La Historia, con mayúsculas, está rubricada con letras de oro, pompa, fotografías, placas y mucha solemnidad por aquellos a los que el destino circunstancialmente eligió para estar en primera fila liderando. Muchas veces porque pasaban por allí y otras tantas porque de verdad ansiaban esa posición de poder. Pero indefectiblemente siempre está hecha no sólo por obreros, al fin y al cabo somos personas antes que clases sociales, sino por todos los ciudadanos de a pie. Todos los que cada día van a trabajar (hoy en día los que intentan encontrar un trabajo decente), se preocupan de pagar sus impuestos, buscan que sus hijos tengan una buena educación, cuidan de sus mayores o se preocupan de mantener en su vida hábitos sostenibles para la naturaleza y la conservación del planeta. Esos son los que definen qué destacarán de nosotros generaciones venideras o cómo se va a construir el futuro. Porque el futuro no es un ente abstracto, se va formando desde el presente. Con nuestras decisiones y acciones diarias.

La inocencia es un estado beatífico. Siguiendo a la RAE, es un estado del alma limpio de culpa, una exención de culpa en un delito o mala acción o simplemente, candor y sencillez. Generalmente, solemos quedarnos con la visión reduccionista de esta última acepción. Qué tonto, es demasiado simple para ver la complejidad de la realidad. Pero es que la inocencia viene dada por unas percepciones que suelen verse distorsionadas en lo que toca a sentimientos tan fuertes y envolventes como el amor, o la fe. Y ya se sabe qué ocurre cuando uno está enamorado o cree firmemente en algo (no necesariamente relacionado con la religión). Todo el poder de acción y pensamiento del ser humano, toda su energía se focaliza hacia la causa de ese sentimiento. Podría decirse que la capacidad de juicio crítico se reduce y actuamos como «autómatas». Lo peor – y lo necesario- viene cuando salimos de ese letargo momentáneo que tanta felicidad nos producía y conocemos la realidad en todas sus aristas. Comprobamos que esa inocencia tenía un precio demasiado elevado. Es un choque frontal casi como un accidente automovilístico, con los sentimientos y percepciones que pueden destrozar vidas.

La periodista Svetlana Aleksiévich (URSS, 31 de mayo de 1948) consiguió un merecidísimo Premio Nobel de Literatura en 2015 por recopilar con sencillez, sensibilidad y humanismo las vidas corrientes de personas – militares, profesoras, madres, ancianos – que ayudaron o consagraron buena parte de su vida a construir el sueño de una sociedad ideal en un país multicultural, plurinacional de verdad, gigantesco. El gran país de los sóviets. El «hombre soviético». Un sueño desproporcionado porque lo ideal nunca puede venir de un ser humano que será por definición, mortal e imperfecto de necesidad. El caso es que esas personas despertaron un buen día sin patria, sin dinero, sin bandera, con restaurantes McDonald's y perfumerías de lujo entendiendo que habían vivido en una estafa monumental. Como en la película Goodbye, Lenin, de repente ni su dinero valía nada, ni su vida alcanzaba a tener mucho sentido. Aunque habían sobrevivido a cosas mucho peores: las guerras, el hambre, las carencias, las detenciones, el gulag, el miedo a las escuchas o la sordidez de una vida gris, muy sufrida. Eso sí, muy literaria. Heroica a la manera rusa.

Ciertamente, vivir una vida con sentido no es tener el último modelo de Aston Martin, comprar cosmética de lujo o tener un jet privado. El ser humano necesita casi como respirar creer en algo que motive su acción, que justifique su existencia efímera de algún modo. Esperamos algo más que sobrevivir austeramente esperando un mañana ideal que nunca llega. O sacrificarnos en aras de un «bien común» bastante difuso y oscuro.

Stalin, Lenin, Marx, Yeltsin o Gorbachov estarán en los libros de Historia pero nunca podrán devolver a esa gente la libertad perdida, el miedo, o curar su decepción.

En esta sociedad tan ansiosa e hiperventilada en que vivimos, el testimonio sencillo, inocente, directo y conmovedor de estas vidas tiene el valor inmenso, no sólo testimonial, de recordarnos que el hombre es capaz de lo mejor y de lo peor. Que es necesario luchar por aquello que creemos justo, pero sin dogmas. Que la realidad es compleja y debemos adaptarnos a ella, o cambiarla cuando es injusta, pero que nunca debemos dejar de mirarla de frente por dura que sea. Que debemos respetar y conocer al que es distinto o piensa distinto a nosotros para conocernos mejor a nosotros mismos. Que los sentimientos son complejos y debemos saber gestionarlos. La sentimentalidad exacerbada no mejora nuestra calidad de vida, precisamente en momentos críticos. Da una falsa seguridad. Por eso hay que luchar por saber, conocer más, motivar y construir. Porque destruir es siempre muy sencillo.

La Historia está llena de grandes caídas y zombis que pagaron su precio. Que se lo digan a los trabajadores de Lehman Brothers, a los ciudadanos arruinados de medio mundo por la crisis subprime o a los ciudadanos soviéticos a los que hoy se tilda de locos insensatos. El final del Homo sovieticus que destaca el libro de Svetlana Aleksiévich. Todos merecen un respeto y un lugar en la Historia porque la construyeron. Con muchísimos errores y algún que otro acierto, pero lo hicieron. ¿Cuál será nuestro lugar en esa Historia?