Este proyecto de cine documental, para la representación de Naciones Unidas y el gobierno de Mozambique, surge de la necesidad de tener un registro audiovisual del trabajo realizado durante la grave situación de emergencia que vivió el país, en 1987, por causa de la sequía y la guerra civil.

Como suele suceder con este tipo de encomiendas, el funcionario que nos contrató, rápidamente nos hizo saber lo importante que sería registrar, al menos, una reunión de trabajo con el personal del organismo internacional y, principalmente, con su representante.

A buen entendedor, pocas palabras. Grabamos una reunión simulada. El representante de Naciones Unidas era el chileno Arturo Heinz.

Entre otros participantes, estaba la representante de UNICEF, Marta Mauras, también chilena, le seguía Jaime Tohá, en representación de la FAO, chileno, el exministro de Salvador Allende, y varios otros destacados personajes.

Realizar este nuevo documental representaba un desafío mayor, ya que gracias a los recursos que disponíamos, íbamos a poder recorrer gran parte del país, a pesar de la guerra. De preferencia, en avión; única vía posible para poder visitar diversas regiones, distritos y aldeas lejanas.

Una de las primeras tareas a filmar era el desembarque de trigo en el puerto de Maputo, capital de Mozambique, que iban a cargar en una gran columna de camiones, principalmente marca Scania, fruto de la cooperación de los nórdicos con el país. Nuestra misión era filmar el transporte de este alimento hasta algunos distritos relativamente cercanos.

La única forma de poder llegar a destino y cumplir con abastecer a la población que padecía hambruna, era viajando con protección militar. Los militares iban acostados sobre los sacos, junto a sus ametralladoras punto 30.

Era frecuente encontrarse con minas en el camino que, al explotar, no solo destruían los camiones y dejaban muchos heridos, sino que también su objetivo era frenar el avance de la columna, y así mantener aislada a la población. Quienes realizaban estos ataques eran los bandidos armados; así se les llamaba a quienes eran financiados y entrenados por la Sudáfrica del Apartheid, para desestabilizar la economía del país. Con muchas dificultades, se lograba llegar a destino y así cumplir con el propósito de la travesía.

Durante el rodaje del filme documental, realizamos varios viajes en avión a zonas lejanas; uno de ellos fue el vuelo a Inhaminga. Primero, debíamos llegar a la ciudad de Beira, que está a 1,200 kilómetros al norte de la capital. A la mañana siguiente de haber llegado a Beira, con mi socio Patel, nos dirigimos al aeropuerto. Era un día nublado y frío. Según nuestros cálculos, el viaje en avión no debía tomar más de 40 minutos; esto, según nuestro mapa, a esa altura completamente rayado, detalle que indicaba los múltiples vuelos ya realizados. El piloto era un tipo de no más de cuarenta años, un canadiense vestido con el típico pantalón corto onda safari y con gruesos bototos. Nos invitó a subir a su avión. No acababa de instalarme, cuando rápidamente se me vino a la cabeza la recomendación de la embajada sueca, de que ningún sueco debía volar en un avión de un solo motor.

Debía cumplir esta advertencia, ya que, en ese momento, yo poseía esa nacionalidad; además, estaba casado con la jefa de la Agencia Sueca de Cooperación. El motivo de esta disposición se debía a que el mantenimiento de los aviones en Mozambique era muy deficiente. Los suecos, para cumplir con su trabajo sin tener que exponerse, tenían su propio avión, un moderno Beechcraft King Air de dos motores. Mi socio Patel, quien sufría de pánico con estos vuelos, eligió sentarse detrás del piloto. Yo me ubiqué como copiloto. Antes de poner en marcha el motor, el canadiense me pasa un mapa y me dice: «para que me ayudes». Mi socio seguía en pánico, no entendía a qué se refería.

El viejo Cessna no tenía en su panel de control ninguno de esos relojes o como se llamen esos instrumentos que normalmente lucen todos los aviones. Pero que, en este avión, eran solo orificios vacíos. Una vez en el aire, el canadiense nos informó que, debido a la falta de aquellos instrumentos y por la gruesa capa de nubes que hay en la ruta, debería volar por debajo de los estratocúmulos, es decir, a menos de dos mil metros de altura; con Patel sabíamos que a esa altura estábamos a tiro de cañón enemigo. La zona de Sofala, que debíamos volar, era una de las más peligrosas, en ella sucedían los mayores enfrentamientos entre el ejército mozambicano y los llamados bandidos armados. Rápidamente comprendí que mi función como mapista sería fundamental para la correcta orientación del vuelo y así poder llegar a destino. Permanentemente, yo miraba hacia tierra, buscando algún punto de referencia que apareciera en el mapa y me sirviera para entender, más o menos, por dónde íbamos; por lo general, la mejor señalética eran los ríos. Una vez que localizaba uno, lo buscaba en el mapa y se lo mostraba al piloto. Así volábamos bastante entretenidos, menos mi socio Patel, quien, a pesar del pánico, iba pegado a la ventana, observando el paisaje. Mi socio era un gran conocedor de su territorio. Fue su grito de alerta el que me llevó a mirar con más detalle a tierra y luego el mapa. Gracias a su grito de alarma, el piloto pudo cambiar con presteza el rumbo del vuelo y evitó que este filme tuviera un final trágico. Lo que habíamos descubierto a último minuto era que volábamos en línea recta hacia el cuartel general de los bandidos armados en la inexpugnable selva de Gorongosa.

No habían pasado un par de semanas, cuando nuevamente estaba volando, esta vez con el camarógrafo y amigo, Carlos Vieira. En esta oportunidad, a 1,700 kilómetros al norte de la capital Maputo. Ahora, nuestra misión era filmar un barco con bandera de las Naciones Unidas que debía descargar alimentos en el puerto de Quelimane. Esta vez volamos como reyes, en un avión más grande y con dos motores. Filmar esa descarga no nos tomó mucho tiempo, debido a las restricciones portuarias y porque los barcos solo atracaban por pocas horas. Una vez terminada nuestra misión y mientras esperábamos el avión para regresar a la capital, nos sentamos en la terraza del hotel, con una fría cerveza, a contemplar el mar Índico. De repente, miré hacia el puerto y vi una grúa que descargaba algo. Enfoqué el lente zoom de la cámara en dirección al barco y observé que descargaban sacos muy parecidos a los que nosotros habíamos filmado. Aún faltaba una hora para que nos llevaran hacia el aeropuerto; le dije a Carlos que fuéramos a filmar algunos planos de detalles para complementar con nuestra filmación anterior.

Caminamos con la cámara al hombro, rumbo a la entrada del puerto, que estaba a varias cuadras. Mientras avanzábamos, vimos que el barco a filmar estaba a nuestra altura, pero aún nos faltaba bastante para llegar hasta la puerta. De pronto, advertimos que en el cerco de alambre del puerto había un gran agujero, y, sin titubear, Carlos y yo nos colamos por esa vía. Pasamos a través de un par de galpones, hasta que aparecimos frente a frente a nuestro barco objetivo. ¡No alcanzamos a conectar el grabador a la cámara, cuando unas feroces patadas en la espalda nos tumbaron en el suelo, nos quitaron la cámara y nos gritaron: «fuck you, south african spy!» En cosa de segundos nos tenían las manos atadas a la cintura y estábamos sentados de espaldas al que era nuestro barco. No entendíamos nada. Dos enormes soldados tenían el cañón de su ametralladora enterrado en nuestras narices mientras continuaban, descontrolados, gritándonos: «fuck you, south african spy!». Creo que no habían pasado quince minutos cuando frena de súbito un jeep militar, y descienden dos enormes militares, hablando en una lengua que no entendíamos, nos suben al jeep y dejamos el recinto portuario, a toda velocidad.

Intentábamos decir algo, pero éramos callados con el ya repetitivo insulto. Viajábamos con la vista vendada. Por los baches en el camino entendimos que habíamos salido de la ciudad y nos internábamos en la selva. Fueron varios kilómetros, hasta que llegamos a lo que sospechábamos debía ser un campamento militar. Nos bajaron del jeep, y nos guiaron hasta un lugar que resultó ser una carpa militar. Cuando ya estábamos sentados en el interior, nos retiraron el vendaje de los ojos y vimos la luz. No pasó mucho tiempo, cuando, a través de un pequeño espacio en la puerta de la carpa, vimos llegar una comitiva de varios jeeps militares. Estábamos muy preocupados ya que los militares que nos apresaron no eran mozambicanos y nos confundían con espías sudafricanos.

Con Carlos nos mirábamos y comentábamos que, a pesar de ser blancos, estábamos bastante oscuros para ser de esa raza. Cada cierto tiempo, venía un par de comandos y nos hacían la misma pregunta en inglés, a lo que siempre respondíamos que éramos de la prensa mozambicana. La desolación mayor nos llegó cuando a la distancia oímos el motor de nuestro avión que emprendía su regreso a la capital. Maldijimos por varios minutos los malditos planos visuales que habíamos ido a tomar al puto barco. Para más remate, uno de los comandos, que con frecuencia nos visitaba en nuestro lecho de espías sudafricanos, tomó el grabador de la cámara, nos hizo retirar el cassette U-Matic y se lo llevó. Todo nuestro esfuerzo había sido de borla.

De pronto, con Carlos, quedamos sin habla cuando vimos entrar a nuestra carpa a un tipo de civil; era nada menos que el periodista del ejército mozambicano, Joel Jaime, a quien yo alguna vez había visto, pero para nuestra suerte había sido compañero de escuela de Carlos. Joel nos mira con sorpresa, pero no atina a decir nada. Entendimos que debíamos controlar nuestra emoción, y continuar en silencio, ya que al costado de Joel estaba un par de comandos de casi dos metros, que parecían tallados en ébano.

Nuestro querido amigo, a quien de inmediato consagramos como nuestro salvador, salió raudo de la carpa. Nuevamente, quedamos solos por largos minutos, pero ahora con una pequeña luz de esperanza. Con Carlos nos felicitábamos de que los jeeps que habían ingresado al campamento militar correspondían a una delegación del alto mando del ejército mozambicano, hecho que explicaba la presencia, en ese momento, de nuestro San Joel.

Luego de media hora, entra un par de comandos que nos desamarran las manos, nos entregan la cámara, pero no el cassette. Uno de ellos nos ordena salir de la carpa y, con su brazo, nos indica el camino a tomar. Con Carlos, no entendíamos a qué se refería; intentamos una explicación, pero el comando solo reiteró el ademán con su brazo. Ante tanta insistencia y amabilidad, no nos quedó otra alternativa que iniciar nuestra romería, y digo así, ya que debíamos encomendarnos a cualquier santo que nos garantizara llegar sanos y salvos al hotel, después de cruzar la selva. Recuerdo que mientras caminábamos, Carlos, con una sonrisa algo irónica, me conto el siguiente relato africano:

Todas las mañanas la gacela se despierta sabiendo que tiene que correr más rápido que el león para no ser comida. Cada mañana, el león se despierta sabiendo que debe correr más rápido que la gacela o se morirá de hambre. No importa si eres un león o una gacela: cuando camines por la selva y salga el sol, es mejor comenzar a correr.

Fueron tres horas de caminata, hasta poder estar plácidamente sentados de nuevo en la terraza del hotel, disfrutando una maravillosamente fría Laurentina, única cerveza mozambicana posible de encontrar en el mercado.

Ya de regreso en Maputo, nos reunimos con Joel en una barra del jardín del histórico y legendario Hotel Polana. Fue a través del relato de Joel que nos enteramos de que el maldito barco que fuimos a filmar no estaba descargando alimento, sino armamento. Y que los comandos que nos arrestaron y confundieron con espías sudafricanos eran nada menos que los temibles y famosos comandos tanzanianos, quienes tenían la misión de resguardar la línea férrea que unía el puerto mozambicano de Quelimane, con el territorio de Zambia. Esta línea férrea con frecuencia era atacada por los bandidos armados, situación que provocaba un enorme perjuicio a la economía de Zambia, ya que, a través de esa vía exportaban y recibían mercancías. Joel, sonriendo y luciendo su blanca dentadura, continuaba relatándonos que eran esos mismos comandos los que se habían tomado Kampala, capital de Uganda, cuando derrotaron al dictador Idi Amin Dadá.

Ya cuando habíamos bebido un metro cuadrado de Laurentinas, bajo la sombra de un bello y enorme jacarandá, no pude dejar de imaginar esta escena del Hotel Polana, como parte de alguna novela de Graham Greene y sus agentes de la KGB en África, durante la guerra fría.