Recientemente estuvimos en cuarentena a raíz del contagio de una de mis hijas. Fueron para ella diez días de aislamiento en su cuarto ante la pesadumbre de mi nieto de cinco años por no poder tener contacto físico con su madre. El último día me preparé para filmar con mi móvil el postergado abrazo. Finalmente llegó la esperada llamada con la noticia de los últimos resultados y la autorización para volver a la normalidad. Ella corrió hacia su hijo y ambos se enlazaron en un abrazo que fue capaz de condensar diez días en unos cuantos segundos que se hicieron eternos. Yo me quedé paralizado y no pude filmar la escena en el móvil. Preferí registrarla en un rincón especial de mis recuerdos. ¡Cuánto amor, cuánta espera, cuánta angustia, cuánta felicidad en un abrazo postergado!

Llama la atención que lo primero que hizo mi hija fue correr a abrazar a su hijo, buscar el contacto físico y allí no hubo palabras porque el lenguaje era otro, distinto, más directo. No existen palabras que puedan sustituir ese momento.

Esos pocos, pero intensos segundos, representaron para mí un punto de inflexión después de estos largos meses que nos han cambiado la vida. Me di cuenta de que la situación no es novedosa, que hay muchos motivos que nos llevan a postergar los abrazos y que, en algunos casos, la postergación es definitiva, sin esperanzas.

Los seres humanos necesitamos el contacto físico. Es impresionante el impacto que produce en nuestro organismo un abrazo, un apretón de manos, una palmada en el hombro, un beso, un ligero toque casual o premeditado, un golpe cariñoso. Nuestro cerebro se activa y produce de inmediato sustancias químicas que están relacionadas con estados anímicos positivos, reducen la ansiedad y el estrés y mejoran nuestra autoestima, entre muchos otros efectos que han sido documentados por la ciencia.

Hace bastante tiempo vi un programa de televisión en el cual hicieron un «experimento social» que me pareció muy interesante. El actor salía de una cabina telefónica, ubicada en una transitada calle, después de dejar una cantidad de dinero a la vista y se retiraba. Como es de esperarse, el próximo usuario tomaba el dinero y al salir era abordado por el actor quien le preguntaba si había encontrado un dinero en la cabina. Un porcentaje aproximado del 50% de las personas devolvía el dinero y el resto no lo hacía. El experimento se repitió en las mismas circunstancias, con las mismas palabras y el mismo actor con el único añadido de que este, al abordar a la persona que salía de la cabina, lo tocaba ligeramente en el hombro al interrogarlo. El resultado fue que casi la totalidad de las personas devolvía el dinero. Un ligero contacto corporal hacía la diferencia.

Después de ver ese programa, decidí, entre otras cosas, hacer énfasis en la bienvenida que daba a los participantes en mis cursos presenciales. Como era usual, cuando ellos comienzan a llegar yo estaba listo para recibirlos, preguntarles su nombre y darles la bienvenida, y desde entonces agregué a mi rutina un leve contacto físico, un apretón de manos, una palmadita. El efecto es notable. Se crea un puente de simpatía que ayuda a generar la confianza que es tan necesaria en una actividad de formación.

Diversas circunstancias alejan a las personas de sus seres queridos. Algunas de ellas son programadas y limitadas en el tiempo, como, por ejemplo, alejarse de la familia para un viaje de negocios o mudarse a otra ciudad para estudiar. En estos casos, los efectos no son tan traumáticos porque todos saben que es algo temporal y premeditado. Los abrazos volverán.

En otras circunstancias las separaciones son bruscas, inesperadas, obligadas por las circunstancias y matizadas por la incertidumbre.

¿Cuántas personas se lamentan por no haberle dado un último abrazo a un ser querido que se marchó de forma inesperada? Solo quienes han pasado por una situación similar saben por experiencia la importancia del contacto físico sin razones aparentes. Hay incluso muchos testimonios de personas que postergan su partida del mundo material hasta despedirse en persona de un ser muy querido. Esto no lo sustituye una llamada o videollamada. Falta algo.

La pandemia que aún nos afecta ha traído innumerables casos en los cuales no ha sido posible ese último abrazo. El luto es más llevadero, si cabe decirlo, cuando hubo la oportunidad de despedirse, de darse ese último abrazo. Cuando las partidas son abruptas, como es el caso de un accidente, siempre queda ese amargo sabor de no haberse despedido. En el caso de la pandemia, gran cantidad de familias se han visto imposibilitadas de estar con sus seres queridos en sus últimos momentos y esto deja huellas que pueden traer consecuencias psicológicas a largo plazo. Es loable la labor de tantas personas, profesionales de la psicología en su mayoría, que se han dedicado a dar soporte, muchas de ellas de forma voluntaria, a personas que se han visto en esta situación.

Otro grupo, en el cual me incluyo, es el de aquellas personas que nos hemos visto obligadas a dejar nuestro país de origen, nuestras familias, propiedades, querencias, a causa de regímenes dictatoriales que se dan la gran vida a costa del sufrimiento de su pueblo y ante la mirada complaciente de la «comunidad internacional». Yo he tenido la fortuna de coincidir en la misma ciudad con mis hijas y nietos, contrario a aquellos que están lejos de sus familias con pocas o ninguna esperanza de volverlos a ver, de volverlos a abrazar. Para la mayoría de migrantes, lejos quedaron los seres más queridos. Lejos en la distancia y lejos en ese contacto de pieles tan necesario.

No importa cuál sea la causa de la separación, la tecnología nos ha tendido una mano. Hoy los mensajes digitales y las videoconferencias han sustituido a los abrazos, al contacto físico. Las reuniones familiares o de amigos se han tornado en grupos donde abundan los emojis, los gifs, los memes y cualquier recurso audiovisual que emule a un abrazo, un beso, un «te quiero», un «te extraño».

No sé si la comunicación por medios electrónicos produce en nuestro cuerpo efectos similares al del contacto físico, pero tengo la certeza de que, a falta de abrazos, una conversación de verdad, un intercambio de voces a distancia, tiene que ser más saludable que un chat, por más imágenes que incluyamos. También estoy seguro que una videoconferencia, un intercambio de palabras y emociones expresadas en gestos supera a las anteriores.

Mientras tanto, aprovechemos la cercanía y no acumulemos abrazos postergados que después pueden hacernos falta.