Los seres humanos nos decimos «civilizados». Sí, sin dudas. En sentido estricto, lo somos. Somos una especie animal absolutamente civilizada, transida de cabo a rabo por el orden simbólico. Todo lo que hacemos está tocado por el proceso civilizatorio, todo, incluso aquellas cosas que parecieran más naturales. La alimentación, o la reproducción, por ejemplo, funciones básicas para mantener vivo a cada sujeto o para perpetuar la especie, como productos de la civilización ya dejaron de ser pura biología. Por eso hay quienes no tienen para comer, pasan hambre (en tanto sobra comida en el mundo), o son obesos o presentan anorexia. Nada de eso es algo estrictamente biológico, explicable desde parámetros fisicoquímicos. Es un tejido social el que lo determina, una historia.

Otro tanto pasa con la sexualidad: no hay estricta correspondencia entre la realidad anatómica y la identidad sexual. Hoy día hablamos de LGTBIQ+. Nada de eso que llamamos sexualidad queda enteramente determinado por la biología. Es nuestro ser social —historia subjetiva e historia colectiva— la que nos moldea. La procreación es también un asunto simbólico (¿cómo entender desde la carga genética la homosexualidad, el voto de castidad, la esterilización?). Es decir: todo lo que hacemos tiene que ver con nuestra civilización, con nuestra socialización. Incluso el primitivo garrote del hombre de las cavernas, eso ya es un refinamiento civilizatorio comparado con cualquier animal. De allí, desde la primera piedra afilada por el primer Homo habilis hace dos millones y medio de años hasta la estación espacial, el único animal que pudo lograr transformar la naturaleza es este bicho civilizado que somos los humanos.

En esa línea podría decirse que la civilización es aquello que nos va alejando cada vez más de lo animalesco, de la pura sobrevivencia natural, del instinto (que es un esquema de comportamiento heredado que varía poco o nada de un individuo a otro, y que se desarrolla siempre según una secuencia temporal fija, teniendo un objeto y una finalidad invariable). Civilizarse es refinarse, es utilizar cada vez más las funciones intelectuales superiores en desmedro de la animalidad instintiva, de la pura fuerza bruta.

Pero sin dudas, la fuerza bruta persiste. La violencia es algo enteramente humano. Ningún animal ejerce violencia como nuestra especie: los depredadores cazan, y punto (el león, el cocodrilo, el tiburón, el águila). Nunca un depredador carnívoro ejerce el poder, la supremacía social, la arrogancia con el más débil. Se lo come simplemente; en el mundo animal no hay racismo, machismo, diferencias económicas, soberbia y arrogancia, tortura, discriminación de ningún tipo, pornografía, ropa de marca… ni siquiera ropa (ningún animal esconde sus órganos genitales; los humanos sí, en casi todas las culturas). Los animales no son sanguinarios; nosotros sí. Podemos experimentar goce con el sufrimiento ajeno. ¿Festín de sangre? No somos Drácula, pero pareciera… ¿Por qué, si no, la permanencia de prácticas como las corridas de toros, las peleas de box o de kickboxing, las riñas de gallos o de perros? Esto podría llevar a pensar también el porqué de las guerras y su nada cercana perspectiva de erradicación, pero eso nos llevaría por caminos que exceden este breve y poco profundo opúsculo.

¿Cuál puede ser el placer de ver una lucha a muerte entre dos adversarios?, porque no otra cosa son, en definitiva, estas prácticas: la búsqueda de la eliminación del otro, la sangre, el festín de la muerte. ¿Qué deseos alimentan todo eso? ¿Por qué ese placer en gozar, incluso excitarse, con la sangre que corre? En todas estas prácticas culturales la muerte es el convidado especial. En el box, justamente como producto del «avance» en la civilización, ya no se persigue la muerte del rival —incluso se usan guantes y protectores bucales, hay reglamentos estrictos a seguir y un árbitro que media entre los contrincantes— pero sí el sacarlo fuera de combate. De todos modos, no deja de ser llamativo el enardecimiento del público en las graderías: «¡Mátalo!, ¡Sangre!, ¡Dale en la herida!». Todo esto puede hacer pensar en palabras de Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis, con motivo de la llegada de los nazis y la anexión de su Austria natal al Tercer Reich: «Hoy día los nazis queman mis libros. En la Edad Media me hubieran quemado a mí. Eso es el progreso humano».

La civilización es ese largo, tortuoso, nunca terminado proceso en el que nos vamos alejando de nuestros orígenes animales. Pero lo curioso es que… ¡ningún animal mata por placer! En nuestro mundo civilizado cada dos minutos muere una persona por un disparo de arma de fuego. Y la industria de los armamentos (desde una pistola personal hasta un portaviones atómico con aviones de combate o misiles hipersónicos con carga nuclear) es el ámbito humano que más dinero mueve promoviendo los más osados e increíbles avances científico-técnicos.

Aquello de poner la otra mejilla cuando nos abofetean la primera, no pasa de vacío e impracticable pedido moral. La realidad humana va por otro carril. En nombre del amor y de algún dios (de los tres mil que existen) se realizaron las peores guerras religiosas. Parece que la sangre nos llama («La violencia es la partera de la historia», dijo con exactitud un decimonónico pensador supuestamente «superado»). Por lo que, si algún freno puede oponérsele a la violencia, la apelación a su sacrosanto amor no alcanza. Digamos que «nadie está obligado a amar a otro, pero sí a respetarlo». En definitiva, la civilización es eso: la instauración de una ley, de una norma que rige el funcionamiento social (la prohibición del incesto, del asesinato, la propiedad privada, el rojo del semáforo o la interdicción de orinar en la calle y un largo etcétera).

Freud, en lo que él llamó su «mitología conceptual», elucubró una pulsión de muerte (Todestrieb). Concepto problemático como el que más, muy discutido por todo el ámbito psicoanalítico. Lo que está claro es que, viendo cómo nos movemos los seres humanos, la intuición freudiana no parece descabellada.