El fascismo, el nazismo y el nazi fascismo se desarrollan y ubican en tiempo histórico, en términos generales, a partir del inicio de la década de 1920, con el ascenso de Benito Mussolini al poder en Italia, y luego con el ascenso, desde finales de esa misma década, de Adolfo Hitler en Alemania.

Su etapa de fortalecimiento, y visión expansionista sobre el mundo, fue la década de 1930 y de avance sobre Europa, proyectado acabar con la Unión Soviética, entonces la única región que construía un modelo político y económico alterno al capitalismo.

El surgimiento de este modelo político, de este ideario político ideológico, repercutió organizacionalmente, y por simpatías e identificaciones con esos movimientos políticos, especialmente en Alemania, y en Italia, en otros países, continentes y regiones. En Costa Rica, proyectado a Centroamérica, a finales de la década de 1920 se constituyó el Comité Fascista de Costa Rica y de Centro América, bajo el impulso de la Embajada de Italia.

La década del 30, con el desarrollo de la República Española, y la situación causada por las elecciones de 1936, que originan la Guerra Civil Española, con brigadas internacionales en defensa de la República Española, su derrota en 1939, y el ascenso de Francisco Franco al poder, quien fuese aliado estratégico de Hitler y Mussolini, en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, fortalecieron esos movimientos fascistas en diversas partes del mundo.

Las relaciones diplomáticas entonces existentes tanto con Italia como con Alemania, hacían que sus delegaciones tuvieran influencia activa en los gobiernos y en los gobernantes, sobre todo, cuando con motivo de las relaciones económicas, especialmente con Alemania, habían lazos fuertes, como en el caso de Costa Rica, que Alemania ocupaba el tercer lugar en esas relaciones, y repercutía para que el gobierno de León Cortés, 1936-1940, fuera en la práctica un aliado y simpatizante de Hitler, de la Alemania nazi.

Aparte de estos movimientos fascistas o nazistas, desde 1917, con motivo del triunfo de la Revolución Rusa y luego de la constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1922, surgieron a escala planetaria movimientos y organizaciones anticomunistas que, a los efectos prácticos, se convertían en aliados estratégicos del movimientos ascendente del fascismo y el nazismo cuando sus objetivos se clarificaron en avanzar hacia la Unión Soviética y acabar con su sistema económico político.

Estados Unidos no fue la excepción a este tipo de movimientos y surgieron organizaciones, amparadas en una tradición de organizaciones racistas que venían desde el siglo XIX, como la sociedad terrorista Ku-Klux-Klan.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial ya actuaban en Estados Unidos las organizaciones fascistas Camisas Plateadas, el Bund Germano Norteamericano, el Frente Cristiano, que dirigía el pastor Cougling, y la organización America First, que dirigía Gerald Smith, este muy similar al movimiento que impulsó Donald Trump.

Al iniciar la Segunda Guerra Mundial hubo en Estados Unidos quienes plantearon la posibilidad de establecer una «dictadura fascista disfrazada». Este fascismo estadounidense tendría sus propias características y particularidades.

En 1962, el periodista norteamericano Mike Newberry enfatizaba que eso había surgido con el fortalecimiento de los militares en la política norteamericana, con «guerras de guerrillas racistas, avaladas por el gobierno y la CIA, por el fortalecimiento del poder ejecutivo de poder declarar la guerra de manera unilateral, por la eliminación, en ese momento, de ciertas prerrogativas del Congreso, las medidas que se tomaron de restricción de libertades públicas, como la de expresión, y de las libertades civiles, como las establecidas en las leyes Smith y McCarran, la famosa Comisión de Actividades Antinorteamericanas, del senador McCarthy, que originó la persecución más grande de ciudadanos norteamericanos, en la década de 1950, llevándolos incluso a la pena de muerte, estableciendo de esa manera un régimen dictatorial vestido de democracia, lo que sigue siendo una clave para entender mucho de lo que sucedió bajo el gobierno de Donald Trump, con el apoyo tácito que daba a organizaciones racistas y a actuaciones policiales altamente represivas en ese sentido, estimulando las acciones salvajes y desmedidas de sus seguidores, de calificar negativamente y como delincuentes a quienes se le oponían o criticaban.

En la década de 1930, hubo tendencias en Estados Unidos de interrumpir las relaciones internacionales, y las de tipo cultural, así como Trump tendió a sacar a Estados Unidos de instituciones internacionales, y de romper su presencia en la globalización económica que también habían impulsado a construir.

Como en la década del 30, Trump concentró su interés en fortalecerse en los Estados más atrasados políticamente de los Estados Unidos, con población bastante analfabeta en lo político, conservadora por su militancia en el Partido Republicano y por la influencia de las corrientes religiosas no católicas, especialmente las pentecostales.

Trump, a diferencia de Hitler, ya tenía un Estado, el de la Unión, unificado en todo sentido, en cierta forma un Estado autoritario, militarizado, policialmente fuerte, con mecanismos aptos para desarrollar formas terroristas y despóticas del ejercicio de gobierno. Desde 1961, cuando el presidente Eisenhower, dejó el gobierno, advirtió del surgimiento del llamado complejo industrial militar, advirtiendo en cierta forma el peligro que eso podía contener para el Estado norteamericano, en cuanto a la alianza de los sectores productivos para el ejército y las guerras con los grupos o camarillas gobernantes en Estados Unidos. El senador Ralph Flanders, en esa época llamó la atención sobre el sacrificio que se estaba haciendo de «perder» la libertad y de convertir el modo de vida norteamericano en un «modo de vida de un Estado cuartel».

A los radicales políticos de la derecha en Europa y en otras partes del mundo les llaman fascistas, mientras en Estados Unidos, tan solo radicales de derecha, o la derecha. Lo vimos en las últimas campañas electorales, desde Hillary Clinton, usando el término de derecha para acusar a Trump o al Partido Republicano, mientras Trump acusaba fuertemente al Partido Demócrata de socialistas y a los demócratas hasta de «comunistas», procurando construir ese escenario de guerra fría interno y de revivir esas tradiciones fascistas en los Estados Unidos.

Para Trump, socialista o comunista en esta campaña electoral fueron aquellos que se oponían a su ideal de americanismo, de Estados Unidos primero, de los que podían amenazar la integración y la inviolabilidad de la Suprema Corte. De allí su urgencia de nombrar la última magistrada electa, de los que cuestionaban la salida que había hecho de organismos internacionales de la ONU, de los que se oponían a las formas despectivas y racistas de referirse a comunidades de personas, de trabajadores, de inmigrantes, de los que se oponían a la construcción del muro en la frontera, de los que se oponían a la forma de denigrar a quienes no eran norteamericanos blancos, a los que defendían los programas sociales, especialmente el de salud, que se había tratado de impulsar desde la administración Obama, o los que reclamaban la mala política seguida por el gobierno Trump para atender la pandemia de la COVID-19, que de alguna manera su desinterés era a la vez una forma de llevar una limpieza étnica, en el interior de los Estados Unidos, por la afectación hacia los grupos más vulnerables para contraer el virus, latinos, negros, afrodescendientes, inmigrantes, pobres, personas excluidas en la realidad de sistemas y asistencias de salud.

Quienes así actuaban, desde el pasado hasta Trump, habían copado también las estructuras de la economía y de los negocios en Estados Unidos, lo que les daba presencia, legitimidad y hasta respetabilidad. Por ello, la presencia de Trump, y su continuismo, era no solo un grave peligro sino una gran amenaza a la propia dinámica de la vida democrática en Estados Unidos.

Con Trump el extremismo racista cobró fuerza, se avivó. El odio y la intolerancia se izaron con fuerza, se metieron en toda la sociedad norteamericana, en todos los estados, con distintos grados de intensidad, resquebrajando la estructura de edificio político e institucional de los Estados Unidos. Por ello no son tan casuales los discursos, desde la toma de posesión, que ha hecho y ha venido haciendo el presidente Biden, para enfrentar esta tendencia y estos movimientos fascistas y racistas en la sociedad norteamericana.

Con la decisión del senado norteamericano, negándose a enjuiciar a Trump, le envalentonó, lo fortaleció en su liderazgo personal sobre la masa de 10 millones de personas que votaron por él, más que por el Partido Republicano, convirtiéndolo en un líder, que no ha dejado de valorar la posibilidad de seguir actuando en política para volver a luchar por la presidencia en el 2024, salvo que los juicios, al margen de los escenarios políticos del Congreso y del Senado, le puedan causar algún grado de inhabilitación política.

El extremismo político trumpista es la nueva forma del neonazismo y del neofascismo en Estados Unidos. Las repercusiones de su movimiento tendrán sus alcances en otras latitudes y países. Este no es un movimiento exclusivo de los Estados Unidos, mientras Donald Trump lo aliente. La amenaza fascista sobre Estados Unidos nos amenaza a todos, especialmente a los que estamos más cerca, como países, de los Estados Unidos. Ya en Europa hay movimientos fascistas bien desarrollados, en distintos países. La tendencia peligrosa en este sentido es la constitución de una organización internacional neofascista que impulse esos movimientos a nivel mundial, cuando las fuerzas democráticas mundiales, y sus partidos políticos principalmente, están dispersas y desunidas en ese mismo sentido.

Si el fascismo acarrea la guerra, el neofascismo en Estados Unidos es igualmente una grave amenaza para estimular las guerras. El retorno al hegemonismo mundial militar de los Estados Unidos por Biden podría ser una peligrosa manifestación de esos intereses neofascistas incrustados en el aparato militar norteamericano, y el complejo industrial militar que sigue teniendo una gran fuerza y presencia en Estados Unidos. El fortalecimiento de la OTAN y su retorno a ese organismo, por parte de Estados Unidos, presagia posibilidades de conflictos en la disputa por áreas de influencia en Europa, como las disputas con la República Popular China, por su presencia en las relaciones económicas internacionales, por la proyección de su nueva ruta de la seda, por su cada vez mayor proyección en Asia, y en el Mar de China, o las disputas con Rusia que se tratan de estimular, poniendo tensión en las relaciones internacionales. De esa forma, el trumpismo tiene sus vasos comunicantes con la actual administración de Biden.

Los bloques militares, las bases militares, las provocaciones militares para crear conflictos artificiales, que favorezcan la industria de la guerra, la presencia militar norteamericana allí donde están, Afganistán, Siria, Irak o Guantánamo, las agresiones de diversa manera a los puntos sensibles existentes como, Corea del Norte, Cuba, Venezuela o Nicaragua, dentro de la óptica de las relaciones de Estados Unidos, seguirán. El rearme nuclear del actual gobierno norteamericano ha obligado a Rusia a mantener la producción de misiles de largo alcance.

Lo más importante es que el desplazamiento de los Estados Unidos del escenario internacional, y de las relaciones económicas, va a ser la clave en la definición de este panorama que empieza a perfilarse hacia los próximos cuatro años.

Con Trump presionando en el interior de los Estados Unidos, se alimentarán estas tendencias fascistas, de derecha y conservadoras, como también gustan llamarlas, en Estados Unidos. Dentro del Partido Republicano la lucha interna de pro Trump y anti Trump se agudizará. Por ahora, Trump tiene su presencia bien ganada.

Con Biden no se ha acabado el peligro de la existencia de movimientos fascistas importantes en Estados Unidos. Está empeñado en derrotarlos, en golpearlos, en limitarlos, en reducir su influencia. ¿Cuánto? Ya veremos.

Si a Kennedy lo mataron los fascistas y ultraderechistas de su época, su asesinato mostró la forma, en ese momento, de dar un cambio de timón en el gobierno, de dar un golpe de estado a lo gringo. Algo así quiso hacer Trump con su marcha sobre Washington, al estilo fascista de la de Mussolini, el pasado 6 de enero.

Ese golpe de estado a lo Trump sigue vigente mientras él mantenga que su triunfo electoral le fue robado y que el gobierno de Biden es ilegítimo por su origen fraudulento. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial el fascismo en Estados Unidos empezó a desarrollarse y a crecer.

Trump, como un Frankenstein actual, encarna esta figura monstruosa del nuevo líder fascista de los Estados Unidos.