El confinamiento que ha sufrido la mayoría de la población a nivel mundial durante meses, ha traído consigo importantes cambios emocionales en la ciudadanía por la propia circunstancia del aislamiento con la incertidumbre añadida sobre el peligro «externo» al desconocer cómo se transmite el covid-19, y si ellos mismos están contagiados o no.

Una situación de estrés mantenida en el tiempo, que va a marcar de forma diferente a cada uno en virtud de sus propias características psicológicas, lo que en algunos casos va a tener consecuencias a medio y largo plazo una vez superada la cuarentena.

Así, y tal y como están declarándose desde los consultorios psicológicos, se está empezando a observar un mayor número de casos de depresión o de estrés postraumático, tal y como ya se había visto con anterioridad entre los aislados en el caso del Síndrome Respiratorio Agudo Grave, el cual es de la familia de los coronavirus que provoca neumonía grave cuya aparición se produjo en el 2003.

Esto es debido principalmente a que el estrés a medio plazo va a tener una serie de consecuencias, como dolores musculares, alteración del sueño y del estado de ánimo e inmunodeficiencia; mientras que el estrés crónico en cambio va a provocar efectos más graves, siendo el responsable de alteraciones digestivas que pueden acarrear úlceras y diarreas; obesidad por el aumento de apetito y con ello se incrementa la posibilidad de padecer diabetes; debilitamiento del sistema inmune, estando más expuesto a infecciones y resfriados; pérdida de memoria, de motivación, sueño, alteración del estado de ánimo; y aumento de la presión arterial y de la frecuencia cardíaca, acumulación de colesterol y triglicéridos en sangre, con aumento de riesgo de padecer enfermedades cardíacas y derrames.

En este caso fueron meses de incertidumbre y de noticias alarmantes sobre el número de contagios y fallecimientos que a diario impactaban sobre la salud de la ciudadanía confinados en sus domicilios, pero: ¿qué consecuencia tiene vivir una situación tan «crítica» en los menores?

Esto es lo que ha tratado de averiguarse con una investigación realizada desde la Universidad Bar-Ilan y la Universidad Hebrea (Israel) cuyos resultados han sido publicados en el 2018 en la revista científica Children and Youth Services Review.

En el estudio participaron 354 familias israelíes que acogieron temporalmente a huérfanos de Gaza. A los participantes se les pasó una escala para evaluar su nivel de exposición a una situación crítica como es el peligro a una contienda de guerra; una escala de trastorno por estrés postraumático; una escala para evaluar el deterioro social-amistad y laboral-escolar; y la última sobre el apoyo social percibido; igualmente se recogieron datos sociodemográficos de los mismos.

El hecho de evaluar a los padres y no a los hijos está en la idea de que los padres, aunque sean de acogida, son los que proporcionan estabilidad emocional y psicológica al menor, de forma que, si estos sufren estrés postraumático, se verá comprometido la salud emocional y psicológica del menor.

Los resultados muestran que únicamente un 5% sufrieron estrés postraumático, siendo significativamente mayor este porcentaje entre los participantes que tenían un menor nivel educativo, y al contrario, entre los padres «religiosos» se tenían menores niveles de estrés postraumático. No se encontraron diferencias significativas entre el apoyo social y el sufrimiento de estrés postraumático.

Tal y como resaltan los autores, aunque no se hayan encontrado diferencias en función del apoyo social, es imprescindible la ayuda profesional tanto en la detección de la sintomatología asociada al trastorno por estrés postraumático como en su intervención, ya que de ello va a depender la salud del menor. Por tanto y basado en estos datos, habría que cuidar la salud de los progenitores ya que de esa forma se reduce la posibilidad de sufrir estrés postraumático en los menores.