A mamá le gusta sentarse en la silla de lona a vernos chapotear en la alberca. Se acomoda a la sombra de la palapa y abre el libro para empezar a leer, pero a veces pierde la mirada entre las nubes y otras, simplemente nos observa. Usa unos enormes lentes oscuros, tan redondos que le cubren casi la mitad de la cara. Siempre lleva un sombrero de paja en forma de hongo. Lo adorna con mascadas y paliacates que amarra alrededor de la base. Se ajusta el barboquejo de cuero, aunque no esté soplando el aire. A veces me lo presta, pero me pide que lo cuide y no lo moje porque se echa a perder. Juego con él al papalote, pero mamá se enoja y se lo tengo que regresar. No es juguete, me regaña y se lo vuelve a poner. Es raro que nade con nosotros, pero casi siempre mete los pies en la orilla y nos avienta agua. Yo sé que a mis amigos les da envidia, les gustaría tener una mamá tan bonita que prepare limonada rosa y que los deje comer papas y dulces antes de la hora de la comida.

Ya empieza a hacer calor. Guardamos los guantes, los suéteres de cuello de tortuga, las bufandas y las chamarras. Dejamos en el clóset la ropa pesada y sacamos las camisetas que me gustan más. Salimos al jardín con los trajes de baño, las toallas de rayas, los tubos inflables, las chanclas de hule y los barquitos de plástico. Invitamos a los vecinos para que vengan a jugar a la casa. Mamá dice que estamos muy pálidos y que nos urge de salir del cuarto para asolearnos. Nos quita los audífonos y los aparatos, nos obliga a desconectarnos de Internet y nos saca a disfrutar del sol. El calor se nos mete al cuerpo. Hay una humedad en el ambiente que hace que salga vapor de la alberca. No se puede andar descalzo pisando el suelo, las baldosas queman.

Mi hermana Tita y su amiga se tienden al lado del chapoteadero desde temprano. Están ahí desde que terminaron de desayunar, una frente a la otra, y no paran de hablar. Mamá está distraída, tiene un abanico color azul turquesa con el que se sopla aire lentamente mientras suspira y se entretiene con las olas del mar. Chacho viene como a las once de la mañana, en su casa se levantan tarde y no lo dejan salir hasta que haya terminado de arreglar su cuarto. Llega con una pelota nueva. Es de esas de playa que tiene gajos de muchos azules. Nos la enseña con la misma ilusión con la que se presume un trofeo. Es muy grande y nos cuesta mucho trabajo inflarla. Nosotros tratamos de hacerlo solos y, como no pudimos, mi mami fue la que terminó de hacerlo. Nos aventamos a la alberca. Sacamos tanta agua que mojamos a mamá, a Tita y a su amiga. Ellas protestan pero nosotros ya estamos jugando con la pelota. Es muy difícil lanzarla, atraparla y cuando cae en la superficie, salpica mucha agua. Nos morimos de risa y mi mamá se divierte al ver cómo brincamos como chapulines mojados.

El sol ya está por todo lo alto y Reyna, siempre puntual, sale de la cocina justo a las doce del día, con una charola en la que trae la famosa limonada rosa, llena de hielos en una jarra que suda con gotas gruesas. También trae platos con jícamas, zanahorias, cacahuates, papas fritas y guacamole. Camina despacio, haciendo equilibrios para que los vasos no se estrellen contra el suelo. El crujir del pasto bajo sus pies hace que mi mamá vuelva la mirada y grite:

—Salgan. Vengan, miren qué cosas tan ricas nos trajo Reyna.

Dejamos la alberca de un brinco. La brisa se siente deliciosa sobre los hombros y la espalda húmeda. Mamá me sonríe y eleva las cejas apuntando a las toallas. Sí, ya sé que nos tenemos que ir a secar antes de meter mano a la botana. Mientras nos enrollamos en la toalla, escucho cómo caen los hielos mientras ella llena los vasos y los pone en la mesa de la sombrilla amarilla que Reyna colocó junto a la alberca.

Chacho y yo nos reímos al mismo tiempo y corremos junto a mamá. Queremos ser los primeros en llegar para ganar los mejores lugares. Mi hermana Tita y su amiga, se tardan un poco más en secarse. ¿Qué se secan si no se metieron a la alberca? Se ponen una camiseta sobre el bikini antes de ocupar un lugar en la mesa. Las niñas grandes siempre se tardan más en hacer las cosas. Mamá acerca la silla de lona, consulta el reloj; ya es hora, dice entre susurros. Y pide que le traigan una botella que a Reyna se le olvidó en la alacena, también pide un caballito.

—No corran, pónganse las chanclas o se van a resbalar —advierte mi mamá siempre que salimos de la alberca. No han sido pocas las veces que hemos volado por los aires y nos hemos pegado en la cabeza o nos hemos caído por no hacerle caso. El piso es muy resbaloso cuando está mojado.

—¿Y, papá? ¿No va a venir a comer? —pregunta mi hermana.

—No —mi mamá mete la nariz entre las pastas del libro, mientras se lleva a los labios el vasito pequeño con un líquido dorado.

Nos habíamos pasado toda la mañana dentro del agua, metidos hasta la cintura, aventando la pelota de Chacho y jugando Marco Polo y a las guerritas y a los atrapados. Las niñas grandes jugaban con nosotros, pero a ratitos. Se cansan muy rápido. A ellas les gusta platicar. Siempre hablan del mismo tema: sus galanes. ¡Qué aburrido! Nosotros en cambio, no paramos un sólo instante en toda la mañana. Salíamos corriendo a ponernos bloqueador para que mamá no se enojara. Ni tiempo dábamos a que se nos secara el agua del cuerpo cuando ya estábamos de nuevo en la alberca. Ésa es la forma para que el aire ardiente tenga una sensación agradable. Tenemos los dedos arrugados como viejitos.

—¡Sálganse, ya! Vengan a comer.

¿A comer? Si apenas nos acabamos la botana. Me fijo en el reloj de la terraza y me doy cuenta de que el tiempo pasó rápido. Ya son más de las dos de la tarde. Reyna ya puso en la mesa el mantel de cuadros de la hora de la comida.

—¿Y, papá?

—Mira, mi amor, los cuadritos rosas y blancos hacen juego con el bikini de mamá. Mira las bolitas de los mismos tonos —mamá juega con la punta del mantel.

Nos comemos a toda prisa las papas, los sándwiches y las galletas con paté que nos prepara mamá, porque queremos volver rápido a la alberca. Pero, no podemos: tenemos que esperar a que se nos baje la comida. Nos tiramos en el pasto de panza con las rodillas flexionadas y las plantas de los pies en dirección al cielo. Los rayos del sol nos secan el traje de baño.

—¿Ya? —miro a mamá con ojos suplicantes.

—¿Ya qué? —dice y le da un trago largo al vasito chiquito al que ella le dice caballito.

—¿Ya nos podemos meter a la alberca?

—¿Cómo crees? Apenas van cinco minutos. Se acaban de salir —con otro trago deja vacío el vasito.

—¿Cuánto falta?

Mamá quiere consultar el reloj. Su mano tropieza con el caballito y el líquido se extiende sobre el mantel de cuadritos. La mancha crece a gran velocidad. Mamá quiere limpiar pero no atina. Reyna llega con un trapo y lo arregla enseguida.

—¿Por qué no podemos?

—Porque se les tuerce la panza —dice y hace bizcos.

—Entonces, ¿podemos meter los pies?

Mamá está sirviéndose un poco más hasta llenar el caballito.

—¿Eh, mamá? ¿Podemos?

—¿Qué? —está concentrada en el fondo del caballito.

—¿Podemos meter los pies? ¿Podemos, podemos, podemos?

—¿Dónde anda papá, mamá? ¿Por qué no vino a comer hoy tampoco? —la voz de mi hermana Tita me parece muy dura. Su amiga le da un codazo y mi hermana la mira sacando chispas.

—No sé. Está trabajando, creo. Pregúntale qué anda haciendo, ahora que llegue. Bueno, si no llega demasiado tarde —noto que mamá está hablando muy lento.

—¿Con quién se fue a comer, mamá?

—¡Ya te dije que no sé! Está trabajando. Tu padre está trabajando —agita la cabeza, eleva el dedo índice y se sostiene de la mesa con la otra mano, como si se fuera a caer.

—Mamá, ¿podemos meter los pies a la alberca? —insisto.

Nos mira. Sonríe. Sonríe mucho. Parece como si estuviera viendo a alguien más, a alguien que estuviera atrás de mí, como si fuera transparente. Asiente, agitando la cabeza tanto que el sombrero se le descoloca y los lentes se mueven de lugar. Los ojos están rojos. La nariz también. Ladea la cabeza. Parece que le pesa mucho. Parece que se va a caer. A nosotros nos da risa. A mi hermana no le da risa. Mamá tiene sudor sobre el labio superior. Se lo limpia con la mano en vez de usar una servilleta.

Mi hermana baja los ojos. Aprieta tanto la servilleta que tiene entre las manos que los nudillos se le ven amarillos. Creo que no quiere que nos metamos a la alberca. Mamá sonríe. No me contesta. Tita, mi hermana, frunce el ceño.

—Mamá, no seas así. ¿Para qué quieres que te roguemos tanto? ¿Podemos?

Mamá se lleva las manos a la cabeza. Se aprieta las sienes. Hace círculos. Avienta el sombrero al suelo. Pasa los dedos por el pelo y se quita la liga que le sujeta la cola de caballo. Los rizos se le deslizan por los hombros. Está como adormilada. Se estira con un suspiro ruidoso. Mueve las manos frente a los lentes grandes y redondos, como si estuviera espantando insectos.

—¿No quieren un poco de pay helado de limón? Lo trajo papá del súper. Está en el congelador. ¿Quién quiere? —pregunta mi hermana con voz un poco nerviosa.

Chacho y yo levantamos la mano. Gritamos: ¡yo! Corremos detrás de mi hermana, que nos sirve un par de pedazos grandes.

—Vayan a comérselos allá en las graditas. Luego, si quieren, pueden meter los pies al agua. Pero, antes se ponen bloqueador, ¿entendido?

—¿Mamá ya dijo que sí?

Mi hermana me revuelve el pelo con cariño y a Chacho le da golpecitos en la espalda. Nos sentamos en las gradas a comernos rápido el pay, antes de que se derrita. Está haciendo tanto calor que mi mamá ya se quedó dormida sobre la mesa. Tiene los lentes chuecos, el sombrero descolocado y la boca abierta. Mi hermana se acerca a quitarle el caballito que tiene en la mano.

Tita, mi hermana, le dice a Chacho que no le vaya a contar a nadie que mamá se duerme sobre la mesa. Le explica que tiene que ser discreto para que lo sigan dejando venir a jugar. Chacho eleva los hombros. Le da su palabra y hace como que cierra un candadito sobre los labios. Tita y su amiga están platicando, miran a mamá dormida. Nosotros aprovechamos que nadie se da cuenta y nos volvemos a meter a la alberca. Y… no nos pusimos bloqueador.