La respuesta a este pregunta no es unívoca. En Alemania, Japón y Corea del Sur, sí ocurrió y son países que gozan de legitimidad democrática. No ha pasado lo mismo en Irak, Libia, Siria, Yemen o Afganistán. En el primero se inició una guerra en 2003 dirigida por Estados Unidos, junto a una inusual coalición formada por Inglaterra, Australia y Polonia bajo argumentos falsos: la existencia de armas de destrucción masiva que nunca fueron encontradas. Se invadió el país, se derribó y ejecutó al dictador Sadam Husein, pero ni la democracia ni el desarrollo económico han llegado en un contexto con fracturas religiosas y culturales entre chiitas, sunitas y kurdos. La llamada «primavera árabe», iniciada en Túnez en 2011, tuvo un «efecto mariposa social», derribando gobiernos, amenazando autocracias y golpeando a regímenes autoritarios de la región.

En Libia, la poderosa OTAN con Francia a la cabeza, dirigió los ataques y bombardeos en 2011 contra el régimen de Muamar Gadafi, quien fue asesinado, desatando una guerra civil e inestabilidad que dura hasta hoy. En el caso sirio, la guerra civil iniciada ese mismo año respondió a idéntico patrón impulsado por Washington en su visión geopolítica de defender sus intereses, derrocar dictadores que no les son favorables, imponer la democracia, pero sin tocar gobiernos semifeudales como el de Arabia Saudita. La diferencia en el caso sirio, es que el régimen de Bashar al Asad ha permanecido incólume gracias al apoyo irrestricto de Rusia, China, e Irán. La participación de las potencias grandes y medianas regionales, junto a la precaria estabilidad de la zona, han prolongado la guerra y destrucción con más de cien mil víctimas, ciudades arrasadas y cientos de miles de refugiados. Yemen, de mayoría chiita, uno de los países más pobres y que había logrado su unificación en 1990, entró en guerra civil en 2014. Arabia Saudita y otros países árabes, apoyados por Estados Unidos, Inglaterra y Francia, comenzaron a bombardear la capital controlada por los hutíes chiitas, provocando una de las peores tragedias y violaciones a la ley humanitaria internacional, según Naciones Unidas. En estos años, grupos islamistas han ganado posiciones profundizando el conflicto, acentuando la tragedia y aumentando la intervención de dos de las potencias regionales antagónicas: Irán y Arabia Saudita.

Afganistán, con casi 40 millones de habitantes y una superficie similar a Francia, está compuesto por diferentes etnias: pastunes, tayicos, uzbecos, turcomanos, baluchis, baouis, nuristanis, hazaras y otras menores. Si bien a todas ellas las une la fe musulmana en sus diferentes variantes, la mayoritaria es la de los pastunes (sunitas), que conforman los talibanes, mientras que sus enemigos son los hazaras (chiitas). En 1973 se proclamó la república, y cinco años después el gobierno fue derrocado por uno cercano a Moscú, por lo que la entonces poderosa Unión Soviética se sintió llamada a protegerlo. Fue el inicio de la intervención y ocupación militar, en 1979, donde terminó humillada y derrotada. Se retiró del suelo afgano en 1988 con un saldo de alrededor de 25 mil soldados muertos, junto a miles de heridos y mutilados. En el siglo XIX, los colonialistas británicos invadieron en dos oportunidades el país, siendo vencidos en la primera y triunfadores en la segunda, pero en ambas ocasiones debieron abandonar el territorio afgano. En el marco de la guerra fría, en el siglo pasado, y ante el temor de Estados Unidos de la siempre buscada «expansión soviética en el Asia central» -como decía Henry Kissinger-, Washington fomentó y apoyó materialmente desde el inicio a la resistencia y por tanto a quienes serían después sus enemigos: las guerrillas islamistas en sus diferentes fracciones que fueron en buena parte adiestradas y armadas por la CIA, incluyendo Al Qaeda.

Este año se produjo el retiro desde Afganistán de las fuerzas de ocupación estadounidenses y de la OTAN que los acompañaron luego de 20 años que le costaron alrededor de 2.500 muertos a los primeros y más de 1.000 a los segundos. El mundo fue testigo de las dramáticas y trágicas imágenes que hemos visto en la televisión desde el aeropuerto de Kabul y el desamparo de millones de personas, sobre todo de mujeres, que por dos décadas gozaron de un espacio de mayor libertad personal. El fracaso militar va acompañado de la derrota política de Washington ante sus aliados y de los países que confían en la seguridad que puede otorgar. Para los libertadores o portadores de la democracia cada situación es obviamente distinta y también lo son las respuestas, dependiendo del continente, del país y de la diversidad cultural. El siglo XX y el actual nos muestra realidades antagónicas. En un marco histórico podemos partir por sus contrarios, es decir, las llamadas «democracias populares» que florecieron luego de la revolución rusa y su expansión posterior a la Segunda Guerra Mundial (SGM) en 1945, cuando fueron impuestas en la mayoría de los países del este europeo por el avance arrollador del ejército rojo soviético en su camino para liberar Berlín y liquidar el régimen nazi de Hitler y sus aliados. La excepción fue la ex Yugoslavia que logró prácticamente por si sola expulsar a los alemanes, italianos y fuerzas fascistas internas e imponer su propia concepción de la democracia y del socialismo. Nada de ello queda hoy, luego de la desintegración de la Unión Soviética y del régimen de Tito.

En 1990 se produjo la unificación alemana, seguida de la democratización de los países que conformaron el Pacto de Varsovia, la guerra y desintegración de Yugoslavia en seis países independientes. Diferente ha sido lo ocurrido al término de la guerra civil china y el triunfo de Mao Zedong, en 1949, o al finalizar la guerra de Corea, la victoria de Kim il Sung, en 1953 y división del país en dos. En Beijín y Pyongyang se consolidaron dictaduras encabezadas por el partido comunista con una particular visión del concepto de democracia, mientras que en Seúl, luego de feroces gobiernos militares y de una larga presencia de tropas estadounidenses que perdura, evolucionó a un sistema político democrático.

En lo que un día fueron Alemania occidental, el imperio japonés o la actual Corea del Sur, la democracia fue impuesta también por las armas y la ocupación del territorio por las fuerzas vencedoras en la SGM, consolidándose como forma de vida, pese a las grandes diferencias culturales y, en el caso de los dos últimos países, nunca haber conocido un sistema político de esa naturaleza. Alemania pasó de ser un imperio victorioso luego de la unificación, en 1871, a convertirse en una monarquía expansionista y militarista hasta su derrota en la Primera Guerra Mundial, en 1918, que dio paso a la República de Weimar. Allí se desarrolló una asamblea constituyente mientras en Berlín se desataba una verdadera guerra civil entre la izquierda dura y la extrema derecha. En Weimar nació una constitución revolucionaria para la época, sin precedentes, donde se contempló el sufragio universal, el voto para las mujeres, la libertad religiosa y de prensa, entre muchas otras. Ello duró solo 14 años, hasta 1933, cuando la democracia colapsó y Hitler impuso la dictadura nazista, hasta la liberación, en 1945, la ocupación y división de Alemania en dos países con sistemas políticos opuestos donde la democracia occidental se impuso con la caída del muro y posterior unificación. En Japón, con una cultura milenaria, se desarrolló también un imperio a partir de la segunda mitad del siglo XIX, conocido como período Meiji, basado en la adoración del emperador y la religión sintoísta, así como la pérdida del poder feudal de los samuráis como única fuerza militar. El rápido desarrollo de la industria bélica y de su economía requería de materias primas por lo que el expansionismo imperial los llevó a ocupar la península de Corea, las provincias chinas de Taiwán, Manchuria y otros territorios, hasta su colapso y rendición con las dos bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos que se tradujo en la ocupación del país durante siete años, la pérdida de sus colonias y una nueva constitución -redactada por los norteamericanos- que impuso un sistema político democrático que, pese a que nunca lo habían conocido, se consolidó hasta convertirse en una potencia económica mundial. Parte del éxito estuvo en la decisión política de no juzgar al emperador y a los principales responsables de la guerra, por la adoración que sentían por él los japoneses.

En el caso de Corea, con una cultura confucionista milenaria, con matices históricos obviamente, siguió el camino de buscar la occidentalización a fines del siglo XIX y estableció un imperio que duraría menos de un decenio. Terminó en 1905 con la firma del tratado de Portsmouth que selló la paz luego de la guerra ruso-japonesa y entregó Corea a estos últimos que terminaron ocupándola en 1910. La presencia de Japón acabó con su rendición en 1945. Posteriormente se iniciaría la guerra de Corea (1950-1953) que partiría la península en el paralelo 38 en dos países y que se extiende hasta hoy. Mientras que el norte es apoyado por China, mantiene un sistema de partido único, con la primera dinastía hereditaria comunista y la llamada «democracia popular» que restringe todas las libertades individuales. El sur es hoy, bajo el paraguas estadounidense y luego de sucesivas dictaduras, una democracia y potencia económica.

La exsecretaria de Estado de los Estados Unidos, Condoleeza Rice, señalaba que en países como Alemania, Japón y Corea del Sur, que fueron gobernados por tiranías y luego liberados por las tropas aliadas, se establecieron regímenes basados en la democracia representativa y la libertad. Agregaba que ello ocurrió pese a que los dos últimos nunca conocieron la democracia pero hoy, luego de un largo camino, consolidaron un sistema democrático exitoso. Esa fue la concepción que primó bajo la presidencia de George Bush Jr. -luego del 11 de septiembre- para lanzar la guerra de castigo en Irak e incendiar posteriormente gran parte de la región: el convencimiento que el derrocamiento de las dictaduras y la presencia militar estadounidense traerían la consolidación del sistema democrático y el desarrollo económico. Ello no ha ocurrido y Afganistán, luego de 20 años de ocupación, es una prueba respecto de que no basta el uso del llamado poder duro en sociedades culturalmente tan diversas como las musulmanas. El haber obviado las raíces históricas, étnicas, religiosas y culturales, o las propias complejidades del Islam y sus variantes, anteponiendo intereses políticos inmediatos, ha sido el error de los Estados Unidos y las potencias occidentales, desde Irak hasta Afganistán, tal como se equivocaron los soviéticos en el pasado.

La transformación de Estados Unidos en la primera potencia planetaria luego de la SGM, no fue acompañada en las décadas posteriores de la sabiduría y prudencia de sus políticos, quienes abusaron del poder duro sufriendo grandes derrotas militares, como lo fue en el sudeste asiático. Los derrocamientos de gobiernos democráticos por la CIA en Irán, Chile y otros países, generaron dictaduras que solo han dañado la imagen estadounidense en el mundo. Lo mismo ocurrió con las fallas de inteligencia y vulneración de su seguridad nacional con los ataques terroristas de Al Qaeda a los símbolos del poder económico, militar y político en Nueva York y Washington, que exigieron una larga planificación. La respuesta fue otra vez el uso de la fuerza sin saber bien a quién atacar, para terminar iniciando una guerra y ocupando Irak y Afganistán, convencidos de que con ello vendría la paz y estabilidad. Tal como ocurrió en Vietnam, Laos y Camboya, se han gastado billones de dólares para dejar toneladas de armas abandonadas y cientos de miles de víctimas que han demostrando lo equivocado de la hipótesis que la ocupación militar traería la democracia como había ocurrido en otros lugares. Las complejidades culturales han sido la gran barrera que ha impedido la derrota de las fuerzas islamistas. Guerrilleros pobremente equipados -en comparación con los soldados estadounidenses y los de la OTAN- han sido imposibles de vencer, tal como ocurrió con los franceses y estadounidenses en Vietnam.