Montevideo, 2014.

¿Cuántos cuellos se han roto al mirar atrás?

(Pintado en Sarmiento y Maggliolo, Montevideo)

Aquella invitación se repetía año tras año. Un baile de máscaras que legitimaba los rostros y los cargos. Ramón había pedido que Helena fuese incluida en la base de datos de la embajada de España y, desde entonces, todos los 12 de octubre le remitían el tarjetón protocolar o un correo electrónico. La coordinadora residente de la ONU acababa de llegar a Uruguay y le pidió que la acompañara. Aquella reunión congregaba a muchos de los cargos del gobierno y del cuerpo diplomático que todavía tenía que conocer. Desde que Ramón dejó el país solo había acudido en un par de ocasiones: una vez por curiosidad y otra porque creyó que esa era una forma de estar más cerca de su amigo, lo que no tardó en refutar. Era absurdo clasificar al ser humano por el color de las banderas. A la entrada de una embajada abarrotada de coches con matrícula diplomática, un grupo de jóvenes vitoreaba: «No hay nada que celebrar» y entregaba pasquines con las mentiras repetidas sobre la deuda y la crisis que había desenmascarado, en palabras de Ramón, la falsa apariencia de democracia que se vivía en España desde la transición. «El patriotismo no se celebra con canapés bajo una bandera —rezaba el folleto. El patriotismo es tener hospitales que funcionen, escuelas incluyentes, investigación científica de calidad y cero tolerancia con la corrupción». Helena pensó que no dejaba de resultar simpático que Ramón, quien había servido durante su estancia en Uruguay a una de las empresas que financiaban la fiesta, ahora engrosaba las filas de ese grupo de indignados en España.

Contrastando con los rostros jóvenes de la entrada, algunas personas mayores con acentos de distintas regiones del país peninsular se congregaban en el interior. Una de las imágenes que dejaba en evidencia el salto generacional. Esos emigrantes, que abandonaron España por la intolerancia o la falta de oportunidades de otros tiempos, eran el contrapunto permitido para dar la apariencia de diversidad. Inofensivos, a su edad ya no contaban con energía para dar la batalla por cosas que hubieran peleado en su momento. No podían vitorear contra un sistema que los había excluido y solo esperaban un poco de mimo y atención por la embajada de ese país que los vio nacer y que, de una forma u otra, los había expulsado. La mayoría llegaron a Uruguay de chicos, analfabetos; muchas mujeres habían sido mandadas a servir a las casas de la burguesía montevideana. Conservaban el acento, a pesar de los años que vivieron lejos de la Península. Helena pensó en la explicación de Ramón sobre el choque generacional que se estaba viviendo en España. Muchos de aquellos jóvenes no querían ya un Estado sometido al integrismo de la santa madre iglesia, ni a reyes de naipes con coronas y castillos ni a partidos políticos que replicaban el sistema de turnos de la Restauración. Aquellos jóvenes no tenían miedo de sacrificar esa aparente estabilidad a cambio de una democracia más real y representativa.

Cuando llegó el turno del discurso, Helena empezó a sentir un ligero malestar en su talón. Tras las palabras protocolares del agregado cultural, crecido en un mundo de Yupi que nunca había existido para los demás, el embajador comenzó su alocución ensalzando la figura de un Borbón que había sido endosado en paquete y junto a sus descendientes. Además, como cada año, el representante español dejaba claro que esa diplomacia estaba puesta al servicio de las elites económicas. El tacón del zapato de Helena, aunque no era muy alto ni fino, se fue hundiendo en la alfombra del gran salón lleno de tapices con motivos de caza. Estaba fuera de lugar y sintió la necesidad de descalzarse, pero ante la inmovilidad de la muchedumbre, prefirió esperar a riesgo de atollarse un poco más. El panegírico también se refería al hijo, quien por su supuesto color de la sangre y tener un pene, había heredado el derecho a ponerse un número en letras romanas detrás de su nombre. A Helena le resultó gracioso oírlo: «Felipe VI», decía el embajador, y a su rostro se enganchó una sonrisa que era lo suficientemente poderosa para resonar en sus vísceras y llenar todo el espacio. El boato desproporcionado caricaturizaba lo que era humano, pese a los empeños y la propaganda; lo que era antidemocrático, pese a las máscaras y los pactos de las élites; lo que era vulgar en un país de lisiados por ese artificio simbólico de dominación. Manteniendo su gesto divertido ante tanta estupidez, sacó el pie izquierdo del zapato. Si alguien la quería observar de cerca era mejor no tener nada extraño que ocultar. «Por tan raro disfraz equivocada…», vino a ella Bergamín en la voz de Ramón. La proclama del papel desempeñado en la transición por el que ahora ejercía de rey simbólico, de plastilina, sonaba a cantinela, pero, además, esa alusión a la ejemplaridad del periodo era una burla hacía las creencias e ideales de las personas excluidas de ese festín. Ver a toda esa marea humana de pie, escuchándole, le resultó patético. Helena aprovechó para liberar ahora su pie derecho. Alguien había empezado a comentar algo a su espalda y se giró un tanto mareada por las inútiles palabras laudatorias. La embajadora peruana, con su fuerza incaica, hablaba en la oreja de la representante de Ecuador. Su voz era inconfundible, cantaba con todos los tonos de América: desde Mercedes Sosa a Atahualpa Yupanqui, pasando por Caetano Veloso, Pablo Milanés o Violeta Parra. Quiso imaginar palabras de burla por la puesta en escena dictada desde los palacios de Santa Cruz, sede del ministerio de exteriores español, y de la Zarzuela. Helena siguió girando sobre su eje, aprovechando que ya no había nada entre el suelo y sus pies. Contempló los rostros impertérritos de los convocados. Ya empezaba a resultarle dramático ese inmovilismo: cuerpos inertes, bien vestidos, subordinados ante las palabras de un servidor del statu quo. También eran los impuestos de personas como Ramón quienes mantenían la pervivencia de aquellas embajadas y en sus palabras no había ninguna referencia a sus reivindicaciones ni una alusión a las dificultades de la ciudadanía ni a la estrategia de adelgazamiento del Estado y los servicios públicos. El discurso parecía un dictado de colegio. De lejos creyó divisar algún rostro reprobatorio por su actitud inquieta, por su incapacidad para alabanzas de los himnos y banderas, por la ausencia de emoción en sus ojos, por su incredulidad. Helena era hija de la reunión asamblearia y no le gustaban las oraciones enlatadas, leídas, de cajón. Cuando acabó el discurso, y sin que le sorprendiera, el aplauso dio paso a los canapés. Los incondicionales y obedientes siempre estaban dispuestos a secundar las palabras del amo.

Los himnos sonaron. Al español le faltaba la letra: ¿cómo poner de acuerdo a ese país sobre cuáles eran las palabras adecuadas? Esa ausencia parecía quererse suplir con tres grandes pantallas donde la coronación del nuevo rey fue proyectada hasta la saciedad. Las calles de Madrid que ponían el decorado eran la de un país en guerra soterrada, al que se pisoteaba desde arriba y sin importar el pasado. Había sufrido una dictadura castrense de casi cuarenta años, pero esa marioneta, como su padre, era coronada con traje militar y envuelta por su antecesor en el fajín de capitán general de los Ejércitos. Helena pensó que era un alivio que ya no se agradeciera a dios, y con obispos mediante, el designio divino de aquellos personajes de cartón piedra que llenaban los telediarios y las revistas del corazón. Que algo había cambiado España se percibía en el resquebrajamiento de algunos gestos que hablaban del menor peso que tenía la religión católica, aunque todavía quedara, como tantas veces se quejaba Ramón, clavada en la oferta educativa. En distintos barrios de Madrid, la mayoría de los colegios concertados, a pesar de recibir fondos públicos, imponía las enseñanzas de la religión católica, sin otra alternativa. Esa era una herencia que empezaba a oler a naftalina. Quizás a ella le chocaba por ser uruguaya y gozar desde hacía más de un siglo de un Estado laico, que también había mostrado sus claroscuros. No hacía tanto tiempo que aquel integrismo religioso exhibía sus uñas, especialmente en los departamentos del interior uruguayo. Su propio abuelo, aunque ateo y batllista, intentó casarse por amor en la iglesia del pueblo con su abuela Lola, quien había venido con sus padres desde Galicia cuando todavía no había cumplido los doce años. El cura sabía de las inclinaciones coloradas y no le permitió entrar al templo vestido de corbata roja porque simbolizaba su posición a favor de un Estado laico. Renunciaron al sacramento allí mismo, con toda la familia esperando la consumación del rito. La cerrazón del sacerdote indignó a más de un familiar, que abandonó el lugar entre insultos y amenazas de amonestación ultraterrena. Lo celebraron igual y vivieron juntos hasta que Lola murió. El abuelo pensó entonces en devolverle lo que ella le había regalado: vivir con él pese a creer que lo hacían en pecado. Por eso le construyó una pequeña capilla en Paysandú, donde Lola había crecido, y puso las imágenes de sus santos preferidos. El amor también era saber ceder por un momento en nuestras convicciones para agradar al otro. Al párroco de aquella iglesia seguramente nadie se lo había enseñado. Como quizás tampoco a la madre superiora del colegio católico al que su amiga Elisa quiso llevar a su hijo. Otorgaban becas a personas sin recursos, pero nunca a madres solteras: estaban vetadas en las inmaculadas alfombras donde las religiosas defecaban.

Cuando llegó el momento del himno uruguayo, Helena se encontró cantando por inercia: «¡Orientales, la patria o la tumba!, ¡libertad o con gloria morir…!». La coordinadora residente la escuchaba intentando descifrar los sentidos de aquella letra y la miraba tan pronto perturbada como satisfecha. La tumba de Atahualpa se abría después de muchos años, tras la burla colonial, para vengarse. Allí estaban, todavía seguían las pantallas vomitando el desfile marcial, cuando la estrofa rezaba: «La justicia, por último, vence/ domeñando las iras de un rey; y ante el mundo la patria indomable/ inaugura su enseña, y su ley». El final siempre le emocionaba, así que alzó la voz y buscó significado, por primera vez, en las palabras que salían de su boca:

De las leyes el Numen juremos
igualdad, patriotismo y unión,
inmolando en sus aras divinas
ciegos odios, y negra ambición.
Y hallarán los que fieros insulten
la grandeza del Pueblo Oriental,
si enemigos, la lanza de Marte.
Si tiranos, de Bruto el puñal.

Una vez acabada la ceremonia y los rituales que intentaban legitimar la puesta en escena, el equipo de la embajada se desplegó para saludar a los congregados y, sin buscarlo, Helena y su acompañante se encontraron hablando con el también recién llegado consejero comercial español, quien en su presentación presumió de haber trabajado mano a mano con un exministro franquista. Helena se escandalizó por aquellas señas de identidad, pero recordó las historias de Ramón y disimuló su asombro. Ese ministro franquista, le contó después la coordinadora residente de la ONU, que era española de origen, había permanecido en la política hasta su muerte, haciéndose un hueco en una transición que todo lo mezcló. Su carácter autoritario le ayudó a buscar amigos entre fanáticos dictadores de todas las ideologías, aunque a veces ejercieran tras las cortinas de falsas democracias. Hacía un buen rato que la conversación del consejero trataba de ser amable con sus interlocutoras, pero no podía esconder las huellas de una educación trazada con segadora, que había dejado surcos vastos y profundos. Les contó algunas anécdotas del encuentro de su exjefe admirado con Fidel Castro: «Qué pena de país. Tuvo ferrocarril antes de que lo tuviera España, cuando todavía era colonia, y ahora está hundido en la miseria. La Habana podría ser Las Vegas». Helena seguía escuchando aturdida, sorprendida de que alguien creyera que esa ciudad del juego y la mentira, ese gran decorado de neón que escondía la miseria y exhibía la prostitución, pudiera ser un modelo para alguien. La conversación estaba llegando a su fin. No hacía falta que nadie pronunciara otra palabra. El esperpento llegaba a lo absoluto.

Algunas caras conocidas, incluso sin careta, vinieron a ofrecer plática. De fondo escuchaba a los diplomáticos quejándose de la falta de privilegios de los que gozaban en Uruguay en comparación con otros países. No les bastaba con el uso de autos oficiales para su ocio, con las compras de coches de alta gama que guardan en un garaje de una casa grande y lujosa para vender después mucho más caros y ganar el beneficio de los impuestos, necesitaban de la alfombra roja que les diera la bienvenida cada vez que entraran al país. Helena se fue convenciendo de que no hallaría las huellas de su amigo en esa recepción, aunque acudieron unas ganas inmensas de contar a Ramón lo que le estaba sucediendo. Se perdió en la búsqueda de un baño y no le quedó otro remedio que sentarse. Vio un pasillo, como de gimnasio u hospital, largo, de azulejos verde claros, húmedos, como si estuvieran recién lavados o quizás fuera debido a la condensación. Por un momento se sintió anclada a aquella existencia sin ventanas y necesitó respirar. También su vida había cambiado. Permaneció de pie un rato, perdida en su propio laberinto. Después se despidió de su jefa alegando un malestar repentino.

Salió a calles flechadas, a laberintos de luz donde cada puerta era igual por diferente: enormes, con aldabas, ventanales de vidrios de colores, arcos con inspiración mudéjar o clásica, elementos de inspiración tudor o Art Nouveau. La silla estaba vacía, pero Helena quería celebrar que hacía casi veinte años que conoció a Ramón, que ella había presenciado su metamorfosis. Escuchó el latir de su corazón en el bolsillo de su chaqueta. Había comenzado a llover. El sonido que emitía era demasiado intenso, como si procediera de las baldosas. Pensó en sacarlo y dejarlo abandonado en la entrada de alguna de las casas que decoraban la ciudad, pero quemaba y no quería renunciar a él porque también redimía. Prefería seguir sintiéndolo, aunque no quisiera exhibirlo. Quizás solo era el silencio el que lo hacía moverse de aquella forma. Palpitaba exaltado y todo contrastaba con la lluvia que resbalaba, llenando los agujeros y formando pequeñas ramblas a los márgenes de la calle. Pisó una baldosa quebrada y el agua mojó sus pies. No era la primera vez que le pasaba. Su paso firme y fuerte conllevaba algunos riesgos. Acarició su corazón, que permanecía en el bolsillo, buscando un aire que en aquellos momentos Helena no le podía dar: la ansiedad había paralizado su respiración.

Para hallar los caminos libres y verdaderos una tenía que trabajar. Apoltronarse era claudicar ante el incendio, mirando como el fuego se lleva el bosque por delante.