, la fortaleza de los sistemas democráticos que nos sustentan frente a ese totalitarismo de cuatro dementes que quedan esparcidos por el mundo.

Hay que sancionar a los oligarcas rusos, al dictador que lleva al pueblo a las armas, no a sus ciudadanos, de los que tengo la confianza saldrán a la calle y se rebelarán contra la injusticia y su precursor.

Ahora solo cabe la esperanza. Esperanza por todas estas gentes, ciudadanos libres; esperanza por un pueblo, el ucraniano, para que siga siendo libre, democrático y sobreviva; esperanza por el mundo libre, que somos todos.

Esperanza porque todas esas sonrisas, incluida la que me acompaña, vuelvan a bailar al compás de esa vida feliz, tranquila, en paz, que merecen.