¡Uy…, me olvidé!

Como lo hacían una vez por quincena, o por mes, ese fin de semana Rodolfo y Mónica fueron a visitar a la abuelita. En realidad, así le decía Mónica, pero era su madre adoptiva. Rescatada del basurero con dos meses de vida, fue adoptada por doña Esperancita y por don Hilario porque la pareja no había podido tener hijas mujeres. Solo tres varones. Y después vino la operación de matriz…

Mónica había quedado ahora como la única heredera de una de las más cuantiosas fortunas de la región, rica zona ganadera con excéntricos y multimillonarios magnates. Su padre adoptivo, don Hilario, había fallecido hacía ya varios años, en el mismo accidente donde murieron dos de sus tres hijos. El tercer varón, Marcelino, había muerto hacía tiempo en circunstancias poco claras, y doña Esperanza, desde un par de años atrás padecía una profunda demencia senil, por lo que fue puesta en ese hospital geriátrico.

Era uno de los más caros del país, muy lujoso, muy bien atendido. Eso no mejoraba su senilidad, pero al menos la mantenía con cierta dignidad. El dinero hacía más tolerables las cosas.

Ese fin de semana, como cosa curiosa, llevaron al sobrino, Paquito, quien padecía síndrome de Down. Su madre, hermana de Rodolfo, había accedido complacida a la invitación. Ni ella ni su esposo podían ir, pero dejaron en manos de su hermano y su esposa a su hijo, sabiendo que un paseo fuera de la ciudad no le vendría mal.

El hospicio quedaba en el pueblito de T., cercano a la capital (una hora de viaje). Como hacían habitualmente, la sacaron a pasear fuera del geriátrico. Dieron algunas vueltas por la plaza del pueblo —en la silla de ruedas donde doña Esperancita se desplazaba—, siempre acompañados por Paquito, el sobrino, quien solo sonreía.

Al cabo de un rato, le pidieron al muchachito que se quedara cuidando a la viejita mientras ellos iban por al automóvil, estacionado a un par de cuadras. Paquito se desesperó cuando comenzó a anochecer; sus tíos no venían y doña Esperancita empezó a gritar furiosa, queriendo incorporarse de la silla de ruedas.

Como el dinero lo puede todo, finalmente el juez estableció que Mónica era la única heredera de la abultada fortuna, y la causa por homicidio preterintencional no correspondía. Paquito nunca pudo explicar a ciencia cierta qué pasó aquella tarde.

Cuando, saliendo del tribunal, algún periodista le preguntó increpante a la heredera por qué había dejado abandonada a su madre en esa soleada plaza, Mónica simplemente respondió: «¡uy…, me olvidé de buscarla!».

¡Me olvidé de poner el seguro!

Roberto no entendía en qué habían fracasado. Su esposa, Graciela, y él eran normales padres de familia. Profesionales ambos, llevaban una vida relativamente tranquila.

Bueno... «relativamente», dijimos, pues, cuando su hijo mayor, Sebastián, llegó a la adolescencia, comenzaron los problemas. Los dos vástagos (el varón y la nena: Sofía) habían sido siempre buenos alumnos, más aún Sebastián. Materialmente no les había faltado nada. Si bien no vivían en la opulencia, los ingresos como arquitectos de los dos padres les habían permitido una acomodada vida de clase media.

A los 14 años, Sebastián probó su primer cigarro de marihuana. A partir de ahí, la carrera de adicciones no tuvo freno. Pasó por todas las sustancias psicoactivas, llegando a conocer la heroína en algún momento. A los 17, era ya un consumado adicto.

Sus padres ya no sabían qué hacer, en especial Roberto, a quien más mortificaba la situación. Habían probado con todo: psicólogos, psiquiatras, consejeros juveniles, internación en centros de rehabilitación. En secreto, desesperada ya, Graciela había consultado con un curandero de larga trayectoria en la ciudad. Pero nada había resultado.

A Roberto le había impresionado siempre aquello de la «necesidad de normas» con que insistían los diversos psicoterapeutas que habían visitado. En otros términos, «mano dura», según su particular modo de entender las cosas.

Con esa idea en la cabeza, una vez llamó a Sebastián a su estudio. Para ese entonces el joven estaba repitiendo por segunda vez su tercer año de bachillerato, y los estragos de las drogas se dejaban ver en su rostro y en su forma de caminar.

«¿Qué pasó, viejo?», preguntó el muchacho en actitud desafiante al entrar a la oficina. Roberto, que hacía tiempo ya lo estaba esperando, repentinamente esgrimió una pistola. La sorpresa de Sebastián fue mayúscula. Quedó petrificado.

Con voz enérgica, el padre se dirigió autoritario a su hijo:

«Ya hemos probado de mil maneras para que dejes las drogas... ¡pero nada!». Fue elevando el tono de voz. «Ya estamos cansados, tremendamente cansados tu madre y yo. Y creo que no hay derecho que nos hagas sufrir tanto».

Diciendo todo eso dirigió el cañón de la pistola hacia la frente del joven, a quien no le salían las palabras y tenía la frente bañada de sudor frío. Los sonidos entrecortados que pudo balbucear no se entendieron.

«Es la última vez que te lo digo: si vemos de nuevo que hay drogas... te vuelo la mano derecha de un balazo, ¿entendiste?». Terminando de decir eso, el balazo certero entró por el entrecejo del joven. La desesperación de Roberto fue indecible.

Años después, cuando lo atendía en un sanatorio psiquiátrico en las montañas de M. —paraje de ensueño rodeado de bosques fríos pero que no alcanzaba para detener tanto sufrimiento— tuve ocasión de preguntarle por qué lo hizo, por qué disparó.

«No me lo va a creer, doctor, pero solo quería darle un susto... ¡Me olvidé de poner el seguro!».

Un olvido que salvó al mundo

En los primeros días de noviembre de 1983, con Ronald Reagan en la presidencia de Estados Unidos, en Moscú había mucha preocupación. Según informes de inteligencia altamente confiables, Washington preparaba un ataque nuclear contra la Unión Soviética.

Las relaciones entre ambas naciones estaban deterioradas y la Casa Blanca había introducido recientemente los misiles Pershing II en Europa, lo que constituía una seria amenaza para la seguridad soviética. Por otro lado, acababa de suceder un incidente militar confuso, donde los soviéticos habían derribado un avión surcoreano que había violado su espacio aéreo, con varios estadounidenses a bordo. Unas pocas semanas después, la OTAN comenzaba los ejercicios militares «Arquero Capaz 83», que incluía una enorme movilización de recursos militares con la simulación de lanzamientos de misiles nucleares coordinados.

La situación estaba al rojo vivo. Los ejercicios militares eran inusualmente provocativos, incluyendo acciones que jamás antes había realizado el Pentágono, con vuelos estadounidenses de bombarderos con armamento nuclear sobre el Polo Norte y presencia de navíos de guerra por zonas de soberanía soviética. Se estaba sobre un barril de pólvora y la más mínima chispa podía hacerlo estallar.

Todo el escenario hizo pensar al Kremlin que se trataba de maniobras previas a un ataque nuclear real, disfrazado tras los ejercicios militares. Por ello, prepararon también sus propias fuerzas atómicas, poniendo en alerta máxima a sus fuerzas aéreas destacadas en Alemania Oriental y Polonia. La guerra (¿el exterminio de la humanidad?) flotaba en el ambiente.

Pasada la medianoche de uno de aquellos aciagos días, en el bunker Serpujov-15, centro de mando desde donde se dirigía la defensa aeroespacial soviética, Stanislav Petrov recibió el informe enviado por un satélite de observación de alerta temprana: un misil balístico intercontinental con carga nuclear había sido disparado desde la base militar de Malmstrom, Montana, en suelo estadounidense y, en alrededor de 20 minutos, impactaría en algún punto de la Unión Soviética.

Su misión era monitorear cualquier posible ataque y avisar en forma urgente a sus superiores, en caso de que se diera alguno, para iniciar inmediatamente el contraataque.

Según los muy estrictos protocolos de seguridad, estaba prácticamente descartado que algún militar soviético bebiera en horas de servicio. Habría que entender, por tanto, que lo hecho por Petrov no se debió en modo alguno al vodka. Lo cierto es que su reacción no fue dar la alarma automática; prefirió esperar un poco. Unos momentos más tarde aparecieron sobre la pantalla de su computadora las trayectorias de otros cuatro misiles más.

Stanislav no se precipitó. Pensó que era muy raro que se iniciara un ataque nuclear con tan poca artillería, disponiendo Estados Unidos de miles de misiles. Lo más probable, además, era que se bombardeara desde submarinos y no desde una base en tierra.

Decidió esperar y no dar la alarma. Sabía que la respuesta de su país era la guerra total: ante los primeros misiles recibidos, el Kremlin respondería con cientos y cientos de armas atómicas (esa era la doctrina militar oficial). La destrucción mutua asegurada», tal como indicaban los manuales de guerra; es decir: el fin de la humanidad, la destrucción completa del planeta Tierra y serios daños para Marte y Júpiter, con consecuencias que llegarían hasta la órbita de Plutón, estaban a unos pocos segundos. Oprimiendo el botón rojo de emergencia, esa elucubración de ciencia ficción pasaría a ser un hecho consumado.

Su pulgar derecho, temblando, sudoroso pese al frío, rozó el botón fatal. Pero no lo oprimió. Rápidamente, con la ayuda de varios técnicos, descubrió que se trataba de una falsa alarma ocasionada por una rarísima conjunción de la Tierra, el sol y la posición particular del satélite de observación.

Para algunos fue un héroe que salvó a la humanidad. Para sus superiores, un insubordinado que no cumplió con su deber. De todos modos, no fue castigado (indirectamente en Moscú también se lo reconoció como un salvador).

Cuando se le preguntó por qué no dio la alarma, se limitó a responder: «La gente no empieza una guerra nuclear con solo cinco misiles». Pero entre amigos, ya con un vaso de vodka en la mano, su respuesta era otra: «¡uy…, me olvidé!».