1. España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
  2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
  3. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.
    Artículo 1 de la Constitución de 1978

Francisco Franco Bahamonde falleció el 20 de noviembre de 1975. Lo hizo en Madrid, después de casi cuatro décadas dirigiendo España con «mano de hierro». Su dictadura comenzó, oficialmente –y para todo el país–, el 1 de abril de 1939, cuando finalizó la Guerra Civil. Desde ese momento se instauró un régimen basado en la falta de libertades, en el control jurídico-social a todos los niveles y en la represión sistemática del opositor.

Por ello, tras la muerte del militar, se iniciaron procesos democratizadores. El primer paso se produjo el 22 de noviembre de 1975. Fue ese día cuando Juan Carlos I, rey de España hasta 2014, tomó posesión de su responsabilidad. El monarca pudo acceder al cargo gracias a la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, aprobada en 1947 por las Cortes Franquistas. Por esta norma, el 22 de julio de 1969 fue nombrado continuador del legado de la dictadura.

Sin embargo, las circunstancias habían cambiado. En su primer discurso, Juan Carlos I transmitió unas palabras esperanzadoras. “Hoy comienza un nueva etapa en la historia de España (…) Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional” (Aparicio, 1980, 14).

Estas aseveraciones supusieron un cambio respecto a la acción gubernativa del régimen. A lo largo de toda la dictadura, más de la mitad de la población fue marginada, perseguida y reprimida. Simplemente por pensar diferente. Por ello, las palabras del monarca tuvieron un impacto instantáneo. Muchos las consideraron como el inicio de un cambio profundo. Otros, sin embargo, permanecían cautelosos. Al fin y al cabo el rey había sido nombrado por Franco…

En cualquier caso, se fueron sucediendo los Ejecutivos monárquicos. Comenzaba la Transición Española. El primer presidente del Gobierno post-franquista fue Carlos Arias Navarro, que previamente había ocupado importantes puestos en la dictadura. A pesar de ello, impulsó algunos intentos liberalizadores. Siempre tímidos. De hecho, se formularon conceptos como el de “democracia a la española”, basado en la introducción de ciertos retoques al régimen anterior. Entre ellos, la ampliación de los derechos de asociación y de reunión –con restricciones–, o la instauración de un sistema bicameral (Aparicio, 1980, 17).

Empero, estas medidas no se acompasaron con las exigencias sociales, que buscaban una aceleración del cambio. Si a esta desafección ciudadana se unía la falta de liderazgo de Arias Navarro y la retirada de la confianza del monarca al presidente, la situación desembocó en un cambio de Gabinete en julio de 1976. Y es aquí donde apareció la figura de Adolfo Suárez, que se responsabilizó del nuevo Gobierno y de convocar las primeras elecciones democráticas.

La labor de Suárez

El trabajo del nuevo primer ministro no fue fácil. Tenía que derribar la estructura franquista y, al mismo tiempo, edificar una democracia homologable a las existentes en Occidente. Además, Suárez –como Arias Navarro– había ocupado diferentes cargos durante la dictadura, lo que generaba desconfianza en muchos sectores de la oposición. No le consideraban capaz de desmontar un sistema al que había pertenecido. Al mismo tiempo, los grupos más reaccionarios del país, próximos al legado del «Generalísimo», también atacaron a Suárez por alejarse –según ellos– de la esencia del régimen.

A pesar de estos obstáculos, se fueron tomando decisiones en favor de la liberalización. Entre los primeros ejemplos de dicha política se encontró la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, que fue una de las normas que articularon la Transición. Entre sus contenidos se hallaron la democratización del proceso legislativo y el mantenimiento del bicameralismo. De hecho, se permitió el sufragio universal para la elección de todos los diputados y de una parte de los senadores –el resto eran nombrados por el monarca–. Asimismo, la iniciativa normativa partía tanto del Gobierno como del Congreso. “En todo caso, cualquier reforma requeriría la mayoría absoluta de ambas Cámaras y el posterior referéndum de la nación” (Aparicio, 1980, 28).

A partir de este momento se impulsaron una serie de medidas encaminadas a la profundización democrática de España. De las mencionadas decisiones, destacó la modificación de la Ley de Asociaciones, donde se permitió la plena libertad de constituir organizaciones, facilitando que muchos partidos quedaran legalizados. Entre ellos, el Comunista, cuya aparición pública supuso un paso de gigante en el derribo del ideal franquista. De hecho, la dictadura había mantenido un discurso anticomunista durante toda su existencia.

Además, la apuesta de Suárez por un sistema pluripartidista se vio reforzada por el Decreto-Ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre normas electorales. En su exposición de motivos, el texto señalaba que: “El sistema electoral para el Congreso se inspira en criterios de representación proporcional con candidaturas completas, bloqueadas y cerradas, cuya presentación se reserva a los partidos y federaciones constituidos de acuerdo con las normas reguladoras del derecho de asociación política, y a las coaliciones de estas fuerzas que puedan formarse por mera declaración ante la Junta Electoral Central”.

Las primeras elecciones generales

Y fue en este contexto en el que se celebraron los comicios generales del 15 de junio de 1977, los primeros desde febrero de 1936. Se eligieron 350 diputados y 207 senadores. Los resultados sorprendieron. En primer lugar porque, a pesar de la proliferación de listas –se presentaron 5.343 personas encuadradas en 589 candidaturas–, se definieron dos grandes opciones. Por un lado, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), de centro izquierda, y, por otro, la Unión de Centro Democrático (UCD), una coalición democristiana construida alrededor de la figura de Adolfo Suárez. Entre ambas formaciones alcanzaron 283 diputados sobre un total de 350.

También fueron llamativas las cifras cosechadas por el Partido Comunista de España (PCE). Esta fuerza se había constituido como la más importante de la oposición al Franquismo en el interior. Desde la ilegalidad se enfrentó a la dictadura y muchos de sus miembros acabaron en la cárcel por ello. A pesar de dicha persecución, el PCE pudo construir una estructura fuerte en el país. Sin embargo, en las elecciones de 1977 apenas consiguió 20 curules en el Congreso.

Una situación que se debió a múltiples factores, como la propaganda anticomunista de Franco –que había calado en muchos sectores de la población española–, las querellas internas existentes en el PCE, o que formaciones como UCD y el PSOE supieron captar más apoyos gracias a la renovación de su discurso. “El propio proceso de reforma, en las condiciones que se había conducido, había conseguido arrebatar el capital político de la oposición, y especialmente del PCE” (Aparicio, 1980, 37).

Con estos mimbres, el Parlamento comenzó a trabajar. “Las nuevas Cortes habían de tener la palabra en el proceso de democratización, en el de otorgar una nueva Constitución y en el de crear un estatuto político a las regiones y nacionalidades, y por ende reestructurar el Estado” (Aparicio, 1980, 41).

La Constitución de 1978

El sistema político y jurídico español actual es hijo de este momento de cambio, que es cuando se redactó la Carta Magna actualmente en vigor. De hecho, el mencionado texto fue aprobado por referéndum el 6 de diciembre de 1978 y sancionado por el monarca el día 27 del mismo mes. Pero el inicio del proceso comenzó un poco antes, el 27 de julio de 1977, gracias a la decisión del Congreso de formar una Comisión Constitucional.

Éste último organismo se encargó de elegir a siete ponentes que se responsabilizaron de redactar un anteproyecto de Ley Suprema. Estas personalidades fueron tres representantes de UCD (democristianos), uno del PSOE (socialistas), uno de los nacionalistas catalanes conservadores, uno del PCE (comunistas) y uno de Alianza Popular (la derecha post-franquista). El primer encuentro del mencionado grupo tuvo lugar el 22 de agosto de 1977, mientras que la ponencia definitiva se concluyó el 17 de abril de 1978.

Fue dicho documento el que se discutió primero en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, y luego –tras la presentación de las enmiendas– en la sesión plenaria del 21 de julio. Seguidamente, la propuesta pasó a la Comisión Constitucional y al pleno de la Cámara Alta. “Dadas las diferencias entre el texto aprobado por el Congreso y el definido por el Senado, el trabajo debió pasar a la Comisión Mixta Congreso-Senado, quien le dio su definitiva redacción el 28 de octubre de 1978” (Aparicio, 1980, 44). Después, se produjo la consulta popular, en la que participó el 67,11% de la población española. El “sí” fue la opción más seguida, con 15.706.078 sufragios (88,54%), mientras que el “no” apenas alcanzó las 1.400.505 papeletas (7,89%).

En consecuencia, la Carta Magna quedaba refrendada por los españoles. El proceso constituyente seguía caminando. Ya quedaban los últimos pasos. Juan Carlos I, como jefe del Estado, sancionó la Constitución el 27 de diciembre de 1977, siendo publicada en el Boletín Oficial del Estado (BOE) dos días después. De esta forma, se abría paso un nuevo sistema jurídico y político en España que, si bien no era rupturista con el Franquismo –sólo era transicional–, supuso un claro quiebre con los valores de la dictadura.

El sistema jurídico-político español

En la Carta Magna de 1978 se establecieron nuevas reglas de convivencia, que conformaron “un ordenamiento jurídico de sistema continental o napoleónico, profundamente constitucionalizado”, explica el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid, Pablo Pérez Tremps. Entre sus elementos más importantes estuvieron la definición de España como una monarquía parlamentaria y como “un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (art. 1.1). Además, señalaba que “la soberanía nacional reside en el pueblo español” (art.1.2).

Asimismo, los principios del nuevo Estado fueron los de legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, irretroactividad de las disposiciones no favorables, seguridad jurídica e imposibilidad de arbitrariedad de los poderes públicos. Todo ello estuvo acompañado por la igualdad de los ciudadanos ante la ley o el estímulo de la participación política de todos los habitantes. Sin olvidar el reconocimiento de una extensa declaración de derechos, inexistente hasta ese momento.

De igual forma, se conservó el bicameralismo, donde el Congreso llevaría el peso legislativo, mientras que el Senado tendría un componente territorial. En este sentido, se tipificó la unidad e indisolubilidad de la nación española, a la vez que se reconocían las diferentes nacionalidades y la solidaridad entre ellas. De estas ideas se definió la articulación del país en Comunidades Autónomas. “En el ejercicio del derecho a la autonomía reconocido en el artículo 2 de la Constitución, las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica podrán acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas” (art. 143.1 de la Constitución de 1978).

Por tanto, se optó por un “Estado unitario descentralizado política y administrativamente” –como reconoce el politólogo y abogado José Manuel Rivas–, en el que existían 17 Comunidades y dos ciudades autónomas: Ceuta y Melilla. De hecho, en el artículo 148 de la Carta Magna se relataron las competencias que podrían adquirir las diferentes regiones, mientras que en el 149 se enumeraron aquellas responsabilidades que serían exclusivas del Ejecutivo central. “Entre el Gobierno de Madrid y las Comunidades rige el principio de competencia y no el de jerarquía”, aclara José Manuel Rivas. Se trató, por tanto, de una solución oportuna para el momento en el que se impulsó. Un contexto en el que existían grandes tensiones políticas, militares, territoriales y económicas, que podían acabar con el proceso democratizador.

En la actualidad, sin embargo, hay sectores en España que comienzan a cuestionar esta solución. Un ejemplo de ello se puede observar en la apuesta lanzada por el Gabinete catalán para “desconectarse del Estado español”. Sin embargo, ésta no es la única crisis que, actualmente, está atravesando el sistema jurídico-político hispano. También están las críticas sobre su falta de representatividad. Muchos jóvenes –y no tan jóvenes– están exigiendo transformaciones en la Carta Magna orientadas a facilitar una mayor intervención en la vida política. No pocos ciudadanos solicitan que la democracia no se reduzca a votar cada cuatro años, al mismo tiempo que piden un incremento del control y la transparencia de las instituciones públicas.

“La Ley Orgánica del Régimen Electoral (LOREG) establece un sistema electoral proporcional corregido –la fórmula d´Hont–, pero la Constitución, al disponer que la circunscripción es la provincia, en la práctica, genera que aquellos territorios con menos habitantes –sobre todo las del interior del país– estén sobrerrepresentados, mientras que los más poblados se encuentren infrarrepresentados”, explica José Manuel Rivas. “Esto beneficia a las dos grandes partidos nacionales (PP y PSOE), y perjudica al tercero y al cuarto”, añade. En consecuencia, nuevas formaciones como Podemos o Ciudadanos han planteado reformas en la Ley Suprema para corregir esta situación. Son peticiones de una nueva generación que ya no es la que aprobó el texto de 1978. Por tanto, ¿habrá una nueva Transición en España?

Bibliografía

APARICIO, Miguel A. Introducción al Sistema político y constitucional Español (Constitución de 1978). Esplugues de Llobregat (Barcelona): Ariel, 1980.
Constitución española de 1978