Por todos es conocido el convulso panorama político español desde que el nuevo partido Podemos irrumpiese hace un año en las elecciones europeas. El hasta entonces inamovible sistema bipartidista comenzó a tambalearse, y tanto con Podemos desde la izquierda como con Ciudadanos desde la derecha, los mayoritarios PSOE y PP vieron cómo se iban disgregando sus cotas de poder.

Históricamente, en España se conoce bien la importancia de dejarlo todo “atado y bien atado”. Quizás por eso, y con el ojo avizor que otorgan los datos macro, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero pudo adelantar la gran oleada migratoria que se avecinaba y pudo prevenir la amenaza que supondría para el statu quo de lo que hoy conocemos como “casta política”. Cómo no, para ello contó con el beneplácito de su archienemigo PP. En cuestiones de Estado –al menos en las que a los dirigentes afecta– siempre logran ponerse de acuerdo. Es una pena que ese consenso no se extrapole a nimiedades como, por ejemplo, la legislación educativa o la igualdad de género efectiva.

El acuerdo en cuestión (que contó con el apoyo de CiU y PNV, esos partidos cuya relación amor-odio con el Gobierno Central depende de las cortinas de humo que se vayan necesitando) sirvió para realizar una reforma de la Ley Electoral en enero de 2011. Cabe destacar que desde el inicio de la crisis hasta esa fecha, el número de españoles emigrados se había duplicado. Cabe destacar que no había datos económicos alentadores, por lo que era muy previsible que esa emigración siguiera aumentando. Cabe destacar que el descontento ciudadano, que habría de cristalizar cinco meses después en el movimiento 15-M, era cada vez más patente y ostensible. Cabe destacar, al fin y al cabo, que a los dos grandes partidos de la democracia española les urgía blindarse frente a posibles alternativas políticas, ya que la emigración significa descontento y el descontento significa votos en contra.

Así pues, PSOE y PP firmaron un acuerdo con el beneplácito de CiU y PNV mediante el cual se atacaba directamente a las pequeñas formaciones políticas (a través de la petición de avales a los partidos sin representación parlamentaria) y se restringía el voto a los ciudadanos residentes en el extranjero. Hablar de “restringir” el voto puede sonar muy alarmista, muy exagerado quizás, probablemente hasta antidemocrático; pero la terminología oficial empleó “voto rogado” para denominar el sufragio de los emigrados, lo que denota la poca salubridad de que goza la democracia española. Según la RAE, “rogar” es pedir por gracia algo, o instar con súplicas. Extraña forma de designar el derecho a voto.

El voto rogado consiste en que el español emigrado, para poder ejercer su democrático derecho a voto, debe formalizar una petición indicando al Estado su deseo de votar. Para ello debe personarse en la embajada o consulado del país en que reside, rellenar unos formularios y enviarlos por fax a España, donde deben ser recibidos y registrados para que las juntas electorales envíen las papeletas al domicilio del español expatriado. Cuando el elector las obtenga y seleccione entre ellas su preferencia, debe retornarla por correo al colegio electoral que le sea asignado en España. A este entramado burocrático hay que añadir que los plazos otorgados para los trámites son muy ajustados y que el sistema de correos no funciona por igual en todas las partes del mundo. Como dato, alrededor de dos tercios de los emigrados españoles residen fuera de la Unión Europea, por lo que las distancias son otro inconveniente que se suma al periplo institucional del voto rogado.

Para ofrecer algunos datos que ilustren la gran traba que supone esta práctica censitaria (cabe recordar una obviedad: sufragio censitario no es sinónimo de sufragio universal, y el voto rogado constituye, formalmente, una variante de sufragio censitario), basta con aludir a la participación electoral desde que la reforma electoral se hizo efectiva. En las elecciones generales de 2008 votó un 32% de los españoles emigrados, mientras que en 2011 lo hizo un 5%. Alarmantes son las cifras respectivas a las elecciones europeas: en 2009, cuando los españoles residentes en el extranjero eran alrededor de 300.000, ejercieron su derecho a voto unos 170.000; en 2014, cuando los emigrados suponían casi 2 millones de personas, ejercieron su derecho a voto alrededor de 35.000.

Se estima que en estas elecciones municipales de 2015 el voto de españoles en el extranjero ronda el 4%. Las dificultades burocráticas son tan evidentes que ha surgido un movimiento de protesta entre los expatriados españoles: la Marea Granate, que el pasado 24 de mayo decidió reunirse frente a los consulados y embajadas de diferentes países para quejarse por no tener “voz ni voto”, ya que la nueva legislación ofrece multitud de inconvenientes.

Candela Valle escribía en WSI, en el artículo “Cuando el voto emigrante no cuenta”, cómo para poder votar desde Belfast debía, al igual que el resto de españoles residentes en Irlanda del Norte, desplazarse a Escocia para poder rogar su voto, lo que supone necesariamente una alta inversión de tiempo y dinero. Es el mismo problema de Jose M. Ameneiros, emigrado en Australia. Jose reside en Gold Coast, una ciudad costera situada a casi 1.000 km al norte de Sydney. A pesar de que Gold Coast cuenta con consulado honorario, para inscribirse como ciudadano emigrado Jose debía personarse en el consulado de Sydney, por lo que tampoco pudo formalizar el trámite para votar.

Paloma Fernández, residente en Chile, es otra española que se quedó sin votar las pasadas elecciones. Tras realizar en febrero todos los trámites requeridos para darse de alta en el consulado de Arica, esperó sin obtener documento alguno hasta finales de abril, momento en que volvió a ponerse en contacto con el cónsul para preguntar el estado de su tramitación. La respuesta del consulado llegó a mediados de mayo, objetando que ya era demasiado tarde para ejercer el derecho a voto. A Cristina Fontenla, residente en Uruguay, le llegaron las papeletas el último día de tramitación, por lo que tenía que recogerlas y enviarlas en la misma jornada y confiar en que el sistema de correos fuera lo suficientemente eficaz para que llegasen a tiempo a España.

Más dramática es la situación de Almudena Barragán, emigrada en México, que se quedó esperando unas papeletas que nunca llegaron. Almudena denuncia la desinformación a la que se ha visto sometida desde el consulado y la oficina de información diplomática, ya que los propios funcionarios de la embajada reconocen no saber cómo funciona el procedimiento ni los plazos exactos para tramitarlo.

Elena del Estal admite desde la India los incordios del procedimiento burocrático, aunque lo hace desde la satisfacción de quien ha realizado el trámite dentro de los plazos establecidos, con cuasi seguridad de que su papeleta llegará a España a tiempo. Sin embargo, cabe admitir que la modalidad de voto es diferente al poseer visa de turista, no de residente, por lo que la petición de voto no se encuadraría dentro del “voto rogado”.

Así pues, al hecho de que el voto emigrado se haya convertido en una modalidad de sufragio censitario hay que sumar la gran complejidad del entramado burocrático, las deficiencias administrativas, la desinformación del funcionariado, el incumplimiento de los plazos por parte de las instituciones diplomáticas y la necesidad de personarse en consulados que, en muchos casos, distan centenas de kilómetros de los lugares de residencia de los emigrados. Teniendo en cuenta que los expatriados rondan los dos millones, y que los llamados a votar ascendían a los 35 millones, el voto rogado afecta a casi el 6% del electorado, lo que supone un auténtico varapalo para las garantías democráticas de España.