Arenga

Compañeros:

Sabemos que en esta misión nos va la vida. Pero no importa. Desde siempre hemos tenido claro cuál era nuestro objetivo, qué superiores intereses rigen nuestro actuar. Seguramente la gran mayoría de nosotros va a morir en el intento, pero eso no debe acobardarnos. De nuestro esfuerzo, de nuestro accionar digno, glorioso, inmortal, surgirá vida. De nuestro final como individuos el colectivo se verá beneficiado. Es por eso, compañeros, que no debemos estar tristes. Sabemos que, si morimos, estaremos dando aliento a otros intereses más nobles, más trascendentes. Pero bueno, basta de palabras. ¡A la acción concreta! ¡Salgamos, espermatozoides!

Confesión

—¿Nombre y edad?

—Matilde Ramírez, 65 años.

—¿Por qué lo hizo?

—Por amor… Lo quería muchísimo, pero me engañó. El fue el enfermero de mi esposo durante su agonía. Tenía cáncer, y estuvo los últimos meses en la casa, cuando ya no había nada que hacer. Venía todos los días a atenderlo. Jovencito como estaba —22, creo— era muy bueno en su trabajo. Y de tanto vernos finalmente terminamos enamorándonos. Cuando murió Esteban, empezamos a salir. Quería dejarle algo de mi fortuna, pero me engañó. No me había dicho que estaba casado… con un varón. Por eso, lo maté.

Cuestiones urbanísticas

El alcalde no entendía por qué tanta insistencia.

Primero lo visitó el cura párroco de la iglesia La Merced, esa que está en la acera norte de la avenida. Ahora la madre superiora, del Colegio Sagrado Corazón, que está justo enfrente, en la acera sur. Y ambos con lo mismo: que el conducto principal de drenaje que se montaba no pasara por ahí, que hiciera un rodeo a ambas edificaciones. ¡Qué raro!

Los trabajos no se interrumpieron; las máquinas continuaron abriendo la zanja. La sorpresa fue grande cuando descubrieron el motivo del pedido: ¡el túnel por debajo de la calle!

Experto

En principio dijeron que era un ardid para negociar una mejor jubilación. Luego afirmaron que se trataba de una enfermedad psiquiátrica. Viendo que las denuncias que seguía presentando se les iban de la mano, decidieron eliminarlo. Lo hicieron pasar por «suicidio». Pero su sobrino —no tenía hijos— reveló las intimidades del caso. Desde hacía 27 años trabajaba para la agencia. La noche del 10 de septiembre fue uno de los tres encargados de colocar los explosivos en las Torres. Por remordimiento, o vergüenza, o desesperación, un mes después contó los detalles. Los 3,000 muertos del día 11 le pesaban mucho.

Reencuentro

De origen hispano, llevaba por nombre artístico Tom Martínez. Era ahora uno de los más cotizados de Hollywood. Vagamente sabía lo del orfelinato, pero no le constaba lo de un hermano gemelo. Prefería no hablar de su pasado.

Para la actual película se necesitaban varios dobles; algunos, en osados trabajos con las escenas violentas. Cuando lo vieron, todos inmediatamente supieron que ese era el más indicado; no había muchos indígenas mexicanos en condiciones de suplantarlo.

Aunque Tom lo evitaba, Cipriano Xenóchitl, el doble, lo intuía. ¡Eran demasiadas coincidencias!

Fueron necesarias varias copas para que ambos lo aceptaran.

«¡Hermano!»

Sueño pasajero

De su época de pandillero arrastraba el pseudónimo: «Cloroformo» —porque durmió a uno de una patada. Ahora, borracho irrecuperable, contentábase con comer cada noche de algún basurero.

Hurgando entre los desperdicios encontró el maletín. ¡Más de 100,000 dólares! Con urgencia, fue a gastarlos. Cerró el cabaret, ordenó whisky para todos y pidió tres mujeres. Se emborrachó como nunca. Por supuesto, estuvo impotente.

Niños de la calle le robaron lo que le quedaba.

Tanta fue la vergüenza que prefirió morir por las torturas de los narcotraficantes que habían ocultado el maletín en aquel bote antes de revelar que había perdido todo.

Un aventurero desventurado

Fue el único sobreviviente de la catástrofe. El avión cayó en medio de una espesa selva tropical y, después de caminar más de dos días, se encontró con ellos. En todo momento pensó que sería fácil engañarlos. En la caída no se le había dañado el discman y, con ello, pudo lograr —creía— mantenerlos hechizados. Todos querían escuchar esa «música mágica» que hacía el forastero. Después fue el turno del despertador de su reloj pulsera. Con tanto «truco» los mantendría embelesados hasta conseguir ganarse su admiración. Después sería sencillo manejarlos. Eso creyó, hasta el día que se lo almorzaron.

Apuesta

La noche sin luna resultaba tétrica. Pero habiendo apostado, no podía dejar de cumplir. «Clavar un clavo sobre la tumba de Humberto» era el pacto. A medianoche saltó la tapia del cementerio. Envuelto en su capa buscó a tientas el sepulcro designado. Los otros miraban desde fuera.

Con pocos golpes de martillo hundió el clavo. Al comenzar a salir fue agarrado por algo que le retuvo. Murió en el acto de un paro cardíaco. «¡La mano del muerto!», exclamaron todos. Luego se supo que había clavado su propia capa y, al intentar caminar, el clavo se lo impidió.

Una vida incómoda

Las inundaciones son monstruosas. Se vienen cada tanto… Son unos torrentes de agua jabonosa, con espuma. ¡Son terribles! Ya sobreviví a varias.

Y algo también increíblemente incómodo son esas operaciones rastrillo que hacen cada tanto. Es como que te estuvieran pasando un peine que arrastra todo, y si no estás atento, te llevan…

La verdad que todo esto es una situación muy incómoda: hay que estar siempre cuidándose, alerta.

Y algo también muy molesto son esos ataques con esos dedos gigantescos que hacen cada tanto. Creo que a eso los humanos lo llaman «despiojarse».

¡Triste nuestra vida de piojos!

Viaje accidentado

«El último viaje de hoy», se dijo Ramón subiendo al pasajero. Catorce horas diarias en el taxi agobiaban; «pero, ni modo…».

Anochecía. Solo recuerda cómo fumaba esa persona: «cuatro cigarrillos, uno tras otro», declaró luego.

Lo llevó frente a la casa del combativo sindicato metalúrgico, «el que estaba en huelga». Le dijo que demoraría unos minutos en un trámite; en garantía, dejaba las cajas con zapatos. «¡Hasta me mostró un par!».

Como tardaba mucho, Ramón fue rapidito a un baño. «¡No eran zapatos, señor!».

Ramón se salvó, pero el taxi se deshizo todo en la explosión. Y el sindicato también.