Un día de primavera, en Malibú, George Harrison y Jeff Lynne quedaron para tomar un café. Como la sobremesa se alargaba, se pidieron la primera cerveza. Jeff le comentó a George que Roy Orbison andaba esos días por allí, en la costa Oeste, en California y a Harrison, algo achispadillo ya, se le ocurrió que podían llamarle. Roy se acercó a la terraza y se pidió primero un descafeinado y después pagó una ronda de cervecitas. A la cuarta ronda alguno de los tres tuvo la temeridad de sugerir que se le pidiera a su señoría Bob Dylan que se acercara también y que se tomara algo con ellos. Y entonces, se hizo la magia: no solo ese tipo tan escurridizo aceptó la invitación, sino que, además, ofreció su garaje y puso sus propias cervezas a disposición de todos.

Sucedió entonces que cuatro genios se pusieron a cantar en corrillo, los acompañaban dos amigos, no tan reconocidos pero buenos músicos de estudio, Tom Petty (este entró en el grupo por casualidad, el mismo día de los cafés y las cervezas: George había estado en su casa el día anterior y se había dejado la guitarra allí, se acercó un momento a buscarla y al volver se trajo a Petty) y Jim Keltner.

Ensayaban en el garaje del gruñón de Dylan, quien frecuentemente se ausentaba porque tenía que preparar la comida para todos. Estos cuatro chicos se fueron acercando más y más, hasta convertirse en una familia inventada en la que estaban muy cómodos, un bienestar que nacía del simple hecho de no tener la necesidad de ser más grande que el de al lado. Tanta fraternidad se respiraba que, al parecer, un día decidieron que iban a transformarse en una familia. Y se lo tomaron en serio, se inventaron un padre y todo, uno invisible, ausente y negligente. Cada uno escogió un nombre de pila (el apellido era el mismo para todos, puesto que se habían vuelto hermanos). Sería porque ellos ya no necesitaban demostrar nada o por lo que fuera, pero nunca pareció que los hermanos Wilbury albergaran grandes pretensiones. Les gustaba el garaje de Bob, no necesitaban un estudio sofisticado ni tampoco herramientas de gran envergadura. La comida también era la de Bob, la preparaba él, y se supone que otro lavaría los platos, otro los secaría y otro los guardaría. Luego se ponían a componer y a tocar, sin pisarse el uno al otro, sin esforzarse por destacar, sin nada que no fuera el simple hecho de hacer música. Probablemente, ni siquiera sus cabezas fraguaron tramas con estadios abarrotados de gente aplaudiendo; eso no puede saberse, pero sí imaginarse. ¡Ah, la libertad de no necesitar que te quieran! A lo lejos quedaba la pirámide de Maslow, la jerarquía que supuestamente está detrás de las intenciones de la gente. ¿El reconocimiento social? ¿Qué demonios es eso?

En todo grupo, de música o de lo que sea, la tendencia es a que se vaya generando una tensión que no hay quien resuelva, que esa tensión se vaya inflando y que, finalmente, se desencadene la ruptura. Con ruido o sin ruido, pero siempre llega: The Beatles, ELO, Pink Floyd, Guns ’N’ Roses, Sex Pistols… al final estallan los egos sobredimensionados, cada uno hace su maleta y se larga, enfadadísimo, por lo general, con los que se quedan.

Pero no fue eso lo que sucedió con Traveling Wilburys. Ninguno de los cuatro hermanos necesitaba dejar claro nada, a ninguno le apetecía perder el tiempo peleando territorios. No había ego, ni siquiera había roles. Si hubo algo un poco hinchado tendría más que ver con el instinto gregario que con la pelea por la propia identidad, por tanto, no había conflicto.

Dylan, letrista sublime preñado de mundillos oníricos, con su voz ambivalente —horrible y preciosa a la vez—, iba a cantar «Something», de Harrison. Estaba ilusionadísimo. ¿Y que Harrison quería cantar «Blowing in the wind»? ¡Qué gran idea! ¡Toda tuya, George!

Mientras tanto, Jeff Lynne daba lo que mejor sabe dar, asociaba música barroca a rock progresivo y ese tipo de derroteros que sigue siempre, esté o no con la ELO, como conseguir sin aparente gran esfuerzo que un chelo y una guitarra electroacústica dialoguen en perfecto equilibrio.

Y George Harrison en su línea, aunque descuidando algo su perspectiva espiritual, quizás porque tocando con los otros tres ya accedía directamente a sus nirvanas. Alguien dijo que George encarnaba un poco el espíritu de Traveling Wilburys, por generoso, buenote, humilde y, sobre todo, sabio, ya que venía desde la más alta cumbre —había sido nada menos que un Beatle—, y cuando estuvo allí arriba había tenido la experiencia de ser segundón, lo cual no parecía traumatizarle, él se limitaba a hacerlo de fábula: se le acercaba la musa, y escribía algo instantáneo, brutal... Eso sí, hasta cinco años después, la tal musa no volvía a dar señales de vida. Majo este George, que dejaba que los demás devoraran el mundo mientras su guitarra lloraba sin quejarse (no es una metáfora boba, estoy haciendo referencia a «While my guitar gently weeps»).

Y luego, ya, las palabras mayores: Roy Orbison. Es muy fácil recuperar esa imagen única, gafas oscuras, timidez extrema, labios casi invisibles y ausencia de movimientos. Roy Orbison, ese sí que era un talento de enorme espectro. Yo lo veo como un tímido Mozart contemporáneo. El genio entre los genios que muere bastante antes de que le toque y que, si no hubiera muerto, otro gallo le hubiera cantado a la música.

Pero, sí, se murió, llegó la Parca agitando su dedo de delante a atrás, como hace siempre, ven, ven... un dedo que no es sino un hueso, concretamente tres falanges. Llegó pronto y se llevó al más grande: si el encuentro para tomar café había sido en mayo, en diciembre se moría Orbison. Los otros tres procedieron a alargar su fase de negación colocando sobre una mecedora la guitarra de Roy, que tocaba sola, acunada por manos invisibles.

Luego, unos años más tarde, se murió George Harrison. Como se daba el curioso caso de que tenía un hijo, Dhani, que era físicamente igual que él, que punteaba igual que él y que cantaba con su misma voz, fue más fácil tratar de seguir rodeando un micro y simular que quedaba algo de los Traveling Wilburys. Así era como ellos intentaban atenuar el desastre: a medida que se iban muriendo trataban de reemplazarse, cuando se sabe que eso entre miembros de una familia no es viable. A Roy lo reemplazaron con su propia guitarra tocando sola sobre una mecedora y a George con una curiosa versión de sí mismo. Al final, quedaron dos o tres álbumes que, en su momento, se vendieron bien y que enseguida se olvidaron. Como Dylan y Lynne se habían quedado solos, volvieron a retomar sus nombres, Bob y Jeff, ya que la familia se había desintegrado. Acabaron juntándose en secreto, quién sabe si por ahí habrá alguna que otra partitura inédita estupenda. Años después, como no se podía ya hacer mucho más, se dieron la mano, se desearon suerte y cada uno siguió su camino. Adiós, hermanos Wilbury.

Y la pregunta que se quedó suspendida entonces; ahí sigue, sin que nadie sepa contestarla, quizás porque no existe forma humana de encontrar una explicación: ¿cómo es posible que un prodigio como Traveling Wilburys pasara de puntillas, sin pena ni gloria? Es más: ¿alguien recuerda haber visto alguna vez la guitarra de Roy Orbison tocando sola mientras se balancea en una mecedora?