En lo que podemos llamar Tercer Mundo, la población escapa a la pobreza, y en muchos casos también a las guerras crónicas, de las áreas rurales. El resultado de todo esto son ciudades desproporcionadas sin planificación urbanística plagadas de barrios mal llamados «marginales».

Sumado a este proceso de éxodo interno tenemos las políticas neoliberales que desde los años 80 empobrecieron más las ya estructuralmente pobres economías de la región. Hoy cada niño que nace en Latinoamérica o en África ya sufre la condena de tener sobre sí una deuda de 2.500 dólares con los organismos financieros internacionales (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). Deuda, obviamente, que repercute en una falta crónica de servicios básicos, en falta de oportunidades, en un futuro ya bastante trazado (y no de los más promisorios precisamente).

Como consecuencia de estas políticas de ajuste estructural se dio un aumento de la miseria de los siempre pobres sectores agrarios y un aumento de la migración hacia las ya saturadas capitales. Ningún país del Tercer Mundo, aunque a veces se muestren números promisorios en la macroeconomía, resolvió los problemas crónicos de las grandes mayorías. La pobreza real ha aumentado estos últimos años, haciendo más grande la distancia entre ricos y pobres. Los asentamientos precarios van albergando cada vez más gente, casi tanta gente como los barrios formales. Pareciera que hay un proceso de exclusión donde el sistema expulsa, hace «sobrar» población. Pero si la «gente sobra», esto sólo puede darse en la lógica económico-social dominante, nunca en términos humanos concretos. La gente está allí y tiene derecho a vivir (junto a otros derechos que le aseguran una vida digna y con calidad).

Donde más golpea la pobreza, por cierto, es en la infancia. Niños nacidos en la pobreza, niños de barrios marginalizados, niños que, desde el inicio, para la lógica dominante «sobran». No los esperará entonces, seguramente, un mundo de rosas. Si uno de estos niños tiene suerte y no muere de alguna enfermedad previsible o por inanición, trabajará desde muy pequeño. Quizá termine la escuela primaria, pero probablemente no. Casi con seguridad no asistirá a la escuela media; mucho menos a la Universidad (en numerosos países eso sigue siendo aún un lujo). Se criará como pueda: pocos juguetes, mucha violencia, poco cuidado paterno (padres que trabajan fuera de la casa como constante); seguramente se criará junto a muchos hermanos: seis, ocho, diez. Esto en el campo, donde se necesitan muchos brazos para las faenas agrícolas, es parte de la cultura cotidiana; pero en un asentamiento precario en medio de una gran ciudad es ante todo un problema. Su trabajo será en las calles, no bajo la supervisión de sus padres. Trabajo, por otro lado, siempre descalificado, muy poco remunerado, siempre en situación de riesgo social: la violencia, la transgresión, las drogas estarán muy cerca. Esto se potencia en el caso de las niñas.

La pobreza de donde provienen estas niñas y niños no se concibe sólo en términos de ingreso monetario, siempre escaso por cierto. También lo es en cuanto a recursos en general para afrontar la vida, en conocimientos, en experiencias. Las familias «reproductoras» de niños que van a trabajar, o en algunos casos vivir, a las calles son en general numerosas, con dinámicas violentas, con antecedentes de alcoholismo, en algunos casos promiscuas, a veces con historias delincuenciales. Pero todo ello no por una cuestión de «dejadez», de «vicio moral». Es el síntoma de una descomposición social creciente de un sistema que, en vez de integrar gente, la expulsa.

Todo este nivel de descomposición social es más fácil que se de en un grupo marginado económica y socialmente (los que sobran) antes que en los sectores integrados. Lo dramático es que la población «sobrante» aumenta, y por ende sus niños, que son quienes terminan poblando las calles.

En cualquier ciudad del Sur vemos como algo común ejércitos de niños deambulando por las calles. Desde muy tempranas edades, sucios, harapientos, a veces con su bolsita de inhalante en la mano, estos niños y niñas ya forman parte del paisaje cotidiano: menores de edad que venden cualquier baratija, lustran zapatos, lavan automóviles, mendigan o simplemente roban, y pasan sus días en parques, mercados o terminales de autobuses haciendo nada. El fenómeno es relativamente nuevo, de las últimas décadas; pero lo peor es que está en franca expansión. Se estima que en todo el mundo hay 200 millones de niños que trabajan o viven en las calles. ¿Por qué? ¿Cuál es la verdadera historia de los niños de la calle?

La calle atrapa

Establecidos en las calles es muy fácil que algunos se perpetúen allí. Y cuando esto sucede, cuando se cortan los vínculos con las familias de origen, la inercia lleva a que sea muy difícil salir de ese ámbito. Callejización, consumo de drogas y transgresión van de la mano. Un niño finalmente se queda a vivir en la calle porque escapa así a un infierno diario de violencia, desatención, escasez material. Recordemos que pobreza no es sólo falta de dinero efectivo; es también falta de posibilidades para el desarrollo, desatención, violencia. Lo que, casualmente, se encontrará ante todo en los grupos más sumergidos, en las «poblaciones excedentes».

Son varias las instituciones que se ocupan del problema de los niños de la calle; las hay públicas y privadas. Más allá de buenas intenciones y diversidad de metodologías, el impacto de sus acciones es relativo; por supuesto que una atención puntual en un caso, o un apoyo concreto para la sobrevivencia, puede ser mucho. Y ni hablar de algún niño rescatado de esta situación y reubicado en otra perspectiva. Ello es encomiable. De todos modos el fenómeno en su conjunto no se termina, por el contrario crece.

El amor de la caridad religiosa no alcanza. Amar incondicionalmente a un niño paria es, finalmente, un engaño. ¿A título de qué amar tanto? Un proyecto humano no se puede construir a base de caridad, porque ello ratifica la diferencia: uno que tiene y puede dar a un necesitado de todo. No debe olvidarse que esos mismos niños y jóvenes deben procurarse algún sustento, y lo más a la mano al respecto termina siendo, irremediablemente, el hurto. Una cadena, un reloj, una cartera, un equipo de sonido de un vehículo pasan a ser el alimento cotidiano de estos parias.

De ningún modo se pude justificar una conducta transgresora. Robar una billetera a un transeúnte es un acto delictivo, estamos claros. Pero hay que partir por reconocer que la problemática concierne a todos. Cada niño durmiendo en una plaza o con su bolsa de pegamento es el síntoma que indica que algo anda mal en la base; taparse los ojos ante esto no soluciona nada.

Los niños, el eslabón más débil de la cadena, son la esperanza de un futuro distinto; también los de la calle. Estigmatizarlos no servirá para contribuir a algo nuevo. «La continuada marginación económica y social de los más pobres está privando a un número creciente de niños y niñas del tipo de infancia que le permitirá convertirse en parte de las soluciones de mañana, en vez de pasar a engrosar los problemas. El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas» (UNICEF).

Los niños de la calle, en tal sentido, son las víctimas de un sistema, quizá las más golpeadas. Ahora bien: más allá de bienintencionadas declaraciones, correctas en sí mismas, está más que claro que el problema de niñas y niños en la calle no se puede solucionar independientemente del entorno que los crea, de las condiciones por las que surgen. Aunque mágicamente se les hiciera desaparecer a todos hoy, mañana seguro habrá más, porque el chorro que los produce no se ha cerrado. Son un síntoma. Y para curar un síntoma hay que ir a las causas.

Son victimarios en tanto roban por la calle, eso está fuera de discusión. Pero ¿acaso el sistema económico-político-social que los crea no es un atentado a la vida, una afrenta a la humanidad? Que sea legal, que las políticas neoliberales y capitalistas en general sean legales, que todo ello sea la legalidad estatuida, no significa que sea justa. Una vez puesto en la calle es muy difícil recuperar a un niño o niña. Por eso la mejor política al respecto es la prevención. Prevenir que un menor no vaya a para la calle, para lo cual tiene que tener asegurados los satisfactores básicos: salud, educación, cariño, una familia, seguridad en sentido amplio. Solo con todo eso podemos prevenir que siga habiendo más y más niñez en la calle.