Mi obsesión con La abadía de Northanger poco tiene que ver con su calidad literaria; simple y llanamente, es una de las novelas que más me ha entretenido y que puedo leer y releer una y otra vez sin hartarme. Escribir artículos analizándola es solo una excusa para poder volver a sacar el libro de la estantería. Con cada relectura descubro una nueva faceta de la novela que, en un primer momento, me había pasado desapercibida. Supongo que esa es la marca de un buen clásico: nunca acaba de decir lo que tiene que decir. Por eso volvemos a ellos una y otra vez, para descubrir, en sus recovecos, nuevas ideas, nuevas propuestas, nuevos mundos.

Me pregunto qué opinaría Jane Austen sobre mi costumbre. ¿Me consideraría una buena lectora? ¿Me aconsejaría que leyera con más atención la historia de Catherine Morland y reflexionara acerca de sus moralejas? A fin de cuentas, La abadía de Northanger es, en cierta medida, una novela sobre el arte de la ficción y qué significa ser un buen lector.

A lo largo de su carrera literaria, Austen siempre contribuyó, de una forma u otra, al debate sobre la educación de la mujer. Lo vemos en Orgullo y Prejuicio, cuando Darcy y Elizabeth, acompañados del señor Bingley y su familia, discuten acerca de lo que es una mujer culta, y lo volvemos a ver en Emma, en la yuxtaposición entre los personajes de Emma Woodhouse y Jane Fairfax. Para Austen, una mujer culta es, en esencia, una lectora. Pero no una lectora cualquiera, sino una lectora capaz de discernir lo que le es útil de cada lectura; una mujer con criterio, en términos llanos. Parece simple, pero en un momento de la historia en el que se esperaba que la mujer no tuviera muchas ideas propias, sino que absorbiera y regurgitara los pensamientos ajenos, los que eran aceptados, los que estaban de moda, los que había escuchado en misa un domingo, la propuesta de Austen nos resulta más revolucionara siquiera de lo que ella podría haber pretendido.

No voy a tachar a Austen de feminista. No es propio ni acertado leer sus textos con este sesgo anacrónico, pero su obra sí puede ser leída desde la crítica feminista. No entraré en el debate (hoy no, al menos) sobre si Austen es injusta con sus personajes femeninos (Isabella Thorpe y la señora Allen en concreto). Tampoco opinaré sobre si sus «comedias románticas» están sobrevaloradas (no lo están) o si son un producto para consumición y disfrute de una clase media con aspiraciones de movilidad social y nostalgia por un pasado idealizado (dejaré este análisis para otro día). No, lo que quiero hacer hoy es poner en fila a las cuatro mujeres que integran el elenco de La abadía de Northanger y descubrir, a partir de sus costumbres lectoras, cuál es la propuesta de Austen acerca de cómo se supone que debe ser una mujer educada, culta y de valor.

Con sus cuatro personajes femeninos principales —Catherine Morland, Isabella Thorpe, Eleanor Tilney y la señora Allen—, Austen dibuja una jerarquía. Cada una representa un nivel de lectura y, por lo tanto, cada una representa un prototipo o una antítesis de la lectora ideal (aunque no de la mujer ideal).

Está claro que la señora Allen se encuentra en la base de la pirámide; no porque sea esencial, sino porque sus costumbres lectoras son inexistentes. La señora Allen no lee y es, por lo tanto, ignorante en todos los aspectos excepto en sus conocimientos sobre muselinas. No piensa por sí misma, ni es capaz de proteger a Catherine de las malas intenciones de los demás. Vacía de cascos, aunque no cruel por naturaleza, acepta todos los discursos dominantes sin cuestionarlos. Se trata de un jarrón vacío, un maniquí en el que exponer las últimas modas, pero no mucho más. Rompiendo una lanza a favor de la señora Allen, sin embargo, y de Austen, diré que es precisamente la bondad y la generosidad de la señora Allen, así como su sincero afecto por nuestra protagonista, Catherine, las que nos indican que, aunque Austen daba gran importancia al buen hábito de la lectura, no lo consideraba imprescindible para el desarrollo de buenas cualidades. El carácter de una persona puede ser mejorado con la lectura, pero siempre y cuando haya potencial en esta de buenas a primeras. Recuperaré esta idea un poco más adelante.

Por encima de la señora Allen, aunque no muy por encima, encontramos a Isabella Thorpe. Isabella solo no se encuentra en la base de la pirámide porque, a diferencia de la señora Allen, sí lee y disfruta leyendo, aunque se encuentra limitada en sus gustos. Isabella es el ejemplo de que no toda lectura es beneficiosa para el individuo. Austen no condena el leer por placer; a fin de cuentas, Henry Tilney, el compás moral de la historia, se declara fan acérrimo de las novelas góticas, el género predilecto de Isabella (y el único género, de hecho, que lee); pero sí condena el leer sin criterio. Isabella lee porque está de moda y porque las novelas le sirven de inspiración para crear su personaje. Según Benedict (1999), la lectura debía servirle a la mujer para recrear los logros y habilidades femeninos, pero sin que esta le trastocara las ideas; Isabella es la personificación de esta visión masculina de lo que es la mujer: sentimental y sinsentido.

Austen, sin embargo, no se queda con esta versión simple del personaje, sino que crea una coqueta artificiosa y manipuladora que encuentra, en la literatura, un arma y un manual. Isabella consigue crearse a imagen y semejanza de la heroína de la novela sentimental, una figura para el placer y el consumo ajeno. Isabella es un constructo para la consumición masculina; a lo largo de la novela vemos cómo se adapta e interpreta el papel que mejor le conviene para atraer las miradas de los hombres: amiga fiel, mentora de Catherine, prometida cariñosa… La realidad, sin embargo, siempre acaba imponiéndose a la ficción, y las artimañas de Isabella pronto salen a la luz por lo que realmente son.

Por encima de Isabella, aunque no en la cima de la pirámide, se encuentra Eleanor Tilney. Algunos podrían creer que Eleanor es mejor lectora que Catherine por el simple hecho de que la educación que ha recibido es más completa, pero lo cierto es que Eleanor se encuentra paralizada por sus conocimientos. Eleanor representa a la mujer ideal: hermosa, culta y dócil, señora de la casa en nombre, pero desposeída de cualquier forma de poder o independencia. Disfruta leyendo novela, pero su materia predilecta es la historia, un género en el que la mujer, como bien señala Catherine, a duras penas ocupa un espacio o tiene voz. En sus gustos, Eleanor se encuentra tan alienada como en la vida real: incapaz de ocupar un espacio y hacerse oír, dominada completamente por su padre. La lectura no le sirve para liberarse de las ataduras, sino que la hacen aún más consciente de sus limitaciones.

Finalmente, en la cima encontramos a Catherine Morland que, aunque atolondrada y bastante ingenua, es la lectora ideal. Catherine no es perfecta, ni su lectura es siempre acertada, pero demuestra gran capacidad para adaptarse y aprender tanto de sus lecturas como del mundo que la rodea. A fin de cuentas, cualquier educación que se precie incorpora teoría y práctica. Catherine se rodea de lectoras y lectores que le enseñan cómo leer correctamente, ya sean buenos o malos ejemplos. Catherine, como un camaleón, prueba todos los modos de lectura, desde la absorción y regurgitación de moralejas, como hace su madre, hasta la reescritura de la realidad para encajar elementos góticos, como hacen tanto Henry Tilney como Isabella Thorpe.

Catherine, al igual que la señora Allen, posee buenas cualidades; es, en general, una buena chica que aún tiene mucho que aprender. En todo caso, el potencial se encuentra ahí y, a diferencia de la señora Allen, Catherine es capaz de encontrar ese potencial dentro de sí y explotarlo. Primero con la lectura y, segundo, con la experiencia que le da el haber salido de su pequeño pueblo y haber visto mundo.

La educación de Catherine, sin embargo, no se puede completar sin la presencia de Henry Tilney. Ni la señora Allen, ni Isabella, ni Eleanor pueden educar totalmente a Catherine, porque ellas tampoco han recibido una educación completa. Solo Henry, el único hombre realmente culto de la novela, puede ofrecerle a Catherine una educación global, porque como hombre, tiene acceso a unos conocimientos y a unas experiencias que el resto de los personajes femeninos no sueñan ni con experimentar. Catherine, con ayuda y obstáculos de Henry (como he comentado en un artículo anterior), aprende a leer e interpretar. Lejos de dejar que la literatura le corrompa la mente, como temían los contemporáneos de Austen, Catherine, con su predisposición a la bondad, llega a realizarse como persona y personaje. William Dean Howell describe a Catherine como «una oca, pero una cautivadora, y una oca a la que hay que respetar por su sinceridad, sus altos principios, su generosa confianza en los demás, y su paciencia bajo dificultades que les vendrían grandes a cabezas mucho más fuertes». Y no se equivoca: los demás personajes fracasan ahí donde Catherine triunfa.