Creo en el corazón del hombre, creo que es de pura caricia, a pesar de las manos que a veces asesinan, sin saberlo, y manejan fusiles sanguinarios.

(Jorge de Bravo)

Solíamos reunirnos, en una esquina de la calle de nuestro barrio, para hablar bajo una farola; éramos cuatro preadolescentes. Nuestras conversaciones variaban sobre lo que habíamos escuchado, tanto de nuestros padres como en la escuela, en esa primera parte de nuestras vidas. El vocabulario era simple, la imaginación precipitada y la autoimportancia de lo que decíamos, bueno, lo que cada uno consideraba la verdad, crucial. Muy pronto descubrimos que había una objetividad, más allá de la opinión, de cosas que eran verificables, como quién corría más rápido, saltaba más alto o cuál automóvil familiar era más costoso.

Había otros asuntos no tan fácilmente verificables, para los que teníamos que confiar en quién estaba contando mejor la historia y citando las fuentes más impresionantes. Mirando hacia atrás ahora esas charlas, puedo ver en ellas los primeros signos de la conversación sin parar de la que se trata la vida. Cada ser humano tiene una circunstancia única, un contexto, una interioridad. Interactuamos a través de múltiples opiniones, nuestros puntos de vista, y llegamos a consensos a través de los mismos mecanismos que utilizábamos bajo aquella farola.

La naturaleza social esencial de la especie humana se basa en la autoconsciencia. Y en nuestra increíble capacidad, para comunicar entre nosotros, nuestras percepciones del entorno, y de la personalidad interior, que a cada uno nos define. No hay un momento ocioso en las pantallas de cine de nuestra mente, a nivel consciente y subconsciente. Constantemente se agitan, ajustan, juzgan, aceptan, rechazan, u opinan.

La esquina del vecindario, la carrera profesional, la vida, las creencias. En cada momento las conversaciones adoptan diferentes formatos y contextos, pero en general, los protocolos para llegar a un acuerdo y aferrarse a las opiniones siguen siendo los mismos. Los argumentos relacionados con cuestiones objetivamente no verificables: política, ideología o sistemas de creencias, se deciden por sesgos, interés propio y una reverberación inexplicable entre influenciadores y los crédulos.

Hay esferas donde los hechos objetivos pueden observarse y catalogarse, y están sujetos a una medición y verificación empírica. Pero aún en las fronteras del descubrimiento científico, hay espacio para la divergencia y el debate de opiniones y teorías.

Vivimos hoy en un mundo totalmente interconectado, en un planeta-barco. La ciencia hoy confirma, la interdependencia de todo en el universo. La ecología y la física cuántica revelan en modelos de conectividad, lo que místicos como san Francisco de Asís, descubrieron a través del amor; la unicidad de la existencia.

Pero a pesar de los adelantos de la cosmovisión científica, mantenemos una consciencia tribal en un mundo planetario. Y, seguimos con el «sálvese quien pueda», en vez de comprender de que, nuestros destinos y sobrevivencia dependen cada vez más de los otros. Que vivimos en un sistema interconectado ecológica, económica y culturalmente. Hoy en día, en este planeta atiborrado de gente, hay mas parejas interculturales que nunca, mas gente viviendo en países donde no nacieron. Hoy, la gente se transporta de un sitio a otro rápidamente. Las distancias salvadas antes en meses de largas aventuras transoceánicas, ahora se logran en materia de horas. Cenamos en Beijing y desayunamos en Europa. Y, nos comunicamos por todo el mundo, instantáneamente con voces e imágenes a través de instrumentos, que están al alcance de la mayoría de la población mundial.

Alguien, observando el planeta desde otro sistema solar, diría; «que adelantados que están estos terrícolas». Sí, hemos construido un planeta en un hogar, pero nuestras mentes siguen viviendo en tribus, nacionalismos, partidos políticos, intereses, el «sálvese quien pueda» y el «quítate tu pa’ ponerme yo».

Ahora los rusos invaden a Ucrania, antes los norteamericanos bombardearon a Irak: que mueran civiles no importa, son juegos de poder, y los que lo inician siempre están a salvo. Y si no hay guerras, los políticos influencian a la gente con sus miedos, se aprovechan de los medios masivos instantáneos para ello. En un país como la India con tantas minorías, subrayan el nacionalismo de una religión. En los Estados Unidos, líderes políticos van a las elecciones y, desde antes que se celebren las mismas, proclaman que si pierden sería por fraude. O sea, es como decir que, si pierden el partido de fútbol, los árbitros son los culpables, no es que el otro equipo ganó. Los líderes se aprovechan y también los influenciables se dejan, porque si una mayoría esta opuesta a un comportamiento político, poco puede hacer una persona o un grupo para tomar el poder.

Vean el nivel de conversación de la respuesta al covid-19. Es tan absurdo como mis charlas de niño en la esquina del vecindario. Excepto que ahora es una esquina global, de voces que llegan a millones de personas instantáneamente, opiniones presentadas como verdades, que influyen sobre audiencias crédulas, e inspiran comportamientos que van en contra de la salud pública.

Parte de estas propagandas se promueven, porque ayudan a un interés propio particular, es decir, una agenda política o empresarial, pero mucha gente las acepta con gusto, y sin ver si hay evidencia verificable. Igual que nosotros, como niños, decíamos nuestras «verdades percibidas» en la esquina del vecindario. Con esa pasión de que yo sé, y que mi familia, amigo, o líder político, sabe.

Pero en la vida, más allá de charlas de esquina, y opiniones de líderes influyentes, e incluso allende la objetividad de la ciencia, hay otro instrumento para avanzar el conocimiento. Llamémoslo, momentos de sentimiento profundo, o intuición. Esa consciencia repentina que amanece dentro de uno. Esos momentos más allá del pensamiento, la opinión, la conversación y lo percibido afuera. Suceden adentro, en silencio, y se sienten experienciales y completos, inexplicables y reveladores.

Les ilustro lo que quiero decir con una historia. Dos vecinos en un pueblo costero: un profesor de física cuántica, ateo declarado, el otro un ministro religioso fundamentalista. Vivían en el mismo vecindario, pero se evitaban mutuamente en las reuniones porque siempre terminaban teniendo terribles argumentos.

Una madrugada, por casualidad, se encontraron en un pequeño muelle junto al mar cerca de sus casas, donde habían ido para ver el amanecer. Se reconocieron con un movimiento de cabeza, y se pararon uno cerca del otro en la pequeña plataforma, a esperar el amanecer. Ese día, hubo un amanecer espectacular, las formaciones de nubes, la variación de colores, los tonos eran impresionantes. Ambos quedaron asombrados por el derroche de belleza. Tanto, que colocaron sus brazos alrededor de sus hombros, y una o dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Ambos quedaron cautivados en silencio.

Después que terminó el amanecer, comenzaron a caminar juntos de regreso a su calle. El reverendo rompió el silencio primero. «¿Viste las manos de Dios creando belleza, su infinita paleta de colores, su creatividad?». No, respondió el científico: «Acabo de ver el efecto prismático, de las capas superiores de la atmósfera, a medida que difractaba la onda de luz, en diferentes frecuencias vibratorias...».

Cuando trataron de describir, con sus mentes y nomenclaturas favoritas, la experiencia de la belleza, y la plenitud que los unió en un momento silencioso de felicidad, terminaron nuevamente en una terrible discusión.

A pesar de que, a través de la ciencia, hemos reunido evidencia de la naturaleza sistémica y la interconexión del universo, y de que todos hemos sentido momentos de amanecer, nuestra autoconsciencia se sigue centrando en nuestros egos, en el «nosotros contra ellos». Los cuatro problemas más urgentes para la humanidad son la superpoblación, las enfermedades pandémicas, la migración masiva y el cambio climático. Para superarlos, necesitamos «un cambio en nuestra autoconsciencia», porque continuamos negando nuestra responsabilidad, ante problemas que ninguna persona verdaderamente consciente de sí misma toleraría. Es decir, tenemos que expandir los pequeños feudos de nuestros egos y su entorno inmediato, con los que estamos arraigados, porque «una persona verdaderamente consciente de sí misma no haría guerra, ni almacenaría armas nucleares, ni albergaría prejuicios raciales, ni maltrataría y abusaría de las mujeres, ni dañaría el medio ambiente».

Apenas el año pasado, el secretario general de las Naciones Unidas emitió una grave advertencia:

El mundo se está moviendo en la dirección equivocada. Enfrentamos un momento crucial, en el que continuar en la misma trayectoria, conduciría a una ruptura del orden mundial y a un futuro de crisis perpetua. El mundo está hoy bajo una enorme presión en casi todos los frentes.

Tenemos que expandir nuestras plataformas para la conversación. Ir más allá de opiniones e infundados aferramientos a campañas políticas y grupos ideológicos tribales. Tenemos que entender que estamos todos en el mismo planeta-barco, y eso incluye expandir nuestra consciencia, y darnos cuenta de que estamos todos conectados. Hemos creado una civilización, que debería permitirnos ser más compasivos y conscientes del campo unificado de la vida, funcionalmente conscientes de nuestra interconexión, no en un contexto filosófico, sino como un principio organizativo sistémico esencial, que requiere que asumamos la responsabilidad del impacto de nuestras acciones, nuestras opiniones, nuestras declaraciones, sobre el bienestar de los demás.

Hoy, en vez de hacer esto, iniciamos invasiones de otros países, llevamos a cabo campañas políticas que cuestionan la capacidad de ser honestos en nuestras elecciones. Y líderes y sus asociados inician rumores, que la gente en general acepta, como en la esquina de mi barrio.

Pero tenemos también, como humanos, nuestros momentos visionarios y de realización, la capacidad de superarnos a nosotros mismos y de volvernos desinteresados en lugar de egoístas, de tener un sentimiento consciente del campo unificado de existencia del cual formamos parte, de reflexionar sobre la maravilla de la vida, y de esa cosa que llamamos amor —el amor en su nivel más alto.

Y a pesar de toda la irracionalidad, la injusticia, la ignorancia obstinada, el egoísmo, el dolor que todos somos capaces, de traer a nosotros mismos y a los demás, también hay belleza, amor, sabiduría, alegría y justicia. Creo, como optimista, que esta historia de vida tiene un final feliz, que la imaginación termina encontrándose a sí misma, y que todos nuestros episodios, opiniones y puntos de vista se fundirán en un punto de alegría.

Creo, con la pasión con que hacía mis argumentos en esa esquina del vecindario de mi infancia, y aunque no lo sepa con certeza, que la vida es un proceso de crecimiento y floración ineludible para todos, en el exuberante jardín de la existencia.

Cómo dijo el místico sufí Shams Tabrizi:

El universo, la humanidad, la civilización, tú y yo, estamos unidos con unas cuerdas invisibles. No rompas el corazón de nadie; no menosprecies a los más débiles que tú. El dolor de uno, al otro lado del mundo puede hacer sufrir al mundo entero; la felicidad de uno puede hacer sonreír al mundo entero.

Estamos en el mismo barco.