Mujer, treinta años, soltera… ¿Buscando alguien especial quizás?, ¿alguien que te dé cariño?, ¿alguien con quien compartir noches de lluvia y pelis con helado?... No te preocupes, Tinder está aquí para ayudarte; solo tienes que pensar qué características tiene tu hombre ideal y ¡zas!, problema resuelto.

De un tiempo a esta parte, y más largo de lo que hasta ahora me había percatado, las relaciones de pareja se buscan y consiguen como si de un producto por encargo se tratara: edad, ubicación, aspecto físico… ¿Lo quieres con idiomas?, ¿qué le guste viajar?, y ya de paso…, ¿de buena profesión, sin agujeros en el bolsillo y que sea capaz de hacer el pino mientras recita a Góngora?

Tinder fue creada en 2012 y a estas alturas tiene más de 50 millones de usuarios y, según los expertos, va en aumento. Una ‘moda’ que ya no es tal y parece haber venido para quedarse y cambiar de forma radical impulsos hormonales. Apps y chats que ofrecen una experiencia de usuario similar a aquella de los catálogos de juguetes por navidad que ojeabas lleno de ilusión y furor, seleccionando con los deditos y de forma ingenua a grito de ¡me lo pido!

No me malinterpreten, la mía es una crítica constructiva pues, aunque ya se sabe que la curiosidad mató al gato, yo también me he puesto a olisquear. Dejé España en el 2013, cuando no tantos usaban esta aplicación, y es ahora estando de vuelta que observo toda una revolución del ligoteo online. Ello, sumado a una soltería tras siete años de relación formal, ha hecho de mi escepticismo un capítulo aparte.

Tras pocos meses de expedición en esta peculiar jungla, y aun de lejos considerándome novata, saco mis propias conclusiones: ellas prefieren el cortejo de antaño y ellos, perdónenme pero mi condición de fémina influye, se debaten entre la usabilidad y facilidades varias que se ofrecen.

Entre mis criterios de búsqueda se eliminan tópicos raídos que se repiten tanto como una melódica e inspiradora base de reggaetón: músculos en fotografías que enseñan más bíceps y tríceps que sonrisa, poses naturales de labios fruncidos con mirada seductora y, prohibidos igualmente, momentos bohemios con horizontes lejanos que no dejan entrever más que un bonito paisaje; para eso ya está National Geografic.

Aun con todo, me he llevado alguna que otra sorpresa que, como más de uno sabrá, ocurre como el pan de cada día si tienes una cuenta en Tinder: he coincidido con el mismo chico que mi amiga, compañera de casa, de clase, la panadera…; he visto mujeres hablar del mismo hombre de maneras totalmente diferentes, disgustarse con su pretendiente por cortejar a otras chicas y, en última instancia, llegar al auto convencimiento de que ‘lo suyo’ es caso aparte, especial digamos.

Personalmente, y en vista de la complejidad que este fenómeno sociológico comporta, me he esforzado y tenido, después de cuatro meses, cinco citas; ¿muchas quizás? Diría que he aprendido bastante del que también es sexo débil y sacado provecho de las circunstancias consiguiendo beneficios peculiares tales como una ruta cultural gratuita por Madrid, con datos históricos y todo. ¿Quién dijo que todos vamos a por lo mismo?

Pero, por más que me empeñe, aún hay una cosa que me sorprende y es que mucha gente, tras haber chateado por largo tiempo con alguien, considera a esa persona como algo más de lo que realmente es: alguien que ya forma parte de sus vidas y les regala una sonrisa por las noches en el sofá. Pero, ¿se puede querer a un individuo que nunca has visto en la vida real?

Más de uno ya me ha dicho que su hermana, primo, cuñado…, conoció a su pareja en el chat y ahora, después de un año, se han casado, son felices y comen perdices. Sorprendería saber cuánta gente ha conocido a su ‘otro yo’ gracias a estas nuevas formas de hacer, que no son tal y que acabarán por dejar la barra del bar más solitaria de lo que está. Demasiadas opciones y mucho estrés quizás.

Ejemplos de historias de amor idílicas pueden leerse en la página web oficial de esta aplicación donde varias parejas cuentan como, tras largo tiempo de chateo y cosquillitas en el estómago en poéticos encuentros, ahora viven un sueño junto a su media naranja. Nada de noches de lujuria con fecha de caducidad. Eso no pasa, claro. Al menos en España.

Así es el paso del tiempo, que nos cambia y nos malcría, nos aprieta y facilita la vida. Y aquí estoy yo ahora, sentada en terciopelo granate, escribiendo sobre pupitre de madera de esos que pocos quedan y con la mirada perdida en techos de frescos pintados a mano; y a mis espaldas, grabado en letras doradas, un tal Quevedo, quien por lo visto sufrió también por desengaños.

Y es que “el amor es fe y no ciencia” pero “el que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”. Con sátira o sin ella, aquí estoy yo, escribiendo sobre Tinder… Si mi abuela levantara la cabeza...