La autocrítica es la diferencia principal que hay entre personas de izquierda y de derecha. Quizás también la empatía, pero esa es una historia aparte y muy diferente, de la cual Michael Ende diría que debe ser contada en otra ocasión.

Esa capacidad para castigar a los partidos en las distintas elecciones también es terreno, sin duda, izquierdoso, ya que, al final, las abstenciones acaban siendo de izquierdas o de personas que no tienen capacidad intelectual ninguna; los cuales suelen reconocerse por el uso de la frase «a mí no me interesa la política», para evitar tener que decir que no es capaz de entender más de dos frases seguidas si el tema no es un cotilleo en la barra de un bar. Pero no votar no es autocrítica a mi parecer, es más bien autolesión, y abre, con estas abstenciones, las puertas a los gobiernos populares y populistas de derecha como penitencia. Yo me imagino a un trabajador de clase media en su sofá o votando a la derecha y diciéndose como castigo: «me lo merezco, a ver si así aprendo».

En cambio, hay un sentido más amplio de unidad y de fidelidad cuando se habla de la derecha, concretándose su comportamiento ideológico en una suerte de religiosidad pueril. Es decir, los votantes de derechas votan a su partido como si de la propia religión se tratara, y si esas ideas retrógradas se consideran poco más que «la palabra de Dios». ¿Cómo no votarles? Esto se enmarcaría en las tradiciones que se inculcan a los hijos desde bien pequeños. Niños vestidos como si acabaran de salir de un casting de la serie Cuéntame cómo pasó, que son llevados a la iglesia antes de ir al colegio electoral para que les quede claro el paralelismo familiar por el que se tienen que guiar. Estoy seguro que alguno mete el voto en la urna diciendo: Amén. Al fin y al cabo, sólo es otra eucaristía más, pero en la que no hay ningún Ecce Homo apalizado más que el propio votante.

Pero la izquierda no sólo se autoflagela cuando sus líderes no alcanzan las expectativas morales, sino que vive la política desde la reticencia continua. Pongamos como ejemplo al nuevo Gobierno. Es la primera vez en democracia que hay un Gobierno en coalición; dos partidos políticos de izquierdas, uno más que otro, que se tienen que poner de acuerdo para sacar adelante una legislatura que podía haberse entregado en bandeja de plata a la ultraderecha si Pedro Sánchez hubiera seguido sin bajarse del burro neoliberal.

Unidas Podemos se ve ahora entre la espada que supone no poder criticar abiertamente al PSOE cuando la cague y la pared en que se ha convertido la caverna mediática, que criticará en Unidas Podemos cualquier decisión que tome el PSOE, alejado del consenso de esa coalición. La primera medida anunciada por el presidente, que es como le gusta que le llamen, es la subida de las pensiones en un 1%, dejando la propuesta de Unidas Podemos de subir el salario mínimo interprofesional aparcada...aunque finalmente, hace apenas unas horas la nueva ministra de Trabajo, la gallega Yolanda Díaz, tras reunirse con sindicatos y empresarios, anunció la buena nueva de la subida del salario mínimo en 50 euros (hasta los 950 euros). Se espera, además, que al final de la legislatura, alcance la bonita cifra de 1.200 euros. Sin duda, un éxito del nuevo Gobierno y, especialmente, de Podemos, que se anota el tanto.

Por este tipo de cosas, los votantes de izquierdas están realmente a la espera, ilusionados, pero con la mosca detrás de la oreja. No se tiene la esperanza de que salga bien, se tiene la esperanza de que no salga mal. Sonará derrotista, pero esto no es una victoria en sí, es la oportunidad de una victoria. Las gentes de izquierdas, entre las que me incluyo, arrastran muchas decepciones, arrastran mucha indignación ante el retroceso social vivido y sufrido bajo los gobiernos del PP, y no quieren formar parte de ese retroceso nunca más, pero no tienen control sobre las decisiones de los partidos políticos, por eso la ilusión con cuentagotas, por eso la reticencia entre leyes y debates, por eso la alegría reprimida.

La esperanza no cuenta sólo con una planificación legislativa para mantenerse viva, sino que cuenta con la lucha antifascista como foco principal de actuación. Lo quieran o no, es así. La posibilidad de que hubiera un Gobierno de coalición movilizó a cientos de miles de analfabestias de la clase obrera más inconsciente para lanzarse piedras contra su propio tejado en las últimas elecciones, y contra esta tendencia a recoger como propio el ideario vomitado en tertulias como la de Ana Rosa Quintana, una mujer cada vez con la mirada más oscura, no hay otra solución más que la honestidad política de la izquierda ahora que tiene la oportunidad por la que lleva trabajando tanto tiempo a través de muchos terrenos otrora baldíos. Por eso es una responsabilidad tan grande en estos momentos, y no podemos mirar a nuestros propios representantes con ojos compasivos y casi ausentes, es un ahora o nunca si hablamos del futuro ético y socioeconómico del país para las próximas décadas, o lo hacen bien o nos están vendiendo al derechismo y al neoliberalismo de mercados esclavistas (no pienso llamarlo nunca más «Libre Mercado» cuando lo único que hace es crear esclavos).

Pedro Sánchez y este Gobierno, concretamente los políticos de Unidas Podemos que forman parte de él, estarán bajo la mayor lupa jamás usada, estarán recorriendo un camino lleno de noticias falsas con las que tropezar, a estos últimos incluso se les exigirá una rectitud moral como nunca antes a un político, y tendrán como misión más difícil el cambiar el mantra con el que los pobres diablos justifican su ignorancia más voluntaria y es esa frase mítica: «Es que todos los políticos son iguales». Es más, si exigentes serán los derechistas, más lo serán aún los votantes de izquierda, que tienen listas interminables de personas a los que quieren poder decir: «¿Lo ves? ¿Ves como se podían hacer las cosas de otra manera? ¿Ves como no todos los políticos son iguales?

Tengo la esperanza de que pueda ser así y de que se tachen muchos nombres en muchas de esas listas y que derive en muchas bocas calladas; esperanza de que la mordaza se caiga y no sea una ley, sino solo un fetiche sexual usado en los baños de la sede de Vox, y algún bozal quizás también necesiten, y esperanza de que exista realmente una moral que pueda despertar en la derecha, como un atisbo de inteligencia del PP y Ciudadanos para no dejar a los aristoprotonaziagropijos de Vox ejercer el chantaje a cambio de hundir, por ejemplo, Andalucía en el más profundo Franquismo 2.0, y podría hablar de muchas y distintas ilusiones y visiones de futuro, pero como persona de izquierda tengo que ser prudente en público y optimista en la intimidad, cuando pueda, y dejar hacer, y que pase el tiempo suficiente para comprobar que las promesas se hayan convertido en hechos y no se hayan quedado en palabras, porque no quisiera tener que volver aquí dentro de unos años y escribir un artículo diciendo que «la esperanza fue lo penúltimo que se perdió». No digo lo «último» porque con el subidón de quitarnos la esperanza seguro se les ocurre alguna otra cosa más que arrebatarnos. Ortega Smith tendría claro qué quitarnos y cómo, ¿verdad?

Pero sólo son mis reticencias hablando, o el temor a que se quiera cambiar todo y nada cambie. Así que, ya basta, para que la esperanza no se pierda quizás habría que cambiar los dichos populares y refranes. Yo propongo una variación, porque... «la esperanza es lo último que se pierde y el miedo, lo primero».