Cuenta Miyuki que en Tokio ya se siente el sakura y pronto estará en todo su esplendor.

Nostálgico, recuerdo un tiempo sin covid, hace ya dos años, bajo los cerezos y almendros en flor, gastando la vida en momentos felices con mis amigos japoneses, compartiendo sake y amistad. Lo sencillo, lo cotidiano, lo humilde, la inocencia… Tal vez está ahí la felicidad, la belleza suprema, que no hemos sabido apreciar.

Quizás deberíamos, durante nuestra existencia, construir un puente para entender por qué estamos aquí. Cruzar el Himalaya, el Amazonas, el Pacífico o la isla de Yakushima, por ejemplo. Y, al llegar a las ciudades y abrir las puertas, comprobar que somos nosotros mismos los que estamos dentro de las casas.

Sigue habiendo demasiado silencio en la calle y apenas escucho las noticias para no saturarme de comunicados, burocracia y muertos. Pero ahí afuera debe de estar llegando una nueva primavera. Aunque, por mucho que me esfuerce, no la veo. Desde mi casa, solo observo balcones y vecinos desaliñados con caras de tristeza. Miro a las vecinas con ojos de delincuente y, avergonzado, bajo la vista. Estoy seguro de que a ellas no les gusta ser observadas así.

No obstante, si me esfuerzo, al fondo veo el mar. Una línea añil, cósmica e ideal, que me recuerda que en otras Semana Santa las playas se llenaban de risas de niños y cuerpos hambrientos de rayos gamma y Nivea Sun.

En los crepúsculos, desde donde te escribo, cada tarde veo ponerse al sol en las estribaciones del Garraf. En cada una de esas tardes espero pacientemente que llegue un pequeño milagro:

Aguardo a que el sol
desde el bulevar oeste
derrame sus amarillos,
sus naranjas,
su azul pálido
y algún púrpura raro.

El azul oscuro para el cenit
y el Cinturón de Venus, tal vez,
como obsequio de despedida.

Rebosante de amapolas pronto estará el camino de Can Aimeric, que lleva al colegio de las niñas y ya apenas recuerdo el olor de los primeros días de primavera del año pasado. Lúa y Kalita están en una dimensión distópica y su visión me llega con instantes de retraso del futuro.

Eres como los sueños,
estás, te veo,
hablo contigo.
Nunca te alcanzo.

Asimismo, pienso en mi amiga Rocío Biedma, que iba a venir desde Jaén a Barcelona por Sant Jordi el año pasado, para que le presentara su último poemario en el Aula Maria Mercè Marsal de L'Associació Col·legial d'Escriptors de Catalunya (ACEC), en el Ateneu Barcelonès. Era su libro Cerezas en invierno, de Ediciones Lastura, en la colección Alcalima, prologada por el académico José María Lopera, el cual manifiesta:

Rocío Biedma inspira las circunstancias de sus sentimientos en fases de un cerezo, un árbol precioso, femenino y fuerte, cuyas flores son efímeras como este amor sentido, pero que su periodo natural le permite rendir cuentas de sus estaciones, ciclo que también existe cuando un amor empieza, crece, madura y muere con la esperanza de que después nazca un brote con el que, a pesar de las muchas desilusiones y empeños, podrá haber también «Cerezas en invierno».

Y en el epílogo del libro, yo le dije:

Es posible que la poesía, como el amor, suceda. Es posible que venga cuando ella quiera. Y hasta es posible que la poesía habite en ese sur secreto que tenemos todos los poetas en el abismo sin fin de nuestra sensibilidad. Pero el sur, además de una ilusión, también es un lugar cierto. Donde hay personas que viven y sufren, aman y escriben para transmitirnos esa vida que no le pertenece porque se la ha prestado la poesía.

En ese sur mágico y, a la vez, real, te topas un buen día con Rocío Biedma que renace cual marzo en un Jaén que, como en los cuentos de mi niñez, solo había amaneceres y geranios arrebolados en los balcones. Rocío lejana y, sin embargo, pegada al corazón. Siempre en el vértice de un rayo de luz.

Pero también Sant Jordi, a pesar de sus influencias, está en arresto domiciliario desde hace dos años. Sin embargo, como a los arrestados se le suele dejar salir algún día, tal vez lo veremos en La Rambla dentro de unos meses; nos reencontraremos con amigos y respiraremos letras y flores. Los abrazos vendrán como un regalo añadido.

Mientras tanto leeremos los versos de Rocío y, confinados pero confiados, veremos pasar los días con las pupilas llenas de versos.

Ella nos dice:

El amor es del color de las cerezas:
carmesí por la mañana,
púrpura al mediodía,
encarnado como el lubricán
antes de caer la tarde…

En el mundo exterior, sigue habiendo una realidad casi prestada, personas queridas, plantas y animales que sobreviven. Y la primavera, que no sabe de prohibiciones, se rige por leyes cósmicas y seguirá hermoseando como si nada.

Por los ausentes, solo nos queda llorar. Y ocupar algún día las calles que habíamos compartido con ellos: María Ángeles, Isidro, Joan, Esther, África, Marta, David, Domingo… estamos con vosotros en este bucle que llamamos vida.