La situación económica y social de Chile está caracterizada por un aumento de los conflictos y tensiones sociales, una reducción del precio del cobre, riesgos de desertificación en la zona central, donde la producción agrícola está concentrada, devaluación de la moneda debida a un flujo menor de capitales extranjeros hacia el país con un aumento de la fuga de capitales y la conversión de pesos en dólares, que disminuye el volumen de la demanda interna e inversiones. Las expectativas de crecimiento han sido reconsideradas a disminuir y los índices de desocupación tienden a aumentar.

La suma de todos estos factores debilita aún más el peso chileno y esto incide negativamente en la inflación y nuevamente en las tensiones sociales, pudiendo crear un espiral negativo y en cierta medida incontrolable a medio plazo. A este cuadro hay que agregar la baja popularidad del gobierno y una deslegitimación general de los partidos políticos ante la incapacidad de afrontar la desigualdad social. Todos estos factores que representan un riesgo de inestabilidad prolongada. La coyuntura socio-económica y la dinámica social abren lentamente una nueva situación, cuyas implicaciones son difíciles de anticipar, con la agravante de una falta de consenso político y el peligro de un nuevo régimen dictatorial.

Es necesario distinguir entre causa, efecto, detonador, reforzamiento, efectos colaterales o secundarios y culpables. En pocas palabras se puede afirmar que Chile representa un sistema viciado, insostenible en sus contradicciones y conflictos, donde se ha perdido el sentido de la realidad y las proporciones. Un sistema político-económico y social condenado a cambiar y donde el factor más preocupante es la falta de visión y proyecto. Un aborto de cultura, un pueblo desculturalizado, víctima de la ceguera, rigidez mental y fanatismo. Un producto desesperado del seudo desarrollo involutivo y de una prosperidad excluyente, que ha confundido el país con un club de pocos amigos.

La naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola lengua y sin embargo existe un déficit enorme en la predisposición a escuchar. Hablamos hasta quedar sordos y esta es la barrera más grande que afecta la trágica realidad nacional. La capacidad de adaptación e innovación de un país es proporcional al diálogo. La diversidad política y cultural favorece una visión más amplia y profunda de los problemas y a pesar de esta deficiencia evidente e inflexibilidad mental, se escucha exclusivamente a los que comparten las mismas ideas y se busca desesperadamente que la imagen que tenemos de la realidad sea confirmada en términos absolutos y que nadie nos contradiga, como si fuéramos los detentadores absolutos de la única verdad. La división social se ha convertido en un abismo sin puentes, que nadie puede cruzar. En un contexto de crisis y disputa, donde los problemas se hacen evidentes, la violencia incontrolada y la exclusión total niegan cualquiera posibilidad de afrontar las dificultades y de progresar.

Y es en este juego perverso de definir e imponer realidades, que la ausencia de diálogo y consenso se muestra fatal e inexorable. Chile es víctima de sí mismo, de su propio delirio y sentimientos de grandeza, que se esfuman lentamente y dejan desnuda toda su pequeñez y egoísmo. Un país sacrificado en el altar del odio y de las absurdas ideas, donde dar significa robar; ofrecer, quitar; y gobernar, enriquecerse a costa de todos. Una cleptocracia desvergonzada y suicida, pintada de mentiras, que se apropió de los bosques, agua, tierra, minerales y mares, que hizo un negocio de la salud, pensiones y educación y que ahora en la oscuridad del día sonríe con una mueca falsa.