Fue a partir de los setenta, sin tener en cuenta la energía propia (la mía y que conozco de tanto usarla), cuando empecé a entender que el ritmo y la atmósfera están definidas por los jóvenes en el lugar que compartimos.

A pesar de que las pantallas entraron a mi vida desde hace más de veinte años, no tengo aforismos que me relacionen a ellas. La música que resuena en mis oídos es distinta. La cadencia de un tango, vals o milonga me traslada de un problema a otro, y a sus posibles soluciones. Debo aceptarlo, me muevo en otro compás (2x4), no más rápido, para nada cansino, solamente distinto. Conozco la ruta y no la abandono fácilmente.

Los colegas, 40 años menores, no saben aún que caminan hacia mí con la prisa que da el número uno seguido de cien ceros. Ya no se ilustran con enciclopedias, el conocimiento lo llevan en la mano, con suerte en el bolsillo o cerca del vaso en la mesa de las comidas. No se trata de no hacerlo, lo hago bastante, pero añoro mis libros y mis idiomas cada día más.

Las palabras ya no se articulan de la misma forma, están mucho más influenciadas por la voz del podcast adoptado e imprescindible, que no traspasa edades, que por el acento materno o la artista que doblaba las películas de mi juventud, y que yo si reconocía.

Sigo profundamente enamorada de la vida que me tocó vivir. No quisiera volver a ella, el recuerdo de mis calles está demasiado vivo como para matarlo reviviéndolo. Hoy puedo transitar por esas calles sin asociaciones, pues han cambiado radicalmente. La casa es hoy diez veces más pequeña que ayer, el barrio más gris y los árboles menos verdes.

Me encanta trabajar con mis colegas e incluso adaptarme a compartir un local con mesas militarmente alineadas. Cada uno y su pantalla, con los oídos conectados vía bluetooth. Prefiero imaginarme y no preguntar a qué, porque es un mundo extraño y me lo imagino difícil de traducir usando mi glosario. Llego temprano, nadie . Me voy la primera pues no uso la pausa de mediodía y así le gano unas horas al día (siempre y cuando no tenga urgencias laborales).

El local está ubicado en lo que fue durante mucho tiempo el espacio donde vivían los obreros con sus familias, nacionales y extranjeros. Los negocios, aromas y estrechas calles se mantienen pero hoy son jóvenes con sus parejas, estudiantes universitarios y niños pequeños que han transformado el lugar donde el arte y la política se expresan.

Las calles no conocen la soledad y los condimentos acompañan los pasos. A los autos se les hace la vida odiosa y las bicicletas se sienten queridas moviéndose libremente junto a los cochecitos que trasladan bebés. Aquí se puede crecer y, en mi caso, envejecer. Se vive el antes y el ahora. Ni el vidrio ni el hormigón han desplazado los ladrillos que siguen adornando la mayoría de los edificios sin ascensores y de solamente cinco pisos donde las nubes indican el tiempo. Tiempo que transita por dentro, dejándose provocar por la lluvia que trae el sol.