Si estás solo cuando estás solo, estás en mala compañía.

(Jean Paul Sartre)

La soledad, sea elegida o fruto de eventos inesperados, no es un tema menor como experiencia humana. Con todo y la hiperconectividad de la que «disfrutamos» hoy día — y parece que justo por ello —, estamos menos acompañados o ya no nos necesitamos tanto. La calidad de las relaciones humanas, pudiendo ser cada vez mejores, resultan en todo lo contrario. La inmediatez que caracteriza a este tiempo deviene en una distancia de unos con otros y lo peor, nos aleja de nosotros mismos. Esta realidad no solo debe ser reconocida, sino que también conviene sacar de ella el mejor provecho en vez de ofrecer resistencia negándola o evadiéndola.

No hay que ir al restaurante que tanto nos gusta para disfrutar su menú, solo tenemos que llamar al servicio a domicilio; si no, siempre tendremos Uber Eats o Globo. En Internet se vende de todo, ¡lo que sea! El ritual de ir al cine hoy se reduce en ver qué hay nuevo en Netflix, y solo los verdaderamente cinéfilos no renuncian al encanto de la gran pantalla y el aroma de las palomitas.

Antes procurábamos más cercanía con nuestros vecinos, ahora cada quien parece poder arreglárselas sin ayuda. Las diligencias bancarias se realizan en la red en cuestión de minutos. Y sé de algunos residenciales donde sus condóminos apenas se ven en la reunión semestral, y solo se saludan si coinciden en el ascensor. Sin embargo, lo anterior apenas es un aspecto de la soledad como flagelo personal y social, y definitivamente el más flaco, al menos desde el punto de vista que deseo plantear.

La soledad es una experiencia vital en el proceso de desarrollo de todo ser humano. Ella no solo debe ser adecuadamente entendida e incorporada a nuestra cotidianidad, debe ser incluso procurada como un acto consciente. Con esto no sugiero que el ser humano deba estar solo, o que esté diseñado para vivir sin compañía; el asunto pasa por otro lado. Cuando evitamos vivir en soledad, realmente estamos esquivándonos. Alejarse de ella, cuando es a toda costa, significa distanciarnos de nosotros, aun no nos resulte obvio. Aunque parezca un juego de palabras, no elegir vivir la soledad, cuando toca, nos conduce a más soledad.

La narrativa cultural ha satanizado la soledad. Nos enseña a verla como el castigo sinuoso del triste que no logra la conquista de sus anhelos. Se sugiere oscura, vacía y amargura de la vida. La soledad, cuentan, endurece los espíritus, enmudece las almas, y con el tiempo inhabilita para la compañía a quien la padece. Sin embargo, no es necesariamente así, y no tiene por qué serlo si elegimos entender los beneficios que representa y lo que verdaderamente persigue este estadio.

El reto no siempre será entender que la soledad y estar solos son cosas diferentes. Harto es sabido que podemos estar rodeados de personas y sentirnos solos, o bien no tener compañía y no por ello experimentar soledad. Lo importante será lograr identificar si hacemos algo solo para no estar solos; qué estamos dispuestos a hacer con tal de evitar sentir lo que la soledad nos hace sentir. Es trascendental entender de qué escapamos. Por qué recreamos toda suerte de situaciones y contextos con tal de lograr compañía, cómo es que llegamos a negociar intereses personales o reducimos estándares de vida y pensamiento, solo por no estar «más solo que un hongo». Ahí está la trampa de todo. Porque al final, cuando la actividad termina, cuando las puertas se cierran y la gente se retira, te quedarás contigo, y si antes ya te sentías miserable y lograste evadirlo por un rato, cuando estés solo volverás a lo anterior, indefectiblemente. Este círculo, toda vez que inicia, puede no parar por años.

Lo anterior nos conduce a lo siguiente, y justo por eso la soledad es un tema de importancia: nuestra soledad será mayor, más intensa y dolorosa, mientras menos reconciliados estemos con nosotros mismos, porque nunca estarás solo o sola si estás realmente en tu propia compañía y te disfrutas. El problema, pues, no es la soledad en sí misma, sino lo que en ella estamos compelidos a enfrentar, qué imagen o recuerdo de nosotros mismos, cual espejo, nos devuelve y detestamos, o si nos convoca a una memoria que repelemos visceralmente. La soledad nos remite a una tarea pendiente, de esas que nadie puede hacer por nosotros. En una forma más llana, la soledad somos nosotros mismos acompañándonos con lo que tenemos y lo que no, y precisamente no todos estamos listos para enfrentar lo que significa la autopresencia consciente.

El propósito de todo esto es advertir si llenamos nuestra agenda de obligaciones miles, con gente que no necesariamente nos agrada o nos suma, en actividades que no nos apasionan ni disfrutamos, todo con tal de no lidiar(nos), o si nos atrevemos a romper la esfera de confort que encontramos en el autoengaño, todo con tal de vivir realmente en la mejor de las compañías: la propia.