«A veces el hombre
[...]
Se sienta
Al borde
Del río.
No se sienta - espera.
No espera - sin cantar
A eso no llaméis - esperanza»

(O'Zinho)

Cuando los incipientes europeos de la remota y bárbara Hispania llegaron al Nuevo Mundo, para la mayor parte de los nativos, en una primera visión, se trató de un suceso de ribetes sobrenaturales. Vieron volar sobre la superficie de las aguas inmensas aves de color madera y grandes alas blancas, cuyos múltiples ojos centelleaban con estruendo aterrador. Según sus cosmogonías, se trataba de un advenimiento profético, pues esperaban, por generaciones, la llegada de las divinidades o de los hijos de los dioses venidos del Oriente. Los sacerdotes y augures así lo vaticinaron, articulando, sobre la base de esa intangible pero certera promesa, una moral que permitiera la reglada autocracia social. Así, quienes se sometiesen al comportamiento prescrito, tendrían la dicha de contemplar el extraordinario acontecimiento y gozar de sus inefables primicias.

El pasmo que produjeron esos barbudos emisarios y sus brillantes ferreterías bastó para inutilizar la capacidad de respuesta bélica de grandes imperios, como el inca y el azteca, que parecieron paralizarse ante aquel choque de tan opuestas cosmogonías, abriendo sus brazos, el cobijo de sus moradas y la hospitalidad de sus mujeres al divinizado y omnipotente invasor. A poco andar, irían percatándose que se trataba de humanos como ellos y no de míticos centauros inmortales; que venían en procura del oro consagrado por los nativos en los rituales, como riqueza mensurable para afianzar su desbocado poderío y el ansia de apropiación. Pero iba a ser tarde; las reacciones, sangrientas y asaz dolorosas, resultarían al cabo inútiles, porque aquel imperio surgido desde el otro lado del mar impondría, sin mayor contrapeso, sus tres armas letales: la espada, la cruz y el idioma.

Uno de los rasgos que ha llamado la atención de antropólogos e historiadores, es el fatalismo de los pueblos originarios, advertido en sus descendientes, a lo largo de innúmeras generaciones, sean o no mestizas, y la pasividad endémica con que actúan frente al destino inexorable impuesto por sucesivos invasores. Aun cuando hubo rebeliones que recoge la Historia en sus crónicas, siempre sesgadas por el relato de los triunfadores, y las sigue habiendo, reducidas y esporádicas, como es el caso de la etnia Mapuche, que aún no sucumbe del todo, ahora escarnecida y humillada por la ferocidad del mestizo, chileno o argentino, según sea el punto cardinal respecto a esa cordillera donde alguna vez moraron los dioses enigmáticos, hijos del Pillán, señores del sol, del viento, de la tierra y del agua.

En su diario de combate, durante la fallida campaña de la sierra boliviana, el Che Guevara describe su desconcierto ante la impasibilidad de aquellos campesinos indígenas a los que él pretendía adoctrinar acerca del proceso revolucionario que comandaba, para liberarlos de terratenientes y amos uniformados o vestidos de sotana. Los lugareños le oían, sin pestañear, ajenos por completo al discurso sobre la praxis revolucionaria. La sensación del líder barbudo era la de predicar en el desierto, como anota, desilusionado, en su bitácora postrera. Peor aún, más de alguno de ellos iba a delatarle ante las patrullas militares que pretendían darle caza en la selva boliviana... Para estos descendientes de incas o quechuas la promesa había sido rota, para siempre, hacía quinientos años y ningún nuevo invasor o forastero amable sería capaz de restaurarla con nuevas historias de utópica felicidad.

Tanto el cristianismo como su padrastro teológico, el judaísmo, esperan el advenimiento del Mesías; aquél, la segunda venida, la de la resurrección; éste, la primera, porque el desarrapado Cristo del Sermón de la Montaña no cuadra con el poder de un rey absoluto e invencible que se imponga, definitivamente, sobre los enemigos de Israel.

Pero no solo esperan los creyentes, también lo hacemos los agnósticos y aun los ateos, pues la esperanza parece ingénita al ser humano, una suerte de móvil o acicate que lleva a soportar las peores situaciones y los más duros acontecimientos. (Los poderosos bien lo saben y actúan en consecuencia). El estremecedor documental, titulado La Sal de la Vida, de Sebastião Salgado, notable fotógrafo, exhibe unas imágenes, en blanco y negro, de miles de trabajadores que extraen oro desde las entrañas de un gigantesco yacimiento, en Minas Gerais, arrastrando pesadas bolsas por una pared arcillosa de quinientos metros de altura. El propósito de cincuenta mil hombres, repitiendo la faena decenas de veces en la jornada, es obtener de ello un kilogramo de oro; la posibilidad real de tal ocurrencia es entre dos y tres por cada medio millón de sacas, un promedio estadístico infalible, capaz de desalentar a cualquiera, menos a esos buscadores de los más diversos orígenes y rangos sociales que esperan por el hallazgo liberador de la súbita fortuna… El mito de Sísifo resultaría menos desesperanzador que semejante suplicio.

Hay quienes aguardan por un número premiado de la lotería; otros, por un amor que les haga conocer el paraíso terrenal; algunos, por un premio o recompensa debidos a ciertos méritos evidentes, omitidos de manera injusta o desafortunada.

Un ex condiscípulo mío afirma que la liberación de los padecimientos humanos advendrá del cosmos, de alguna lejana galaxia, cuando arriben unas grandes naves espaciales provenientes de una civilización miles de años más adelantada que la nuestra. Ellos traerán la cura de todas las enfermedades y el elixir de la inmortalidad, ese que buscaban también los conquistadores, persiguiendo la ruta de El Dorado, cuando esperaban encontrar la fuente de la eterna juventud, donde dicen que se bañó, inútilmente, el iracundo Lope de Aguirre.

-Ojalá (quiera Dios) que esos alienígenas no destruyan nuestras cosmogonías ni aniquilen nuestra cultura, no vaya a ser cosa que nos volvamos también impenetrables fatalistas, desprovistos de toda esperanza.

-¿Y usted, qué espera?

-No mucho, la verdad… Apenas que alguien capacitado lea mi libro de memorias y actúe en consecuencia.

-¿Espera un premio, entonces?

-Ni tanto. Por ahora, me bastaría con un escueto reconocimiento entre pares.

-Entonces, le deseo que no sea tan larga su espera.

-Así lo espero.