Desde mi punto de vista, una buena película sobre monstruos no es aquella en la que se exhibe completamente la fealdad de estos seres ante los ojos del espectador, sino una en la que estas creaturas apenas son entrevistas. Pienso que, cuando los directores de cine muestran a estos seres, siempre corren el riesgo de que las características físicas que les han asignado no coincidan con aquello que de verdad aterra a los espectadores. Tanto así, que incluso podrían producirse efectos cómicos inesperados. En cambio, si los monstruos son entrevistos, por una característica innata de la mente humana, cada observador completará la imagen echando mano de lo que, para él o ella, constituya lo monstruoso. Y eso sí que da miedo. Para ilustrar mejor estas ideas recurriré a un ejemplo que proviene no del cine, sino de la literatura.

En 1975, el escritor argentino Jorge Luis Borges publicó un conjunto de relatos titulado El libro de arena. En él, figuraba el cuento There are More Things, dedicado, nada más y nada menos, que a Howard P. Lovecraft, maestro estadounidense que combinó con éxito el relato de terror y la ciencia ficción. El título proviene de una escena de Hamlet en la que este dice a su amigo Horacio: «There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy» («Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía»). Partiendo de esta referencia intertextual, Borges va preparando la atmósfera de misterio y horror que envuelve a su relato.

La historia es narrada en primera persona por un joven argentino que retorna a su país luego de haber culminado sus estudios de filosofía en los Estados Unidos. Ha vuelto poco después de que un tío suyo muy querido muriera de un aneurisma en una localidad agreste cercana a la capital. Estando allí se entera de que la casa en la que viviera su tío, la Casa Colorada, ha sido vendida a un extranjero de nombre Max Preetorius. Y que se han producido dos eventos extraños desde que este tomara posesión de ella: el arquitecto que la diseñó se ha rehusado a realizar unas modificaciones solicitadas por el nuevo dueño y los carpinteros de la localidad tampoco han querido amueblarla. Sin embargo, Preetorius consigue que una empresa de la capital haga las refacciones y que un carpintero llamado Mariani se encargue del amoblamiento. Cumplidos estos trabajos, el dueño cierra todas las ventanas. Hasta que un día, para asombro de todos, el perro ovejero que había pertenecido al tío del narrador, aparece muerto en la entrada de la casa, «decapitado y mutilado». ¿Quién pudo haber cometido semejante atrocidad? Después de esto, Preetorius no solo abandona la casa, sino el país.

Los misteriosos acontecimientos intrigan tanto al narrador que este decide hablar con el arquitecto que rechazó realizar las remodelaciones. El señor Muir es contundente: «Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas». El suspenso se va acrecentando cuando un conocido del pueblo (un «malevo») le refiere al narrador que una noche, cerca de la Casa Colorada, vio algo que lo hizo huir presuroso en su caballo («Lo que vi no era para menos»). Y cuando, posteriormente, el carpintero que fabricó los nuevos muebles le confiesa que «en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco». El siguiente paso resulta inevitable.

El narrador ingresa a la Casa Colorada durante una noche de tormenta y es entonces que empieza a presentir al monstruo. Una sensación siniestra va intensificándose en él ante su incapacidad para ver lo que tiene frente a sí. Hay objetos en cada pieza de la casa, sí, pero son objetos absurdos. Pueden verse con los ojos, pero no con la razón. Sabe el narrador que «Para ver una cosa hay que comprenderla» y que «Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos». Lo aterrador de la Casa Colorada, entonces, es que es incomprensible porque nada de lo que hay en ella corresponde «a la figura humana o a un uso concebible».

Por ejemplo, en el segundo piso, el narrador encuentra algo parecido a una larga y alta mesa de operaciones, en forma de U, con huecos en los extremos. ¿El lecho del monstruo que habita la casa? Esto lo lleva a preguntarse cómo sería entonces su apariencia. La mente del narrador se exaspera buscando una forma reconocible para, de alguna manera, pisar el terreno firme de las clasificaciones. Pero ya se sabe que lo realmente monstruoso es lo que se escurre de cualquier taxonomía. Por ello, el narrador se aferra a una clasificación aproximada como a una tabla de salvación: esa absurda mesa debe ser el lugar de reposo de una criatura de pesadilla parecida a una anfisbena, serpiente mitológica con una cabeza en cada extremo de su cuerpo. Es allí que el homenaje a Lovecraft, el creador de monstruos intemporales, se hace más evidente cuando el narrador se pregunta sobre esta creatura: «¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o el tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?». Y no hay tiempo para más porque, cuando ya está bajando al primer piso, siente «algo» ascender por la rampa de la casa, algo «opresivo y lento y plural». Siente el impulso de huir. Sin embargo, su curiosidad puede más que el miedo y se queda. Mira. Y, con esos ojos aterrados que no se cierran, concluye el cuento.

¿Qué es lo que vio este personaje? ¿Lo vio solo con los ojos o pudo realmente comprender lo que tenía ante sí? ¿Era en verdad como una anfisbena? ¿Era un monstruo inofensivo? Nunca se sabrá. Son preguntas que únicamente pueden ser respondidas por la imaginación de cada lector. Y en ello consiste la maestría con que Borges compuso este relato, manteniéndolo a toda costa en el terreno de la ambigüedad para de esa manera garantizar que sean los lectores quienes proyecten sus propios temores, su propia idea de monstruosidad, en ese ser que avanza opresivo y lento y plural.

En una época en la que el espectáculo es el amo y señor, es decir, en tiempos en que se reclama desgarrar todos los velos —por ejemplo, los de la vida privada de famosos y no tan famosos (basta pensar en las redes sociales)—, en un mundo así, digo, todos quieren asustarse viendo a los monstruos cara a cara y, bajo esa óptica, un cuento como el de Borges luce incompleto, insuficiente, frustrante. Pero nada es homogéneo en el mundo y quizás sea mi desconocimiento lo que me apresure a esta generalización. Ojalá que me esté equivocando y que, en este preciso momento, en diversas partes del planeta, muchos devotos del terror estén estremecidos, perturbados y expectantes frente a una pantalla donde se adivina a una horrorosa creatura fabricada con los potentes ojos de su propia imaginación.