Tratando de meterme en la actualidad cada semana, de empaparme de novedades y rozar el día a día, caigo en la cuenta de que, si tuviéramos una verdadera democracia, más de la mitad de los males que aquejan a este mundo no existirían. Y por eso acabo de inventar una palabra, en realidad quiero normalizar una palabra que se usa en las redes sociales cada vez más. Voy a echar la culpa al diccionario de la RAE —se queda corto para describir lo que quiero contar— y les propondré añadir esta línea en su próxima edición:

Distocracia: forma de gobierno distópica de la democracia. Es la forma de gobierno más común en los Estados del siglo XXI. Nacida de las democracias del pasado, la distocracia representa de forma imperfecta y distante al pueblo que cree tener el poder votando.

Y se preguntarán más de tres (entre ellos yo hace un año), ¿y qué es una distopía? Una distopía es lo mismo que una utopía, pero con final triste. Cuando pensamos utopías pensamos en un mundo mejor en el que todos seamos felices, tengamos para comer, no haya guerras, podamos compartir las cosas sin necesidad de odios y rencores. Una utopía es creer que todo este mundo en el que vivimos puede llegar a ser mejor. Casi todas las películas, libros e historias de ficción que se hacen sobre el futuro son por el contrario distopías. Distopía es pensar que nuestro futuro va a ser peor —aun si cabe— de lo que es hoy y que las necesidades no cubiertas hoy van a ser la violencia del mañana.

Vivimos en una distocracia

Esto no es una democracia como la plantearon los griegos, como la proclamaron los franceses y norteamericanos siglos después. En este siglo XXI, priman las distocracias en las que el ciudadano vota entre dos partidos —con opciones reales al poder— cada un determinado tiempo y durante este no se le hace ni puñetero caso por más que se manifieste, que proteste, que descubra fraudes o suciedades. El poder ciudadano de una distocracia se limita a pagar impuestos y creer que todo lo que el gobierno le dicta es lo mejor para la sociedad. Las distocracias, por lo tanto, no son democráticas, pero lo aparentan muy bien.

Las distocracias europeas

Son las que provocan actualmente el sostenimiento de una crisis económica que perdurará (más allá de los brotes verdes de los que hablé la semana pasada) y que se propone distanciar más y más a los ricos de los pobres. Una democracia europea se preocuparía porque todos los votantes tuvieran derecho a la misma educación, al mismo empleo, a la misma salud.

Las distocracias africanas

Brillan por la ausencia y si alguna aparece temerosa, con pequeños visos de ser pseudo-democracia como las demás occidentales, no llega ni a ser distocracia. Se juzga a expresidentes, a corruptos, a mandamases y no se dan las normas mínimas de separación de poderes, de libertad de expresión, de libertad de defensa. Los pueblos luchan unos contra otros, los dictadores son ensalzados. Y los pueblos siguen dependiendo de las fuerzas externas que aprovechan esas luchas internas atroces.

En América latina

En América Latina está el mayor criadero de distocracias que jamás se haya visto. Desde los años ochenta —en los que USA se hartó de alentar levantamientos militares y decidió darle un lavado de cara a la región— las distocracias se revelan triunfadoras en el panorama político latinoamericano. Populismo, falsa rebeldía histórica, caciquismo… Todo vale para hacer el culebrón, la telenovela política más real, más oficial, más sostenida en el tiempo. Tenemos países donde los familiares del presidente pasan de una elección a otra como pseudo-reyes y otros en los que el grupo cerrado (bipartidista o monopartidista) se desarrolla por décadas sin el más mínimo resquemor de la sociedad. Es cierto que siempre existen grupos minoritarios, manifestaciones, protestas, alguna que otra huelga, pero no es más que eso, una distocracia que va a peor y que cada vez refleja menos a la democracia de la que un día nació.

La madre de las distocracias

Y no puedo dejar de lado a la madre de todas las distocracias: los Estados Unidos del norte de América. Dos partidos, un poder y muchas, pero muchas, disputas insignificantes y altisonantes que hacen creer a los pocos ciudadanos que votan que están ejerciendo el poder al emitir el sufragio. ¡Ilusos! Es una distocracia a lo grande. Por dar un ejemplo de tantos: cada preso encerrado en Guantánamo cuesta a las arcas norteamericanas una media de un millón de dólares al año. La mayor cárcel ilegal del mundo cuesta al Estado del norte 200 millones de dólares al año y luego se quejan porque no llegan a un acuerdo para pagar a sus funcionarios estatales. ¿Alguien ve revueltas en Nueva York o Washington? No, sólo sabemos que el alcalde de Nueva York da un pequeño giro a la izquierda, que el partido republicano cree que ganará las próximas elecciones y que se han puesto de acuerdo para reabrir los museos…

En España existe una monarquía distocrática, algo aún más complejo, porque el jefe de Estado no se elige con votos, sino que hereda la corona gracias a la sangre que lleva en sus venas, sangre del hombre que fue nombrado por un dictador en los años setenta.

Llegados a este punto de decepción completa, tengo que admitir que las distocracias no son el peor sistema de gobierno que pueda existir, aunque tenemos que saber que no son democracias.

La democracia es hoy por hoy una utopía

No hay ningún gobierno democrático al 100% en el mundo y los pocos que se acercan a la definición son gobiernos nórdicos con pocos habitantes formados con ciudadanos muy formados y con una consciencia cívica destacable.

Asumir el problema es empezar a resolverlo y este es el granito de arena que quiero aportar inventando la palabra distocracia y comentando estos ejemplos.

En nosotros está seguir creyendo que vivimos en democracia, que votar entre dos opciones cada cuatro años o seis años un presidente es suficiente, que los diputados y senadores son legítimos representantes del pueblo y que no tenemos nada más que decir. Aprendamos a movernos unidos y a pedir que se oiga nuestra voz en el congreso, en los gobiernos: hay mil maneras, cambiar las leyes para que los referéndums sean cosa del día a día, para que haya división real de poderes y se controlen entre ellos, para que la opinión pública sea oída y respetada. Quiero que la distopía se vuelva utopía, quiero que la palabra distocracia nunca llegue a tener uso en la calle y cuando la acepte la RAE sea ya una cosa del pasado.