Entre el 2005 y el 2015 se cuentan 1.313 niños muertos en instituciones administradas por el Servicio Nacional de Menores (Sename) en Chile. En muchos casos estas muertes inocentes son catalogadas como «egresos administrativos» por las instituciones que reciben fondos estatales a través del Sename para proteger a los menores en custodia.

Pienso que detrás de esto sólo exista un desprecio enorme por la vida ajena, una arrogancia putrefacta de burócratas sin almas que manosean y menosprecian la infancia abandonada y sólo piensan en su carrera. Siento la indiferencia crónica que puede permitir una tragedia de esta magnitud, siento que la muerte haya entrado en el alma del país sin que nadie o pocos se pregunten o preocupen si por la calle alguien muere de hambre o si en río de aguas servidas ahoga un desesperado que, ante esta vida, prefiere la muerte -como esos jóvenes que, sin llegar a adultos, se suicidan- o si en una institución muere un niño desprotegido.

Un país dividido entre los pocos que usufructúan y cuentan y los muchos que no tienen ningún valor. Donde la empatía, la responsabilidad por el otro, es una planta seca. Donde no existe la decencia ni verdaderas instituciones dedicadas a socorrer y que, en caso de emergencia, sólo ven a los niños abandonados o violados como una molestia. Y así mueren, sofocados en sus vómitos, encerrados en cuartos oscuros, sucios de orina y excrementos, porque nadie se rebaja a limpiarlos o a dedicarles tiempo a los menores vejados e indefensos, porque al final no cuentan, son un número sin valor, una carga que nadie desea ni acepta.

Toda esta pequeña, por la edad de las víctimas, y desproporcionada tragedia pudo suceder porque un burócrata de rosto cuidado y mirada fría, ante las primeras muertes, sólo mostró indiferencia y todos los otros pares, lacayos y subalternos, percibieron inmediatamente que esas tiernas muertes no tenían más valor que el maldito papel, donde se declaraba impasiblemente la defunción: María, 11 años, amaneció muerta con los ojos hinchados de tanto llorar. Juan, 9 años, murió por una infección pulmonar y desnutrición. Pablo, 8 años, por un inexplicable derrame cerebral... y así en los más de 1.000 casos anónimos que demuestran que nadie tuvo el coraje, la energía ni la fuerza de consolar un niño, de limpiarle las narices y hacerlo reír y soñar.

Para no hablar del contrario, de los incontables abusos cotidianos, la violencia, los encierros, el hambre, la comida incomible, la falta de afecto y, además, los golpes para hacerlos callar. Y en esta condición, ya innegable, vemos reflejada otra realidad que le corresponde y sustenta, la de un país egoísta, donde lo único que importa es ganar algunos pesos con el menor esfuerzo, justificando todo, hasta la muerte de un niño, disculpen, cientos de niños, porque no fue un hecho aislado, no ha sido un accidente, sino una práctica aceptada, que hace a todos culpables, comenzando por las autoridades nacionales y aquellas encargadas de la administración y el control en Sename.

Y así, en vez de cuidar los niños, como narraba la descripción de sus responsabilidades laborales, los encerraban para dormir o para hacer fiesta, mientras en cada dormitorio una frágil vida se apagaba o apaga lentamente ante tanta frialdad, violencia, cinismo e indiferencia. Y lo que no podemos olvidar son las vidas de todos los cientos de miles de niños que aún viven a la sombra de potenciales verdugos, desprovistos de alma, empatía y bondad. Es por esos niños abandonados por los que tenemos que mostrar urgentemente nuestra humanidad.

Muere un niño
en la misma institución
que tenía que cuidarlo.
Mueren 10 niños
siempre mal cuidados
por el mismo servicio.
Mueren 100 niños
y nadie dice nada,
nadie mueve un dedo.
Mueren mil niños
y el servicio es peor
que no hacer nada.
Mueren más de 1.000
niños desprotegidos
en casas de protección.
Y cada muerte es un insulto
en un país que mata
sus hijos y nietos,
sin que nadie diga NO
y sin sentir el dolor.