Los duendes son seres que, a pesar de su fama, resultan francamente desconocidos. Poca gente puede presumir de haber visto a alguno y eso que se encuentran por todas partes, o eso dicen. Muchos quisieran ver a uno porque cuentan las leyendas que son custodios de tesoros, pero será muy ingenuo quien piense que es fácil sacarle algo a una de estas creaturas. Son sumamente astutos.

Hace años, Otilio Crofton Crocker, un chico pelirrojo y narigón, vecino del mismo edificio de mis primas, me inoculó la curiosidad por estos entes tan simpáticos. Me contó que su tatarabuela fue seducida por un duende. Del amor que surgió entre ellos, brotó el eslabón de unión entre a los pobladores del fantástico mundo duendil y el de los humanos, conocido por mucha gente a través de leyendas y tradiciones populares.

Otilio me aclaró que los leprechaun, o duendes irlandeses, son una raza antigua y orgullosa del pueblo elfo que gobernó Irlanda en tiempos antiguos mediante el empleo de la magia antes de la llegada de los hijos de Mil. Por eso, es sumamente incorrecto referirse a ellos como simples zapateros remendones, si bien, lo del oficio de reparar zapatos es cierto, también es verdad lo de su maestría en los artes de la magia. Tal vez los culpables de esa imprecisión sean Lady Gregory y W.B. Yeats quienes se confundieron y creyeron que la palabra leprechaun procede de leith broghan —el fabricante de calzados— y no es así.

La verdad es que los duendes son entes restauradores. Hay magníficos hojalateros, estupendos sastres, tejedores muy bien hechos, ingeniosos carpinteros, pero también hay los que se dedican a nuevos oficios. Los duendes son seres que se adaptan fácilmente a la tecnología moderna; no es extraño verlos trabajar en talleres de computación, mecánicos o imprentas. Claro, el trabajo que más les gusta es cuidar baúles llenos de monedas de oro.

Recuerdo que Otilio me corregía frecuentemente. Decía que a pesar de que los duendes saben disfrutar de la soledad, son seres sumamente sociables, tienen vida familiar, son leales con los de su clan y cuando se trata de adoptar hogares humanos, los duendes resultan ser sumamente fieles. Si se encariñan con familias humanas, los cuidan, los ayudan y hasta se trasladan con ellos en caso de haber una mudanza. Así fue como llegaron los aluxes a la Península de Yucatán, según Otilio.

Para detectar si un duende se ha instalado en casa hay que estar atento. La mejor señal es el sonido del golpeteo de su pequeño martillo mientras reparan algo. También, hay veces que silban mientras están trabajando. Sus rumores se pueden confundir con los de los aparatos domésticos. En cualquier caso, cuando se tenga la sospecha de haberlos escuchado, hay que ser sigilosos. Lo indicado es aproximarse lentamente, pues si se dan cuenta, se desvanecerán en un suspiro.

Otilio me dijo que los duendes miden poco más de medio metro de altura, tienen rostro apergaminado, ojos brillantes y nariz roja y puntiaguda; la mayoría tienen barba y orejas en forma de hojas enervadas. Les gustan los colores como el verde viejo y el marrón. Les fascinan los gorros rojos, la indumentaria anticuada y a veces lucen un poco andrajosos. Lo decía y trataba de ocultar el hoyo que tenía en la manga del suéter a la altura del codo. Ahora recuerdo que sus pantalones siempre tenían parches en las rodillas.

Los duendes tienen un gran amor por el oro y son más ocurrentes que muchos geniecillos. Eso sí, son muy pudorosos, no les gusta andarse paseando entre la gente. También son selectivos, no le revelan su presencia a cualquiera. El que diga que ha atrapado a un duende es un redomado mentiroso. Eso es casi imposible. Todo el mundo sabe que estos geniecillos tienen un espíritu que no puede ser capturado en ningún objeto físico. Para agarrar a un duende hay que usar otros medios. Eso lo único que quiere decir es que son ellos quienes eligen y no al revés. Cuando han hecho la elección, son fieles por toda la eternidad. Otilio lo decía y me miraba entre suspiros.

Por lo difícil que es atrapar a un duende, el reto de agarrar a uno siempre me llamó la atención. Con Otilio hacíamos las trampas que a él le parecían pertinentes. Usábamos las botellas vacías del whisky que su papá traía de Escocia. Embotellar a un duende tiene su chiste, hay que dejar una moneda de oro en el fondo del frasco y, en aquellos años, no teníamos ese tipo de cebo a la mano. Tal vez por eso jamás logramos atrapar uno, pero él decía que no era esa la razón. En realidad el duende no caería jamás, pues son seres sumamente escurridizos. Hay que ser muy astutos y, nosotros, claramente, no cumplíamos con esa condición.

—¿En serio quieres ver un duende? —me encaró Otilio un día.

—Ss-ssí —contesté agitando la cabeza.

—Toma este broche.

Era pesado, tenía forma de trébol de cuatro hojas y el centro el adorno era una piedra con un pequeño orificio.

—Mira, está hecho del nudo del árbol de madera roja, el que más les gusta. Era de mi tatarabuela, fue un regalo de su esposo, el leprechaun. Fíjate bien, es una dedalera.

—¿Qué es eso? —lo miré extrañada.

—Es el agujero de la piedra. A ellos les da curiosidad y se asoman. La persona que tenga una dedalera se vuelve muy poderosa en el mundo duendil. ¿Por qué crees? Adivina, es obvio.

Cuando Otilio se enfadó de oír respuestas absurdas, me dijo que quién tuviera ese artilugio podía pedirle la olla de oro al duende.

—La poseedora de una dedalera transformará al duende en un ser tan dulce como una empanada, le quitará lo avaro, será para ella un ser chistoso; le contará las mejores historias; le enseñará las mejores adivinanzas y la ayudará a descifrar los acertijos más complicados del mundo, pero, sobre todo, conseguirá su corazón —la nariz de Otilio parecía una luz de semáforo en alto.

Al tomar la dedalera entre las manos un olorcillo a sándalo entró en la habitación. Las pecas del pelirrojo sonriente se multiplicaron y las orejas parecieron crecerle hasta terminar en punta. Mi mamá me hizo regresar el regalo. Me dijo que se trataba de algo muy valioso para la familia de Otilio y que era imposible que yo me lo quedara.

El día que le devolví la dedalera, Otilio se puso muy triste. Al poco tiempo se mudaron de casa y jamás lo volví a ver. Poco tiempo después leí que los duendes consideran un gran cumplido que se les acepte un regalo, ya se sabe que son muy codos. Pero el rechazo se considera una ruptura tan definitiva que incluso puede causarles la muerte.

Otilio no murió. Hace unos días lo vi en la portada una importante revista de negocios, es el vicepresidente ejecutivo de un banco muy grande. En la foto aparece sentado sobre algo como un baúl del que sale una especie de arco iris. No sé por qué, pero no me sorprendió verlo vestido de verde, con un traje algo pasado de moda.