Lo que llamamos historia antigua de México, empieza con la aparición del hombre en nuestro territorio y termina con la llegada de los españoles y la destrucción de las culturas aborígenes. Tiene una duración de 22,500 años. Si se considera nuestra historia como continuatio, la antigüedad representa 98% y los periodos colonial o independiente el 2% restante —cuando un futuro historiador escriba acerca de México, primero dirá que hubo 20 milenios de historia indígena.

El primer asentamiento español en el continente fue fundado en la isla La Española. Tras esto, comenzó la colonización de Centroamérica. Al mando de Hernán Cortés, soldados españoles se abrieron paso a través del Imperio mexica. Valiéndose de su superioridad armamentística y de las rivalidades entre los pueblos autóctonos, los conquistadores lograron doblegar la resistencia mexica, masacrando a los nativos y sometiendo a los supervivientes a regímenes de trabajo forzado tales como la encomienda, la mita, el porteo o la esclavitud. Se puede decir que en 1519 comenzó una conquista europea que duró, en la parte central, menos de una década. Siguió luego una catástrofe demográfica que en un siglo aniquiló a la mayor parte de la población autóctona, mientras los españoles comenzaban a poblar la región. Pese a ello, todavía en la primera década del siglo XVII, había en la región, que entonces llevaba el nombre de Nueva España, unos 50 aborígenes (rebautizados con el nombre de indios) por cada español y, sin embargo, los mexicanos tenemos dificultades para reconciliarnos con la idea de esa continuidad. Llamamos a veces prehispánica a la historia antigua, como si hubiera habido 20,000 años de preparación para algo que sucedió en 1519. O bien, al referirnos a la «herencia indígena» pensamos solo en el esplendor de las culturas antiguas, tal como las conocieron los españoles al llegar, y dejamos que el resto de su historia se hunda en un pasado ajeno e irrecuperable.

Algo clave en el proceso de conquista fue el contagio de nuevas enfermedades, agravado por la explotación, la guerra y el hambre, que ayudó a exterminar al 80% de la población indígena. Los efectos de la plaga en América fueron mucho peores que los de la peste negra en Europa, siglo y medio antes, y destruyó toda la posibilidad de conservación mayoritaria de las grandes poblaciones antiguas. Los aborígenes tampoco lograron salvar los aspectos más avanzados de su cultura, ligados en buena parte a sus élites y, como consecuencia, cambió también la actitud de los españoles.

La admiración y respeto mostrado por Cortés y sus acompañantes ante la grandeza y originalidad de los logros indígenas se convirtieron en lástima o desprecio hacia una cultura que cedía en todo, aparentemente sin combatir. Descendiente de un pueblo que luchó durante siete siglos contra los moros por su independencia, la siguiente generación de inmigrantes españoles solo vio miseria y sumisión allí donde los conquistadores habían visto grandeza y dignidad. Así, México fue integrado al mercado internacional a mediados del siglo XVI, pero en la mayor parte del país su población siguió siendo preponderantemente india durante tres siglos más. Los españoles no fundaron una colonia de poblamiento como los ingleses y los holandeses en Norteamérica, quienes marginaron y, eventualmente, exterminaron a los pueblos indios. Forjaron un dominio sobre una sociedad formada por una amplia base indígena, coronada por una restringida cúpula española. En los siglos siguientes no se produjeron inmigraciones europeas o africanas masivas como en Estados Unidos, Argentina o Brasil.

Si los españoles hubieran llegado montados solo en el caballo de la guerra y su superioridad hubiera sido exclusivamente técnica y económica, México sería hoy, como dijo J. Klor de Alva, similar a la India o China. Después del contacto, millones de aborígenes hubieran continuado evolucionando, como lo habían hecho en el pasado, sin romper con sus tradiciones lingüísticas, religiosas o culturales. Como sucedió en China o en la India, habrían absorbido o aislado la limitada emigración del Viejo Continente y, en algún momento, se habrían sacudido la tutela colonial. Igual, tendríamos, como tenemos hoy, banqueros, tecnócratas, físicos, obreros metalúrgicos y «mil usos» mexicanos, solo que hablarían náhuatl y otros idiomas indios a la vez que español y su manera de ser sería aún menos «occidental» de lo que es hoy. El continente americano y el mundo serían diferentes. Pero no fue así, Cortés y sus hombres llegaron cabalgando no en uno, sino en los cuatro caballos del Apocalipsis incluyendo el de la plaga.

Modos de producción y consecuencias de la conquista española en América

La llegada de los conquistadores a América significó un cambio en el modo de producción en ambos continentes; así como un proceso de adaptación de los nativos hacia la explotación, subordinación y poderío de los españoles. No puede deducirse, sin embargo, para el resto de historia colonial e independiente mexicana, que los indígenas representaron un sector marginal en la población. Una década después concluida la conquista había en Nueva España 2,127 indios por cada ibérico. Medio siglo más tarde, la relación era aún de 425 a 1. Todavía a principios del siglo XIX, los censos reconocen que más de 50% de los mexicanos eran indios, frente a 25% de españoles (incluyendo a los criollos) y otro tanto de mestizos.

La conquista tuvo motivaciones tanto materiales como espirituales; siendo uno de los grandes objetivos de los monarcas españoles la evangelización de los pueblos indígenas de América. Esto la hace, también, distinta a otras conquistas europeas por incorporar, por primera vez en la historia, una legislación para la protección de los pueblos indígenas.

Las Leyes de Burgos de 1512 establecieron la condición de hombre libre de los indígenas, con la prohibición expresa de ser explotados, sin perjuicio de la obligación de trabajar a favor de la corona como súbditos de la misma. Más tarde, fueron promulgadas las Leyes Nuevas de 1542, unas Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su Majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los Indios, que revisaban el sistema de encomiendas concediendo una serie de derechos a los habitantes indígenas para mejorar sus condiciones de vida.1 Además, como la distribución de los habitantes de origen ibérico era muy desigual, en muchas regiones la relación les era aún más desfavorable. Todavía para el primer tercio del siglo XX, la presencia del indio es sustancial. El censo de 1930 registra 17% de población que habla lenguas indígenas. En dos estados, Oaxaca, y Yucatán, representan más de 50% y, en ocho más, oscilaba entre el 20 y el 50%. No es, entonces, sino en los últimos 60 años cuando el mestizo biológico se impone en casi todo el país y el mestizaje cultural se generaliza.

Si la historia posterior al siglo XVI es la historia del choque entre una sociedad autóctona compleja y la expansión europea, solo el estudio detallado de la Antigüedad mexicana nos permite comprender plenamente el polo autóctono de esa unidad dialéctica, su resistencia empecinada y sus victorias esporádicas. A esta se debe agregar el impacto de lo indio en la cultura mexicana en su conjunto. Su herencia se plasma en costumbres, actitudes y prácticas cotidianas comunes no solo a los sectores indígenas de la población que han marcado profundamente la trayectoria económica de los últimos cinco siglos.

A lo largo de nuestra historia moderna y contemporánea siempre han existido segmentos importantes de la sociedad que resisten con éxito las presiones al cambio, preservando sus modos de vida originales. Si en sus formas más puras la Antigüedad ha desaparecido totalmente del escenario, sus restos espirituales, y a veces también materiales, viven una vida larvaria detectada en más de una ocasión sin ser plenamente reconocida.

Podemos decir, sin exagerar, que hasta hace tres generaciones, en la mente y el corazón de muchos mexicanos, la continuidad pesaba tanto o más que las rupturas. No es casual que la Revolución mexicana produjera una reforma agraria cuyo núcleo haya sido la restauración del ejido y la comunidad. Sin duda, en algunas regiones importantes del país, esto sigue siendo cierto. Al hablar de continuidad no hablamos solo de «restos del pasado», sino también de estrategias de adaptación al cambio y a la innovación que se ha dado en llamar modernidad. Sin embargo, para entender este proceso, antes es necesario ubicar a las sociedades mesoamericanas en la historia universal, alguien como Enrique Semo,2 quien no comparte la teoría de la excepcionalidad, nos diría que, pese a su aislamiento, las sociedades mesoamericanas exhiben rasgos que permiten clasificarlas junto con otras sociedades de América, Asia, el Cercano Oriente e incluso Europa en el proceso civilizatorio.

Para comprender a la sociedad Mesoamericana, no es suficiente la herramienta de la descripción, es necesario el análisis teórico basándose en los principios de la crítica de la economía política, cuyas categorías se constituyen de la generalización de los rasgos de todas las sociedades similares. Así, el desarrollo aparece como una continuidad marcada, con rupturas profundas, pero nunca totales, en donde el modo de producción es la manera en la que los seres humanos se organizan para producir una forma específica, históricamente determinada, de relaciones sociales a través de las cuales el trabajo se despliega para extraer energía de la naturaleza, por medio de instrumentos, habilidades, organización y conocimientos.

Siendo lo que es, un modelo, el modo de producción nunca se presenta en la historia en forma pura. En todas las sociedades concretas, sus rasgos distintivos pueden estar presentes, pero aparecen entremezclados con características particulares y elementos de otros modos de producción. En este sentido, ni la fuerza de trabajo ni la tierra, el principal medio de producción en las sociedades agrarias, puede ser una mercancía que se compre libremente en el mercado, como sucede en el capitalismo; en la antigüedad el trabajo excedente se extraía de los productores por medios extraeconómicos, ya sea políticos, legales o militares.

La diferencia fundamental entre las sociedades que tuvieron que transitar por el modo de producción esclavista, primero, y el feudal, después, y las que adoptaron la vía del modo de producción despótico asiático, reside en la descomposición de la comunidad primitiva y el grado de desarrollo de la propiedad privada y de la individualización del hombre.

Para Marx, la clave de todo el Oriente está en la ausencia de la propiedad privada, Marx observa que, mientras en la aldea germánica, el individuo se integra a la comunidad en tanto que dueño de su tierra, en la comunidad oriental el individuo recibe la tierra por ser miembro de la comunidad; la sociedad tiene sobre el sujeto en este último caso un poder infinitamente superior. La sociedad antigua y el feudalismo, por un lado, y el modo de producción asiático por el otro, son formas alternativas de descomposición de la comunidad primitiva, de la formación de las clases y el Estado: el paso al capitalismo. El feudalismo, resultado del choque entre las estructuras sociales del imperio romano y la sociedad todavía comunitaria de los germanos, creó las situaciones específicas para la creación de una burguesía y un capitalismo a posteriori en estas regiones (Semo, 2006).

En el Oriente del mundo la estructura social se caracterizó por la unidad de la agricultura y la artesanía en la misma comunidad, por la resistencia de la comunidad a los embates del comercio, la división del trabajo, el desarrollo de la propiedad privada de la tierra, la formación del mercado y el dinero. La existencia de grandes ciudades no modifica esencialmente este principio.

El modo de producción tributario, para el caso mesoamericano, el Medio Oriente y el extremo Oriente se caracterizó por la inexistencia o la extrema debilidad de la propiedad privada de la tierra, tanto a nivel de la nobleza como de los plebeyos; el individuo no rompía el cordón umbilical que lo une a la comunidad, solo a través de ella puede tener acceso a la tierra y a otras prerrogativas económicas. El monarca que, frecuentemente se identifica con alguna deidad o cumple altas funciones sacerdotales, acumula un poder enorme sustentado en la concentración de funciones políticas, económicas y religiosas que involucran poblaciones numerosas.

El sistema produce una extensa burocracia profesional que se encarga de administrar el tributo y el imperio; en la medida en que existen los comerciantes a distancia, son también dependientes del Estado. El modo de producción tributario es una estructura que combina relaciones comunitarias con relaciones de clase, en las cuales, la explotación económica y el dominio político están ya presentes.

En el modo de producción tributario las aldeas agrícolas son sujetas al poder de un grupo reducido de individuos que representan una comunidad superior o el carácter comunal de la propiedad de la tierra en la aldea queda paulatinamente condicionado por el derecho inmanente del rey sobre ella.

El modo de producción asiático responde a la necesidad de llevar a cabo grandes proyectos económicos que superan los medios y la capacidad productiva de las comunidades aisladas. En este contexto, es que surge un poder central fuerte, que Marx llamó despotismo oriental. En un principio, la aparición del modo de producción tributario se asoció con la aparición de grandes civilizaciones como Egipto, India, Mesopotamia que desarrollaron de manera brillante todos los aspectos civilizatorios: nuevas tecnologías en la agricultura, arquitectura, avances en el comercio, la escritura, las matemáticas y el derecho. Con el tiempo, la conciencia de las estructuras comunitarias y las relaciones de clase se vuelven una fuente de estancamiento que solo pueden superar con la condición paulatina de la propiedad privada y la producción para el mercado.

En Mesoamérica, la propiedad privada, la autonomía individual, las relaciones contractuales, las relaciones de explotación y las de dominio, están sumergidas en el mundo de las lealtades y funciones comunitarias familiares en todos los estratos. El impacto de esa herencia prehispánica habría de hacerse sentir durante mucho tiempo, frenando el surgimiento de iniciativas individuales y la consolidación de instituciones ligadas con el capitalismo. La estructura económica se termina de singularizar de manera que los tlatoanis de la triple alianza contaban con una nobleza de servicio similar a la de los sistemas inca, musulmanes y asiáticos. El imperio era un complicado mosaico de gobiernos que oscilaban entre los restos de las viejas jefaturas tribales y una multitud de sátrapas de estilo oriental en miniatura. El imperio mexica tenía mucho más en común con los imperios asiáticos y del cercano oriente que con un auténtico sistema feudal. Los logros y fracasos del capitalismo mexicano tienen sus antecedentes en las particularidades de su pasado precapitalista y en su integración en el sistema colonial europeo en condición subordinada desde el siglo XVI.

Durante el primer siglo de historia colonial, algunos rasgos de la corona española y del sistema colonial, en lugar de debilitar, refuerzan los elementos del modo de producción tributario existentes en la sociedad indígena. El gobierno novohispano se comportó como un estado burocrático que extrajo tributo de las comunidades indígenas sin avocarse a destruirlas. En cierta medida, se produjo una continuidad socioeconómica reflejada en la legislación española sobre la comunidad y las repúblicas de indios. Al mismo tiempo, la colonia produce los elementos de la modificación del modo de producción tributario: la integración de México a la economía mundo europeo naciente y el desarrollo de los grandes latifundios privados.

Otredad y civilización: la visión del conquistador en América

Sobre este nuevo mundo, abundante en tierra y, al parecer, o eso creían los europeos, inmensamente rico en metales preciosos, muchas generaciones de europeos proyectaron sus esperanzas, aspiraciones y sueños. De hecho, el mensaje que los europeos recibieron fue uno y el mismo: «La tierra es buena, aunque no está como solía, pero al fin ganan los hombres de comer mejor que en España».

Sin embargo, para el conquistador ibérico, el aborigen americano no se ha desarrollado aún; la ciudad es condición intrínseca de la idea de civilización, «por oposición a la ciudad, el bosque es el espacio ontológico del salvajismo» (Bartra, 1992). Esto llevó al conquistador a creer su superioridad de personaje territorial con mayor beneficio, por ser del Viejo Mundo, frente al indígena que vive en plena profanación por ser simbiótico con la naturaleza. «Los europeos se encontraron con la necesidad de responder al reto de la adaptación y a la urgencia de introducir cambios en la tierra» (Elliot, 1999); digamos una manera de liberar al «salvaje» de su estado.

Para realizar dicha proeza, uno de los actos que llevaron a cabo los hispanos fue el de evangelizar a los indígenas y arrancar las ideas de adoración de los dioses a los que los americanos rendían tributo, trayendo a frailes que educaran en el cristianismo y cambiaran los pensamientos profanos de los conquistados.

Fray Diego de Landa: de conquistador a cronista de la península de Yucatán

La religión católica fue un elemento clave en la expansión del Imperio español y punto fundamental en su desarrollo posterior, al ser la Iglesia Católica una aliada política de los españoles y de los conquistadores, quienes justificaron en todo momento sus acciones expansivas en el derecho divino y la enseñanza de la fe católica para los infieles.

España poseía, a principios del siglo XVI, aún el llamado espíritu de Reconquista para combatir a los infieles y la creencia en un plan divino para llevar el evangelio, la verdadera fe y la civilización a todos los rincones de la tierra, según las enseñanzas de Jesucristo, justificación ideológica adecuada para las acciones del primer imperio capitalista de la historia de la humanidad (Todorov, 2007).

Fray Diego de Landa, es un fraile franciscano que llegó a Yucatán poco después de la Conquista española; uno de los primeros en viajar a la península de Yucatán para la evangelización católica de sus habitantes, que profesaban una religión politeísta elemental (Cruz, 2015).

Dos tipos de conflicto se abrieron ante los ojos del fraile: los deberes que tenía que cumplir como evangelizador de indígenas debido a su vocación religiosa y la de cambiar y reformar la vida fuera de las reglas de la religión cristiana de los españoles conquistadores en la parte sur de Mesoamérica.

Fray Diego de Landa encontró algunas similitudes entre el cristianismo y la religión maya en el aspecto de los ritos sagrados que consistían en sacrificios humanos y ofrendas de sangre, lo que se relacionaba, según Landa, con el carácter sacrificial de la figura de Cristo, el cual había dado su vida por la humanidad. No obstante, fue un fiero inquisidor de la iglesia católica y llevó a cabo un adoctrinamiento religioso inflexible sobre los mayas. Sus medidas represivas alcanzaron su cota máxima en el famoso Auto de fe llevado a cabo el doce de julio de 1562, en el actual pueblo de Maní (Estado de Yucatán, México). En él, se procedió a la incineración de numerosos y valiosísimos códices, libros, altares y glifos mayas, como represalia por la negativa del pueblo a abrazar la doctrina católica y su aferramiento a las costumbres ancestrales mayas.

En su madurez se dedicó al estudio de la cultura antes mencionada, quizás para tratar de recuperar la valiosa información que había destruido en su época de inquisidor. Logró recuperar una gran cantidad de información sobre la historia, el modo de vida y las creencias religiosas de los mayas, y también logró entender el sistema vigesimal de las matemáticas y el calendario de esta civilización.

La Relación de las cosas de Yucatán (Landa, 2010) fue escrita entre 1563 y 1572. Esta obra es clave para entender el mundo maya de la época de la conquista. El trabajo realizado en esta obra ha convertido a Landa en una figura fundamental para la comprensión actual de las sociedades mesoamericanas y del proceso de conquista y evangelización llevado a cabo por los españoles.

Notas

1 Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Leyes y ordenanzas. En: Colección de documentos para la historia de México.
2 Para Enrique Semo, a partir de 1521 comienza la historia de la lenta y desigual fusión de culturas (en el sentido antropológico de la palabra) en el continente americano. La heterogénea resistencia de los pueblos autóctonos imprime un carácter de conquista a todo el período colonial, el cual está indisolublemente ligado a procesos de aculturación de la población local. La Colonia hereda las formaciones tributarias del mundo antiguo mesoamericano y del Antiguo Régimen feudal-mercantilista que predominaba en España.
Bartra, R. (1992). El salvaje en el espejo. Barcelona: Destino.
Cruz, B. (2015). Inquisidora redención. Maldita Cultura. Marzo, 24.
Elliot, J. H. (1999). ¿Tienen las Américas una historia común?. Letras Libres. Junio, 30.
Landa, F. D. (2010). Relación de las cosas de Yucatán. Mérida: Ediciones Dante.
Semo, E. (2006). Los orígenes. De los cazadores y recolectoras a las sociedades tributarias, 22 000 a. C. -1519 d.C. México: UNAM/Océano.
Todorov, T. (2007). La Conquista de América. El problema del otro. México: Siglo XXI.