No son pocos los artículos que este último año se han hecho eco del que parece ser el nuevo término de moda para explicar esa sensación de malestar físico y emocional que puede provocarnos el estrés y un mal ambiente laboral. Es lo que, vulgarmente, se conoce por «estar quemado». La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha incluido este síndrome en su última versión de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), ya en vigor, y lo define como: «agotamiento físico y mental debido al estrés crónico asociado con el trabajo y el desempleo». Aclararon, no obstante, que el síndrome solo hace referencia a «fenómenos en el contexto laboral» y advierten que no debe aplicarse para describir experiencias en otras áreas de la vida, ajenas al entorno laboral.

¿Cuáles son las causas del síndrome del burnout? Se señala que, cuando coinciden factores de riesgo personales como la baja tolerancia al estrés, circunstancias vitales estresantes como puede ser una situación complicada en el hogar, y aquellos relacionados con la empresa como son un mal liderazgo, falta de recursos, mal ambiente laboral o el sobredimensionamiento de las funciones y responsabilidades del empleado.

¿El tratamiento? De parte del paciente —empleado—, su tratamiento es similar a aquellos utilizados para la ansiedad y la depresión. Pueden llegar a ser necesarios un tratamiento farmacológico, y terapia para fortalecer el autoconocimiento, la autoestima, trabajar la resiliencia y la gestión del estrés, y adquirir hábitos saludables como una alimentación sana, el abandono del tabaco y el alcohol, y el ejercicio físico regular. La empresa, no obstante, no está exenta de responsabilidad: ha de analizar cuáles son los motivos que han llevado a que uno de sus empleados —y no hay que olvidar que quien hace la empresa y produce ganancias son sus trabajadores— al agotamiento crónico. Ha de analizarlo y ponerle solución. Bien sea reestructurando la jerarquía empresarial o reformulando los procesos.

Aunque el término burnout no es nuevo, ya en 1974 el psiquiatra Herbert Freudenberger lo acuñó para definir la sensación de hastío, apatía y agotamiento que sufrían las y los profesionales de hospitales y centros de cuidados, pero en los últimos tiempos el término se ha popularizado porque, parece ser, todos nos sentimos exhaustos, agotados y llevados al extremo en nuestros entornos laborales. Esto se debe, en parte, a la inestabilidad y precariedad laboral en la que nos encontramos inmersos, las jornadas maratonianas por falta de personal, los contratos mes a mes… Todo un cúmulo de factores que han llevado a la sociedad —y para ser más concisos, a la clase trabajadora— al límite.

La pandemia ha tenido muchos efectos en nuestra sociedad, tanto económicos como psicológicamente. Todos hemos sentido la desazón y ansiedad de no saber qué iba a suceder, de sufrir por la salud de nuestros allegados, de la nuestra propia, el miedo propio de ver cómo se paralizaba absolutamente todo y como, en agonía, aun no alcanzamos la tan prometida normalidad de antes. Esta paralización de nuestra vida, unida al miedo y la angustia, nos ha hecho pensar. ¡Vaya si nos ha hecho pensar! La estructura y jerarquización de nuestro sistema, basada en la capitalización de bienes, medios y recursos humanos hacía tiempo que se tambaleaban. La irrupción de Internet y la popularización de los llamados nuevos empleos —el debate sobre su precarización es otro tema— ya había propiciado que mucha gente se lanzase a la aventura de montarse su propio «chiringuito», a lanzarse al emprendimiento y dejar sus empleos tradicionales para ser, en teoría, más libres. Muchas veces este emprendimiento se ve forzado por la falta de oportunidades laborales.

Está ocurriendo un fenómeno universal curioso que tiene, discúlpenme la familiaridad, como pollo sin cabeza a los head-hunters, empresarios y expertos en recursos humanos: la gran dimisión. Aunque en España este fenómeno no está teniendo tanta fuerza como en Estados Unidos o Italia, en el territorio también lanzan las voces de alarma. Un titular de El País de hace unos meses rezaba «Escasez de mano de obra en España: ‘No puedo contratar porque no encuentro a nadie’», esta razón que muchas veces se deja caer en el trabajador, reconoce su problemática en la precariedad e inestabilidad. La imposibilidad de conciliar la vida laboral con la privada, el sentir que nuestros trabajos no nos llenan porque no aportan a la sociedad, o, peor aún, que nos matamos a trabajar por un sueldo que no se corresponde con el nivel de vida medio de nuestra sociedad, nos ha llevado a plantearnos si queremos seguir trabajando así, o si, por consiguiente, queremos generar un cambio. No todo el mundo puede permitirse abandonar su trabajo, por precario que este sea, pero quienes pueden, o quienes se ven llevados al límite, no están dudando en abandonar sus puestos de trabajo para buscar modos de vida más conciliadores y sostenibles. Unos optan por emprender, otros por opositar, pero lo cierto es que, como sociedad, estamos elevando nuestra voz en un quejido para decir basta.