El tabú se ha roto y poco a poco las víctimas y su entorno se atreven a hablar y denunciar los casos de pederastia acontecidos en el seno de la Iglesia católica. Si antes la todopoderosa institución imponía silencio y miedo, ahora el papa Francisco denuncia los abusos sexuales a menores y anuncia acciones. Está por ver si se materializan, pero parece claro que la actitud ha cambiado y la concienciación de la gravedad del problema ha llegado.

El cine no es ajeno a esta nueva mentalidad. A principios de año se estrenó Calvary, de John Michael McDonagh, y en 2016, con la esperanza de figurar entre las principales candidatas a los Oscar, llegará Spotlight, en la que Thomas McCarthy recrea la investigación periodística de The Boston Globe sobre los abusos sexuales a menores en la archidiócesis de la capital de Massachusetts. Mientras tanto, se puede ver en las salas españolas la excelente El club, con la que Pablo Larraín obtuvo el Premio Especial del Jurado en el pasado festival de Berlín y ahora aspira a conseguir el Premio de la Academia a la mejor película en lengua no inglesa.

Tras sumergirse en la trastienda del referéndum que puso fin a la dictadura de Pinochet con No, el cineasta no abandona el contexto sociopolítico chileno en su nuevo trabajo. Cuatro ancianos conviven en una vivienda de un pueblo costero junto a su cuidadora. Un quinto individuo llegará a la comunidad atormentado por sus pecados y alterará el modo de vida del resto.

Poco a poco, descubrimos que los cuatro abuelos de aspecto bonachón y su abnegada supervisora no son tan angelicales como aparentan sus jornadas, ocupadas en comer, ver un reality show en la televisión y entrenar a un perro de carreras para ganar competiciones regionales. También rezan, pero son sus conversaciones y silencios los que confirman las sospechas del espectador y revelan que nos encontramos ante sacerdotes culpables de pederastia apartados del oficio por la Santa Madre Iglesia.

De hecho, la distancia del director con respecto a los personajes, así como la falta de condenas categóricas y subrayados son las grandes virtudes de El club. La decisión de no manifestarse de forma explícita y dejar que el propio metraje y los personajes revelen su complejidad, perversidad e inmoralidad permite adentrarse en la trama y juzgar por uno mismo unas mentalidades enfermizas y repulsivas, pero también humanas, pese a sus terribles y graves delitos. No hay excusas para los comportamientos de los protagonistas, aunque sí confianza en la inteligencia y capacidad para extraer conclusiones del espectador a partir de la situación mostrada. Y, por supuesto, no queda más remedio que rendirse ante la evidencia. Estos cuatro pederastas se sienten protegidos por su fe, que les proporciona una pretendida superioridad moral y religiosa. No se arrepienten. A veces, uno duda de si realmente son conscientes de sus crímenes.

Dado el alcance de la película, Larraín no se limita a hablar de los acosadores, sino que también incluye en la ecuación a los encubridores, disfrazados de progresismo y conciencia, así como a las víctimas, en un cuadro cuyas partes se relacionan directa o indirectamente con fluidez y coherencia.

Así, la nueva Iglesia, representada en la figura del padre García, que llega al club para investigar a sus habitantes, solo parece interesada en evitar el escándalo público con la imposición de castigos leves y silenciosos. Como si de una operación de marketing se tratara, las primeras apariciones de este sacerdote, incluidas las incisivas entrevistas a los pederastas en las cuales muestran sus auténticas caras, lo presentan como una persona comprometida con la honorabilidad y limpieza de la Iglesia. Sin embargo, cuanto más avanza el metraje, más claro queda que solo le interesa la pulcritud aparente. Para mantenerla está dispuesto a todo, como demuestra su decisión en el último acto del filme.

Tampoco se obvia a las víctimas, representadas mediante un joven perdido, al que su agresor robó la voluntad y salud mental. Su primera aparición, poniendo voz a una canción desesperada, se convierte en el impactante detonante de la película.

Ni el acosado, ni los acosadores ni la monja que supervisa su “vida santa” pueden escapar del club, una prisión de atmósfera densa a la que insisten en llamar “centro de penitencia y redención”. Sus alargados tentáculos y sus macizas paredes no solo se perciben en las escenas interiores, sino que persiguen a los personajes por todo el pueblo. Únicamente el padre García tiene la posibilidad de escapar gracias a su puesto eclesiástico, pero incluso él está condenado a caminar con el peso de sus acciones en el club.

Desde luego, el visionado de El club no es una experiencia agradable. La atmósfera sombría, opresiva, turbia e incluso enfermiza y su estilo seco y directo contagian a la audiencia. Además de la historia y los personajes, la fotografía grisácea contribuye a ilustrar ese desasosiego y hasta malestar durante el visionado de la película. No nos encontramos ante una cinta ligera ni fácil de ver, pero sí ante una propuesta estimulante que plantea preguntas y, mediante su agudeza, propone una respuesta desesperanzada. Juzgue usted mismo.