Ven a verme,
un, dos, tres.
La señora de las nieves, la encontré.
Si tiras de la cuerda, volveré.
Si de mí te escondes, te comeré.

Según las autoridades, no había ninguna señora de las nieves por los alrededores. De hecho, a duras penas nevaba más de una vez al año. ¿Y todas esas niñas desaparecidas? Fugitivas; niñas un poco rebeldes que se habían escapado de casa. O quizá eran víctimas. En eso, las autoridades tenían un poco de razón; eran víctimas, al fin y al cabo. Los habitantes del pueblo sabían, con certeza absoluta, lo que la policía se negaba a creer. La leyenda decía que si cantabas la estrofa entera aparecía vestida de blanco y con los cabellos negros arrastrándose por el suelo. A veces, si estaba sola y miraba por el rabillo del ojo, podía ver sus dientes afilados, su sonrisa cruel, sus ojos hambrientos. Por eso nunca desviaba la vista, era demasiado peligroso.

Carolina dio un mordisco al regaliz y esperó a que la pareja saliera del cementerio. Los saludó con un gesto educado con la cabeza y, en cuanto hubieron dejado la puerta libre, se adentró entre las lápidas. Llevaba un ramo de margaritas que había comprado en el único supermercado del pueblo. Pureza e inocencia, creía recordar que significaban, así que las llevaba a la tumba.

11/02/1985–04/03/1995

El intervalo de ese guion eran diez años. Carolina había nacido ese mismo año, en el 95: un año de nevada, un marzo blanco, una muerte y un nacimiento o, más bien, una desaparición y un nacimiento. Nadie había encontrado el cuerpo de la primera Carolina.

Ver su nombre en la lápida ya no le producía ningún tipo de sentimiento. Era peor ver las estrellas fosforescentes que deletreaban su nombre en el techo de su cuarto. Una tía bienintencionada las había pegado ahí en 1992 y nadie había pensado en quitarlas. Tampoco hacía falta, podían aprovecharse. Reciclar estaba de moda. Dejó las flores frente a la lápida y se comió el último bocado de regaliz. Recorrió las letras con el dedo índice: Carolina Rius Sabater. El mismo que en su documento de identidad. La enfermera preguntó a sus padres si estaban seguros de que no querían cambiar los apellidos de orden, pero fue en vano. Siempre Carolina Rius Sabater, nunca Carol, ni Caro, ni Lina; nada que pudiera hacer olvidar al pueblo su tragedia.

¿Qué niño de su edad, en ese pequeño y pintoresco pueblo, podía alardear de una infancia desestructurada?

—Ven a verme, un, dos, tres —canturreó—. La señora de las nieves, la encontré.

La familia al otro lado de la lápida le lanzó una mirada furibunda. Carolina les sonrió dulcemente. ¿Estaría la otra sonriendo también, relamiéndose los labios a la espera de hincar el diente?

—Si no terminas la estrofa no pasa nada —les recordó.

¿Qué iban a decirle a ella? Era la hermana de una niña muerta, la hija de los Rius; la familia predilecta del mosén, del alcalde, de todos. Se dieron la vuelta sin rechistar. Terminó de tararear la musiquita, solo para molestarlos. Podía notar la tensión en sus hombros, el miedo recorriendo el espinazo de los dos niños que habían acompañado a sus padres a presentar sus respetos. El día de Todos los Santos. ¿Qué había más santo, más puro, que el fantasma de una inocente niña arrancada de su cama una fría madrugada de marzo?

Se sentó frente a la lápida, dejó la mochila en el suelo y sacó una bolsa de patatas. El ruido atrajo la atención nuevamente de la familia vecina, que al verla abrir la bolsa hicieron una mueca de disgusto y, tras santiguarse, se marcharon rápidamente.

—No es para tanto —les gritó—, solo estoy compartiendo unas patatas con mi hermana. Algunos muertos piden ofrendas. Toma, cielo, disfrútalas.

Dejó un puñado de patatas fritas sobre el césped y se llevó otro puñado a la boca.

—No sabes todo lo que te estás perdiendo. Los padres de Cecilia, mi vecina, aparecieron muertos hace unos meses; un accidente de gas. Papá y mamá están hablando de divorciarse, aunque mamá quiere arreglar el matrimonio comprando una nueva casa... o con un nuevo bebé. Adoptarlo, claro, porque ya no tienen edad. ¿Debería morirme? Así podrán llamarla Carolina también y seguir con la tradición familiar. O mejor aún: debería desaparecer. Pero eso sería más difícil, casi no me pierden de vista. Me gustaría echarte de menos, pero lo cierto es que me has arruinado la vida. Vivo una vida robada y lo siento por la parte que me toca.

A los muertos hay que hablarles, como a las plantas, o eso creía. Pero era como hablar consigo misma por partida doble. Tres veces al año la visitaba: el primero de noviembre, el día de su cumpleaños, el aniversario de su desaparición. Tres días al año, que en total eran tres días más de lo que la visitaban sus padres. ¿Para qué iban a molestarse? La tenían viva de nuevo, respirando, el corazón latiéndole en el pecho a un ritmo vertiginoso. Si la pellizcaban, lloraba; la sangre le recorría las venas hasta teñirle las mejillas de rubor; hasta se le helaba el sudor en la frente. Un pequeño milagro, la había llamado su madre toda la vida, obviando el hecho de que ya estaba encinta cuando la Carolina original desapareció. Iban a llamarla Berta y, de hecho, su abuela tuvo que descoser todos los baberos que había bordado con su nombre, para volverlos a bordar.

Cerró la bolsa de patatas y volvió a guardarla en la mochila. Ya había cumplido su parte, así que podía marcharse. Enfiló por el camino que cruzaba el bosque. El cementerio de la iglesia se había quedado pequeño hacía años, así que habían abierto otro en la otra punta del pueblo, escondido entre los árboles más frondosos. Aún era de día, por lo que no tenía miedo. Jamás tenía miedo, ya lo tenían sus padres por ella.

—Ven a verme, un, dos, tres —el silencio le devolvió el eco de su propia voz—. La señora de las nieves, la encontré. Si tiras de la cuerda, volveré —se detuvo. Sonrió. Casi podía sentirla salivar—. Dime, ¿de dónde volverás? —Pero no podía responderle, no había terminado la estrofa—. Podrías haber devuelto su cuerpo, ¿sabes? La tumba está vacía.

Se permitió mirar por el rabillo del ojo un segundo. Ahí estaba, siempre al acecho.

—No soy ella, aunque lo parezca. A esa Carolina ya te la comiste. ¿No lo recuerdas? Sé que es confuso. Pero sigue intentándolo —añadió—. ¿Quién sabe? Puede que algún día me tientes lo suficiente como para terminar la estrofa. Si de mí te escondes…

Soltó una carcajada. Era demasiado fácil hacerla rabiar. No, no tenía intención de ser la copia barata de una niña estúpida.

…te comeré.