El fin de la década liberal, el ascenso de Vladimir Putin (1999-2000), el ingreso de China a la OMC (2001), los atentados del 11-S (2001) y el inicio de la guerra en Medio Oriente (2001-2003) cambiaron por completo el panorama del mundo, de uno estable, unipolar y hegemónicamente occidental a otro inestable, dirigido al multipolarismo e iliberal. Este carácter de iliberalismo, que se desarrolló en la década de los 2000, fue posible gracias a la desinstitucionalización de los mecanismos que posibilitaron la democracia representativa en las sociedades abiertas herederas de la Ilustración liberal.

De hecho, en América Latina, países como Venezuela y Nicaragua iniciaron procesos para mantener las elecciones con marginación, relegación y exclusión de oposición crítica en contiendas electorales. Aunque no completamente autoritarios, los modelos iliberales se fueron expandiendo en aquella década, alentados por una crítica al orden internacional, a las guerras y a la soberbia de un mundo unipolar, permitiendo deformaciones a la institucionalidad democrática que, esencialmente, planteó una vía al multipolarismo, por el carácter fallido de instituciones que no pudieron impedir las guerras en Medio Oriente.

Gracias a la legitimación de resultados democráticos irreales en varios países de América Latina, el modelo iliberal se convirtió en una realidad en aquella década. Este síntoma de la crisis del modelo de sociedades abiertas en el mundo también planteaba una pregunta: ¿puede considerarse la democracia iliberal un oxímoron? No, porque la democracia iliberal se concibe en función de sus formas visibles, no de su práctica real. Una sociedad autoritaria utilizará los mecanismos institucionales restantes, como la diplomacia, las elecciones o la inteligencia militar, para alcanzar sus fines. Enviará representantes a todas las instituciones internacionales para apoyar las políticas de sus aliados, mientras construye alianzas iliberales en las que la exclusión de voces disidentes es la norma (Zakaria, 1997; 2004).

A la vez que se desarrollaron las bases del iliberalismo y las fracturas dentro de Occidente, Estados Unidos desplegó el poder inteligente como gestión y administración estratégica del poder duro y el blando al mismo tiempo; esto en uso de todas las herramientas de ambos, no creando una nueva versión, sino usándolos sincronizadamente. Algo que solo los hegemones pueden hacer porque pueden usar la diplomacia y las armas de manera estratégica y táctica.

La combinación de sanciones económicas con negociaciones diplomático-culturales fue ejercida por Estados Unidos en medio de sus guerras en Medio Oriente; sin embargo, estas guerras llevaron a Estados Unidos al desbalance, al desequilibrio, ya que no se trataba de democratizar sociedades premodernas, sino de venganza, engaño y expansión de la maquinaria armamentística en un entorno desconocido para los occidentales; todo encubierto en abstracciones de difusión de la libertad y construcción de naciones. Aquello no solo provocó un daño al poder blando estadounidense, sino que creó una percepción negativa sobre las intenciones últimas de la democracia occidental sobre sociedades ajenas al mundo libre.

De vuelta al poder inteligente, este se caracterizó en la primera década del siglo XXI por ser adaptable, equilibrado y legítimo, permitiendo un equilibrio entre el poder blando y el duro con la intención de construir y mantener alianzas desde la apertura ideal occidental y la seguridad de las armas (Nye, 2011; 2015). El único problema real que enfrentó el poder inteligente fue, y es, la asimetría de las nuevas amenazas que estaban cambiando su naturaleza entonces, porque ya no se trataba de guerrillas urbanas o campesinas frente a ejércitos profesionales, sino del surgimiento de tecnologías de alcance global que empezaban a ser esenciales en la comunicación y la información.

Por esto, el poder inteligente, al aplicar fuerza militar contra grupos no estatales o al presionar diplomáticamente para obtener resultados en entornos institucionales globales, lo hace desde la legitimidad; pero cuando se plantea la existencia emergente de otras fuerzas que no trabajan ni en términos de guerras convencionales ni en términos de diplomacia formal, el poder inteligente ya no es útil. Es aquí cuando el poder de un hegemón que se aplica por fuera de la legitimidad, por fuera de la convención visible, se hace desproporcional, no transparente y pierde así su legitimidad, porque ha salido de los márgenes establecidos por el sistema institucional liberal (Armitage & Nye, 2007; Nye, 2011). Antes de que se desplegara el poder inteligente y la invasión sobre Afganistán en octubre de 2001, el realismo, ya había retornado al escenario político internacional, el 11-S planteó un mundo de inseguridad donde otros actores amenazaban la paz liberal y la Pax Americana.

El pensamiento realista que retornó, fue el mismo que se usó en la Guerra Fría, un realismo que se puede rastrear hasta la guerra del Guerra del Peloponeso entre el 431 y 404 a.C., esto implicó que el pensamiento realista, la perspectiva realista sobre el conflicto, la guerra y las pulsiones hacia el desenlace bélico han estado presentes por más de veinte siglos. Porque la historia de la humanidad es la historia de las guerras, los ascensos y caídas de los imperios.

En el realismo, el interés nacional y la búsqueda del poder son los puntos de partida de la resolución de los actos internacionales (Morgenthau, 1986), una visión pesimista, contra utópica (Carr, 2016), pero superior a las idealizaciones que predominan en las demás corrientes teóricas de las Relaciones Internacionales. Esta manera de ver al componente humano como la política gobernada por leyes arraigadas en la naturaleza humana (Morgenthau, 1986), significó un adelantamiento en el entendimiento de la política y el Estado.

El análisis de las relaciones internacionales y los procesos globales no existían entonces, porque su tiempo no había llegado aún. No sería sino, hasta el final de las guerras napoleónicas en 1815, la política de statu quo (Morgenthau, 1986) y el inicio de un siglo de paz relativa hasta la Primera Guerra Mundial (Kissinger, 2016) que se constituyó un orden mundial, primero en consideración de los imperios y reinos existentes; siendo después de la Primera y Segunda Guerra Mundial como comprensión de las profundas relaciones que se habían construido entre los viejos imperios ya periclitados, en decadencia y sus viejas colonias, en constitución a un orden de estados-nación e interdependencia. Sin embargo, la imposibilidad de un mundo de fronteras nulas, o de instituciones globales absolutas a finales del siglo XX, dio la razón a los realistas cuando todos los proyectos liberales fueron debilitándose tras lograr un cenit idealizado en los 90. Después de este cenit, su caída debido a los conflictos civilizatorios imposibilitó una agenda global reformulada para todos, ad omnes.

El retorno de la incertidumbre, el dilema de seguridad, las guerras, la amenaza nuclear y la inexistencia de un único orden unipolar, sino multipolar, socavaron las premisas ideales del liberalismo hacia un mundo libre, afirmando la necesidad del realismo y del pragmatismo. Porque en el realismo es el poder duro la forma de poder esencial que se considera por el carácter militar de los estados y la inevitabilidad de la guerra debido al problema del dilema de seguridad. De hecho, en el siglo XX tanto K. P. Reinhold Niebuhr, Hans J. Morgenthau, George F. Kennan, E. H. Carr1, así como Kenneth N. Waltz, fueron los intelectuales más importantes que desde el pensamiento realista y neorrealista alertaron del involucramiento en conflictos innecesarios.

Recién más adelante, después del fin del bipolarismo y a la caída del liberalismo internacionalista, fue que el neorrealismo ofensivo, expuesto por John J. Mearsheimer en 2001, se constituyó como el retorno innegable de los realistas en el plano internacional. A pesar de que el pensamiento realista nunca había dejado el escenario global, tuvo que observar el ascenso y el periclitamiento de los idealismos, tanto ideológicos como culturales, entre el fin de la Guerra Fría y los primeros años del siglo XXI para su retorno.

Y a diferencia del idealismo que inspiró al poder blando de Nye, el poder blando ofensivo es inspirado teóricamente por la lectura negativa de la naturaleza humana —individualista, en búsqueda de certidumbre, identidad, propósito y poder— que tiene el realismo, por aquella lectura sobre el sistema anárquico y el Estado como actor central, en el que se condensan los deseos de poder, la seguridad para la autopreservación y la racionalidad sobre los intereses propios. Exponiendo que es en la proyección de la naturaleza humana respecto al Estado donde se constituyen los entornos de incertidumbre e inseguridad (Morgenthau, 1986).

Por lo cual, el realismo que inspira el poder blando ofensivo es la confrontación de los estados enfocados en el conflicto —realismo ofensivo— y los estados enfocados en la seguridad —realismo defensivo— contra los estados liberales mínimos sin identidad que basaron su seguridad en el institucionalismo internacional. Debido a la incomprensión de la búsqueda de poder/seguridad y el consiguiente dilema de seguridad2 es que los estados no han sido apreciados correctamente por el liberalismo, que se ha enfocado más en la normativización —deber ser— y los procesos de cooperación en organismos internacionales sin la capacidad real en el presente para frenar guerras y para mantener un modelo civilizatorio hegemónico.

En tanto que las intenciones fundacionales de los organismos internacionales colapsan, los realistas, desde el análisis individual, estatal y de la estructura internacional, han logrado establecer una comprensión concatenada que explica la proyección y pulsiones originales del poder, el medio y las condicionantes externas que incentivan la no cooperación, la incertidumbre y la competencia en un entorno multipolar. Por lo cual, debido a la falta de certidumbre, información perfecta y la búsqueda de maximización de poder, es que plantean la necesidad del equilibrio de poder (Morgenthau, 1986).

Un equilibrio que requiere estabilidad pragmática para un orden no idealista, por lo cual, en las dinámicas del poder blando, el poder blando ofensivo encaja correctamente con la perspectiva realista de la etapa postliberal, porque no busca ninguna idealización política, sino la minimización de la incertidumbre en escenarios de múltiples variables de conflicto. Además, cuando nos remitimos a la teoría realista estructural y ofensiva, el principio rector del orden internacional está fundado sobre el determinismo estructural anárquico, donde los estados son las unidades sistémicas que buscan sobrevivir en un entorno hostil donde existe una distribución del poder desde la búsqueda del balance de poder.

En este plano, las distribuciones de poder responden a configuraciones de unipolaridad, bipolaridad y multipolaridad (Waltz, 1988), siendo en esta última en la que, por la existencia de múltiples variables, los escenarios y desenlaces políticos no son previsibles. Por otro lado, aunque todos los estados son iguales en términos formales y actúan desde la preservación y el egoísmo, el mejor accionar es desde la racionalidad intencional para asegurar la supervivencia. Es por esto que el poder blando ofensivo es el desarrollo de una capacidad que actúa como contención e intervención para obtener ventajas relativas frente a otros estados en entornos de incertidumbre.

La necesidad de tener ventajas relativas se acrecienta cuando las posibilidades de conflicto aumentan debido a una configuración multipolar del orden internacional. Así, el peor escenario no fue el de la Guerra Fría, sino el del fin de la Guerra Fría, porque a partir de una insostenible configuración unipolar, Estados Unidos terminó creando enemigos innecesarios en casi todas las periferias, produciendo que muchas potencias se erigieran y se armaran por el dilema de seguridad, buscando afirmar zonas de influencia. No solo Rusia y China, sino también Irán, Corea del Norte y varios países árabes que buscan una autonomía regional.

Por lo cual, el nuevo escenario multipolar iniciado en los 2000 planteó múltiples variables civilizatorias incipientes que van directamente contra todo el modelo liberal de Occidente y, para fracturar la imagen de las sociedades abiertas, se hizo uso efectivo de la imagen negativa producida por las innecesarias guerras en Afganistán (2001), Irak (2003), Libia (2011), Pakistán (2004) y Somalia (2007).

Además, en aquella década, en 2001, Vladimir Putin y Jiang Zemin firmaron el Tratado de Buena Vecindad y Cooperación Amistosa, estableciendo una alianza estratégica de largo plazo que se concretó plenamente en los años 2010 con Xi Jinping. Esta relación entre Moscú y Pekín no solo planta una amenaza real a Estados Unidos, sino que afirma indudablemente el retorno de la lectura realista sobre las alianzas, sobre los intereses nacionales y sobre la búsqueda de supervivencia de los estados.

En relación al realismo ofensivo y el poder blando ofensivo, se debe considerar The Tragedy of Great Power Politics (2001) de John J. Mearsheimer, porque se establece una aproximación sistémico-céntrica para el estudio del comportamiento de los estados. Reafirmándose que el sistema es anárquico, los grandes poderes son los actores principales de la política global, todos los estados poseen capacidad militar ofensiva, existiendo incertidumbre respecto a las intenciones de otros actores, causando así que los estados busquen esencialmente su supervivencia, y al ser racionales, busquen estratégicamente maximizar el poder para su supervivencia (Mearsheimer, 2001). Por ello, el uso del poder blando ofensivo se vuelve a emplear, como fue empleado en la Guerra Fría, diferentes instrumentos, mismos fines.

Siendo que, a diferencia del realismo defensivo de Kenneth Waltz, el realismo ofensivo de Mearsheimer plantea que los estados buscan, además de preservar su seguridad desde el balance de poder, la maximización del poder relativo en alteración del poder estable. Por lo que la búsqueda de certidumbre, la limitación de lo incierto y la capacidad de influencia en la estabilidad y comportamiento de otro Estado se concreta a través de la ejecución del poder blando ofensivo antes que del poder duro y la gestión estratégica del poder inteligente para los hegemones. Por ello, solo un Estado mal guiado (Mearsheimer, 2001) dejaría de maximizar su poder, en consideración de la conciencia sobre otros estados que están actuando para desarrollar políticas expansionistas, que contienen la posibilidad de la guerra en todo momento.

Así, el impulso para actuar ofensivamente y desde el poder blando es la existencia del sistema anárquico, la existencia de la incertidumbre, el dilema de seguridad y el egoísmo, los cuales potencian la necesidad de un orden estable, de certidumbre, de autopreservación y de racionalidad sobre el uso estratégico de las herramientas de influencia. No obstante, esto no legitima acciones de intervención unilateral, sino la posibilidad de crear un marco realista que busque el equilibrio frente a los peligros militares, la multipolaridad y la crisis identitaria que sufren las democracias herederas de la Ilustración, procurando superar la situación aporética3 que supuso el estudio de la inteligencia y su relación con la diplomacia.

Finalmente, la capacidad de los grandes poderes, a diferencia de los grandes imperios de la historia, es que en el presente hay una capacidad enorme para distorsionar la realidad, los hechos, las subjetividades y los deseos. Hoy, los hegemones están luchando por las narrativas, y esta lucha ha sido posible por la tecnología digital desarrollada en los años 2000, precisamente en la etapa de cierre de las utopías y de las idealizaciones. Por lo que es a partir del retorno del realismo, desde el uso del poder inteligente en las guerras en Medio Oriente, que se pudo comprender que la visión unilateral de una civilización hegemónica es imposible y que los estados —lejos de disolverse— estaban retornando a los elementos básicos que los realistas habían alertado décadas y siglos atrás. Para bien o para mal de la humanidad, ya no se trataría de usar el poder de persuadir o el poder de coaccionar solamente, sino el poder de manipular, un poder que destacaría en la siguiente década en definición de una nueva etapa para las Relaciones Internacionales.

Notas

1 Importante notar que E.H. Carr (2016) en The Twenty Years Crisis ya había considerado tres formas de poder: el poder militar, el poder económico y el poder sobre la opinión. Esta última forma de poder es esencialmente poder blando, el poder que hoy atraviesa mentes y voluntades desde la propaganda y la información para la construcción de realidades.
2 En el dilema de seguridad, el incremento de seguridad de un actor provoca mayor inestabilidad en otro y eso conduce a una carrera armamentística por la búsqueda de seguridad y ganancias relativas.
3 “Situación aporética” alude a un punto de tensión teórica donde las vías de resolución se clausuran mutuamente, generando un impasse conceptual. Como señala Bunnin, la aporía —del griego a-poros, “sin paso”— describe en Platón el método socrático que revela la insolvencia de respuestas aceptadas; en Aristóteles, designa conflictos entre creencias plausibles cuya conciliación exige revisión crítica. En uso contemporáneo, refiere también a enfoques que contienen líneas de pensamiento en contradicción (Bunnin, 2004, p. 39).