Desconozco si hay algún estudio sobre el porcentaje de películas de serie B que empiezan en la amplísima cocina de una casa americana con un padre de familia trajeado que apenas roza con sus labios una taza de café y sale apurado porque llega tarde a una reunión. La esposa, ciertamente contrariada, recoge el opíparo desayuno que había preparado con todo su cariño y que desolado sigue en el plato esperando un paladar que lo saboree.

Me aventuraría a estimar que al menos un veinte por ciento de estas películas empiezan de este modo.

Personalmente creo que este proceder es un sacrilegio, una abominación, pues el desayuno es la comida más importante del día. Sé que en este punto ya me habré ganado las simpatías de médicos y nutricionistas, pero mi consideración no camina en este sentido.

Como siempre, empezaré estas líneas acudiendo al diccionario, a mi querido diccionario. El verbo desayunar está formado por el prefijo «des-», que denota negación o inversión del significado de la palabra a la que va antepuesto, y «ayunar», que procede del verbo latino ieiunare, que significa «privarse de comer, vacío de alimentos». En sentido figurado, desayunar es aliviar ese vacío que la noche ha cavado durante el sueño, y ese espacio hay que llenarlo no solo con alimentos.

Se trata de decidir cómo quieres comenzar tu día, de elegir el sabor que acompañará tus pasos hasta que se ponga el sol.

Desayunos sin prisa con esa amiga con la que compartes secretos y en los que las cifras de tu edad juegan al despiste y cuando te das cuenta tus 51 se han intercambiado sus chaquetas y se han convertido en 15, e inexplicablemente tu comportamiento también te traiciona y te descubres riendo como una adolescente, como si lo único importante en la vida fueran ese momento y ese lugar.

Ese desayuno robado al tiempo del trabajo que produce un dulce remordimiento. Ese arañar minutos como el que sabe que está cometiendo un pequeño «hurto», pues mil tareas insensibles a tu ánimo esperan en el despacho.

O ese inolvidable y chic brunch en un lujosísimo hotel madrileño, jugando entre hermanas a transportarnos a otra época, a otro mundo acunadas por piezas de opera que emocionan. Y descubres que la ópera te eriza la piel, que el piano acariciado cerca, muy cerca de ti, suena a cielo. Desayunando apenas a dos metros de esas voces… un sueño. Y descubres que hay otros desayunos diferentes en los que la trasnochada tostada cede su puesto a cajas y más cajas de coloridos cereales cuya pareja de baile es una divertida leche de colores.

Aunque los clásicos siempre son una apuesta segura: un desayuno en el café Gijón con mi hijo, casi veinteañero, que se deja seducir por la fascinación del señorial Paseo de Recoletos de Madrid, mientras mis pensamientos viajan a las tertulias literarias de principios del siglo pasado.

Ese café en el Comercial, local centenario madrileño que ve cada madrugada cómo se despereza a su lado la calle de Manuela Malasaña, en el que te hubiera gustado conceder el indulto a todas esas palabras presas en tu cabeza y que no cabrían en una eternidad, pero que has de reprimir e hilvanar apenas en una frase: «A pesar de todo, la vida es bonita».

El amanecer de cada día nos deja sobre la almohada una página en blanco y solo tú decides su destino: hacer tu lista de tareas, escribirla con una preciosa caligrafía inglesa o garabatearla con mil colores.