El próximo 22 de diciembre la primera universidad de Venezuela cumplirá 300 años de fundada. Nació como Real y Pontificia Universidad de Caracas por cédula de su majestad Felipe V, y una vez que la República se establece con el proceso de Independencia pasará a llamarse Universidad Central de Venezuela. Siempre la he conocido como «la Central» o «la UCV», y cuando nos ponemos solemnes: como «la casa que vence la sombra». Frase que se repite mucho y que es parte de su himno, himno que al escucharlo cantado por el Orfeón Universitario en su Aula Magna se nos eriza la piel. Una vez me preguntaron, con algo de ironía, si yo era de esos que son: «¡u, u, u, ucv!» (famosa consigna de los ucevistas); es decir, de esos que sienten profundamente identificados con dicha institución. Mi respuesta fue afirmativa: lo soy desde mis 16 años cuando comencé a frecuentarla y anhelar estudiar en ella. Desde ese entonces nunca la ha abandonado.

La universidad, después de la Iglesia Católica; es la institución más longeva en Venezuela. Y en un país donde las instituciones son tan débiles y tan poco duraderas es necesario celebrar tan importante logro. La manera que he escogido para ello es la de ratificar que sea parte de mi vida, y lo hago contando cómo se forjó esta identidad. En pocas palabras, quiero contar mi idilio ucevista; porque las instituciones existen y perduran cuando las personas las asumen como parte de sus vidas. Sus normas, tradiciones y sueños se funden con sus luchas y días. Cuando se terminan «enamorando» de ellas y suspiran con solo verlas.

No recuerdo si antes de los 16 años fui a la ciudad universitaria, lo cierto es que quedó fijado fuertemente en mi memoria cuando descubrí la belleza de sus espacios y edificios enmarcados en su diseño modernista. Desde ese momento fue como una epifanía, porque la UCV estaba relacionada para mí con dos sueños: los libros y la revolución. La primera vez que vi el pasillo de Ingeniería con sus puestos atestados de libros me sentí plenamente feliz. Allí estaban los títulos que no conseguía en otras partes, y sus libreros prometían buscarme los textos que yo les pedía ¡y lo conseguían! Tenía la suerte de que mi abuela vivía a pocas cuadras y cómo la visitaba con frecuencia, pasaba siempre antes o después por la UCV a buscar y ver libros. Pero también en la universidad había foros, conferencias y seminarios de los temas que me interesaban. Conciertos, teatro y todo ello rodeado de obras de arte que eran parte del mismo diseño arquitectónico del lugar. Desde ese momento anhelé ser estudiante de una de sus carreras, lo cual logré casi inmediatamente después de graduarme de bachiller.

Y con la «revolución» me refiero a que en sus pasillos se hablaba de política abiertamente, lo cual no podía hacer en mi colegio. No lo podía hacer porque a la inmensa mayoría de mis compañeros de clase no le interesaba o no sabían nada de ella, y porque los profesores temían hacerlo o eran extremadamente «prudentes» al respecto. En los pasillos de la universidad había todo tipo de afiches y se daban reuniones y marchas, también estaban los encapuchados, las protestas y la utopía. Era una vitalidad que no encontraba en ninguna otra parte y que estaba alejada de los partidos tradicionales de la democracia, partidos con los cuales no estaba identificado. Me atraían los sueños de la izquierda, su anhelo de justicia social en medio de un país en el cual comenzaba a crecer la pobreza debido a la crisis del rentismo petrolero. Me quería incorporar a ese mundo de debates y lucha por lo que consideraba un país mejor, y lo hice de manera rebelde. Devoraba una gran variedad de textos y los discutía en lugares como la Plaza cubierta del Rectorado, cafetines, los jardines de «tierra de nadie» y tantos otros. Pero también entrando a las bibliotecas, en especial la Central desde donde podía admirar unas de las vistas más hermosas del Ávila y la ciudad.

Pero en mi adolescencia estos momentos eran escasos en realidad, porque mis rutinas estaban en el colegio. Al entrar en la UCV definitivamente como estudiante de pregrado me integré en realidad y pude conocerla plenamente. Estar en sus aulas todos los días no es lo mismo que ir a una conferencia o una charla de vez en cuando. Esa vivencia diaria para mí fue perfecta. Todo comenzó cuando en el periódico salió mi nombre en la lista de admitidos, me inscribí y asistí a las aulas de manera formal. Más tarde aprendería que en la universidad podía conseguir profesores muy mediocres y otros magistrales, estos últimos cambiaron mi vida y los otros me enseñaron lo que no debía ser nunca. En la educación básica es raro toparse con alguien que tenga tus mismos intereses académicos, aunque tuve dos amigos brillantes y muy cultos en bachillerato, en cambio en la universidad hay muchísimos y los buenos profesores te enseñan lo que siempre quisiste aprender e incluso todo un mundo que no te deja de deslumbrar. Salir de clases corriendo a la biblioteca a buscar ese libro del cual te hablaron con tanto detalle, y después pasar todo una tarde leyéndolo; son tiempos que recuerdo con gran felicidad. Y todo eso lo hacía en un lugar que no dejaba de admirar.

A pesar de mi fascinación por la montaña de Caracas: el Ávila, siempre he creído esa tesis que dice que toda ciudad debe tener en una creación humana como su principal ícono y no un elemento de la naturaleza. Digamos que lo ideal sería que esa construcción esté en armonía con su geografía, pero tiene que ser algo que hicimos con nuestro esfuerzo. En mi caso creo que la ciudad universitaria es el gran símbolo de nuestra ciudad capital, no en vano es Patrimonio de la Humanidad. Y como todavía hay cosas por contar, en la segunda parte me dedicaré a la experiencia del final del pregrado y la perspectiva que adquirí al ser profesor de mi querida Alma Mater.