Tal vez haya sido la hermosa luna de octubre, la temperatura que va trasladándose de lo cálido a la frío, dejando cierta tibieza en el corazón que, a querer o no, se va replegando entre las capas adicionales de ropa que intentas protegernos de los vientos que azotan el cuerpo. Tal vez se trate de la lluvia de hojas que dejan la seguridad de la rama y deciden salir volando antes de precipitarse al suelo y formar parte de esa alfombra color cobre que ahora está más lejos de las alturas y más cerca de las raíces. Tal vez ni siquiera exista una razón válida para el estremecimiento o sean las calabazas y las calaveras las que imbuyen esta sensación. Pero se escucha un murmullo callado que clama al cielo: ¡Ay, mis hijos!

En el silencio adormecido brota un rumor casi imperceptible que transgrede la quietud. Los motivos violentos dan paso al sufrimiento. El murmullo discreto quiere pasar desapercibido, pero tiende un hilo conductor. Los corazones se conectan y no creas que canto, Llorona porque tengo alegre el corazón; también de dolor se canta, ¡ay!, Llorona, cuando llorar no se puede. Alrededor del código de costumbres, se dicta la regla de oro: las lágrimas no se muestran, las heridas no se exhiben. Mejor, bésame mucho para que no se me note el miedo que tengo a perderte después.

La penetración del dolor colectivo crece como una mancha de tinta sobre papel de arroz y la poesía popular se hunde entre la humedad de nuestros muros nacionales. La tristeza se mete debajo de la piel y se anida para aflojarnos el sentimiento charro, pero por favor, que no se nos note que andamos tristeando. La copla emerge, deja pedazos de tierra blanda para sembrar los mismos motivos, tan iguales que se confunden con el lugar común, tan repetidos que resultan moldes de producción masiva, tan vulgares que algunos ven con repulsión. Las fosas comunes, las cenizas tiradas al río, la mujer que paga mal, el hombre que se va y no vuelve, el recuerdo de la desgracia, los temas nacionales se transmiten por el espacio y el tiempo, por los siglos de los siglos. En el México lindo y querido, la vida no vale nada y que digan que estoy perdido para que crean que ando de parranda.

¿Para qué andar exhibiendo nuestros males si ahí está El Cancionero que nos facilita el acceso a todo lo que sí sabemos, pero queremos tapar con el dedo? De modo que, para no romper los códigos, la copla mexicana interpreta y reformula la violencia y el dolor. El sufrimiento es el tema subyacente que toca hondo, sin que se note mucho, por favor. Hay muertos que no hacen ruido, Llorona y así es más grande su penar. Mejor transformo el motivo en risa y que importa, al fin… todos me dicen el negro, Llorona. Negro pero cariñoso. Yo soy como el chile verde, Llorona, picante pero sabroso.

Así, somos efectivos en el arte del disimulo. Sufrimos, pero con decoro y todo resulta mejor si nos gana la risa. Aunque nos toque perder, nos quedamos con el consuelo que da el doble sentido. Las coplas tradicionales revelan la característica del México que se debate entre la agresión y el dolor de todos los días: lloramos para dentro y tapamos las lágrimas con algo de picardía. No obstante, hay dolores que no se alivian. Perduran y aunque se sientan olvidados, están en el fondo con proceso de fermentación. En el canto tradicional se encuentra la perplejidad del sobreviviente, la necesidad poética de encontrar un equilibrio desde la impotencia de la desgracia. Nos lleva la tristeza y nos agarra de la mano el eufemismo. Quisiera ser gorrioncillo y pararme en el naranjo, para poderme llevar a esa del vestido blanco.

La lengua se me enmudece ¡tan sólo de pronunciarlo!, la melancolía se enreda con el asombro que se pergeña en la maldad. Con el mismo cuchillo lo abrió de arriba abajo, la compasión brota tan rápido como la sangre acude a la herida nueva, sin embargo, no ganará la lágrima que brota de la pena tan honda sino la que se sale de las carcajadas, la barriga y el mondongo con las tripas le ha sacado; y con ajos y vinagre dispuso el adobarlo; y a dos niños de cuatro años les dio la muerte, mil maldiciones echando. Y, salándolos con su padre los ha echado, quedando una mesa para almorzar lindamente con gran descanso y espacio. La cancelación de la tristeza por medio del chiste. Las posibilidades de la indignación mueren cuando se topan con la risa en el camino. El sentido más vital de la voz poética muestra la tristeza, pero de lado, no la hace lucir de frente ni la encara y en cambio nos enfrenta a la risa y a la gracia socarrona. Muertos de risa, que me acaben de matar que ya estoy agonizando. En las coplas de la Llorona escuchamos la tradición oral que niega a morir y que nos canta los dolores que no queremos confesar.

En las coplas se refleja la revancha de la muerte como vehículo de igualdad, no hay tragedia explícita, queda lo obligación de interpretarla. Se le representa en la corporeidad de una mujer atractiva que seduce y viene buscando revancha: Viene, Llorona, la muerte, luciendo mil colores llamativos, ven dame un beso, paloma, que ando huérfano de amores. Cuando estés dentro de la Iglesia, Llorona, voltearás la vista atrás y verás mi sepultura. La desmesura frente a la fatalidad estalla en risas. La emotividad lacrimosa se traduce en burla y en gozo. El camino pendular del sentimiento nacional va del ya dije lo mucho que me escuece el alma y que me ganen las cosquillas sin que, por ello, deje de lado el temor.

Es la perspectiva de la Nación: también de dolor se canta. La pasión y la violencia se destacan, la ira y la nostalgia se revuelven, el llanto como cura de los males de amor y la risa como alivio a todo lo demás. Que no se noten las costuras ni se nos alcance a ver el temor. En la copla no se puede ignorar el grito ahogado: ahí está la tragedia, el conteo de muertos, las fosas comunes, el homenaje a los desaparecidos y el camino a la redención nacional. A qué sufrir, si se pude gozar. A la orillita del río, su querer fue todo mío. Detrás de la nopalera, su columpio ponía y acostadita en mis brazos, ¡con cuanto amor se mecía!

La copla mexicana es la poesía popular del dolor, del duelo y del reclamo purificador que busca la justicia social basados en la entereza. Ahí, en forma disimulada –no podría ser de otra forma¬–, está voz más crítica, el análisis más profundo y el dolor más vivo. Soy como el hablante mudo, Llorona, la lengua se me hace nudo, cuando quiero explicar. Si prestamos oídos, podemos escuchar las historias de violencia de género, las glosas del hombre animalizado, la voz masculina que alardea, los trovadores bravucones, las tradiciones de cuchillos y de balas. Entre los versos y las notas se revela la lógica nacional, la estructura del comportamiento mexicano y las normas que todos conocemos y procuramos seguir, aunque ni cuenta nos demos.

En el silencio adormecido brota un rumor casi imperceptible que transgrede la quietud. El testimonio, fiel a su naturaleza, aguarda discreto. No hay que buscar tan lejos ni mirar tan largo para llegar al análisis del México de los amores: el abrazo, la naranja, el caballo, la iguana, la riata, el cuchillo y todos los elementos frecuentes de la copla nos enfrentan a la cotidianidad de entonces y a la actual. Revelan el fracaso en los intentos, la agonía del disimulo, el desconsuelo de no hablar de frente, la maldad de la violencia y, por supuesto, la ilusión risueña que al final, nos mata de risa.

Referencias

González, A. (2007) La copla en México. México. El Colegio de México
Bazán, R. (2007) También de dolor se canta. México. El Colegio de México.