Hubo una vez alguien muy importante… Muy especial. De esos genios que nacen cada cien años. Y que están tocados con esa varita mágica que aparece, de vez en cuando, y que por injusticias tremendas de la historia, desaparece. Y ellos mueren de manera cruel y sin encontrar justificación, ni objetiva, ni subjetiva.

Hubo una vez que, en la soledad de la prisión de Torrijos, en aquel Madrid oscuro de 1939, el poeta escribió aquello de “en la cuna del hambre, mi niño estaba. Con sangre de cebolla, se amamantaba”. Su mujer, Josefina Manresa, le había advertido, por carta, que solo tenía cebolla y pan para dar de comer a su primogénito.

Él lo había intentado todo. Incluso una fuga, una huida hacia delante cruzando la frontera para llegar a Portugal. Pero nadie se apiadó de él. Nadie. Lo entregaron. Sufrió el frío de la cárcel. Y en su dolor, solo fluían versos de cebolla escarchada, “cerrada y pobre, escarcha de tus días y de mis noches”. No pensaba en su hambre, solo tenía imágenes de hielo negro y escarcha; “hambre y cebolla, grande y redonda”.

Miguel Hernández murió el 28 de marzo de 1942, hace 73 años. Después de pasar por varias cárceles, emprendió su último viaje hacia el penal-reformatorio de Alicante, donde la tuberculosis, la desnutrición y la pena por su derrota personal pudieron con él. Se nos fue el mejor poeta español de todos los tiempos.

Y se marchó pensando en su hijo, en su mujer, en su familia. Imaginándoles en la cuna del hambre, amamantándose con sangre de cebolla. No hay mejor ejemplo para describir la agonía y la impotencia de un padre que no pudo luchar contra los gigantes de la época y que se fue triste y hambriento, con un picor en su boca… El mismo que deja la cebolla que él se había imaginado.

Nosotros nos tenemos que conformar con su legado y con la reciente inauguración del museo Miguel Hernández-Josefina Manresa, en Quesada, Jaén, el pueblo natal de su mujer. Allí está vivo su recuerdo, intacto también cuando leemos sus creaciones y cuando ponemos de fondo a Serrat, sintiendo el escozor en su garganta, tal y como pudo vivirlo Miguel Hernández hace más de 70 años. Su recuerdo sigue en nuestra memoria.