Siendo esta mi primera incursión, no podía dejar de plantear una reflexión sobre el que algunos dicen es el oficio más bonito del mundo: la comunicación. Espero estar a la altura del respetable y aportar un poco de luz en las tinieblas que, parece, se ciernen no sólo sobre la profesión, sino que se quieren extrapolar constantemente sobre la sociedad.

Va a hacer diez años que me gradué en Periodismo y, desde entonces, ha habido un auténtico tsunami económico –falta de recursos– y socio-tecnológico, con la irrupción de una herramienta que ha cambiado para siempre no sólo nuestra forma y capacidad de obtener información, sino incluso el modo de comunicarnos y gestionar tareas cotidianas en nuestra vida: San Internet.

Cualquiera, sin necesidad de ser experto en la materia, afirmaría que la comunicación es el medio que vertebra sociedades críticas, conscientes de la realidad, que buscan y avanzan hacia el progreso. Sin embargo, esta revolución 3.0 también ha aportado cambios drásticos que aún estamos en trance de poder gestionar con solvencia.

Pasamos demasiado rápido de un sistema comunicativo unidireccional –del poder al pueblo, sin posibilidad de feedback– a comprender que la comunicación es un espacio de debate y consenso con múltiples actores –hoy se les llama stakeholders– que tienen voz y voto en ese proceso de construcción social. De tener sólo una pequeña porción de información que se daba de forma condescendiente a exigir y acceder a un volumen de información en el que opinión –fundada o no–, entretenimiento, manipulación e información relevante se mezclan en un tótum revolútum difícilmente digerible.

Desde que el homo sapiens es homo sapiens, ha necesitado relatos para explicar la realidad, afrontarla y explicar su propia actividad frente al grupo. Como buen ejemplo, ahí tenemos las compilaciones de cuentos tradicionales o “de hadas” que leíamos en la infancia. Es lo que hoy llamamos storytelling. Nos siguen apasionando las buenas historias, pero frente a un panorama incierto, algo caótico, no queremos solo bonitas historias: queremos hechos. De nada sirve al ciudadano que se le explique que una empresa respetada tiene una historia intachable si aquellos que la gestionan no tienen un comportamiento tal. Como afirmó el experto en comunicación política Luis Arroyo, llegó el tiempo del storydoing. de hacer.

No podemos creernos más avanzados por manejar unas técnicas más sofisticadas y veloces que generaciones anteriores para crear y transmitir historias. Ni escudarnos en la rapidez, porque antes de la ejecución es siempre necesaria una reflexión ponderada para poder entender las voces, los argumentos, los problemas. De otra forma, no sería posible aportar nuevas visiones ni solucionar temas.

El pasado 12 de febrero, una de las pocas mujeres que ha llegado a dirigir un medio de comunicación de prestigio internacional, Jill Abramson, confirmó en Madrid que las Humanidades, como fuente de conocimiento sobre el ser humano y su evolución, son fundamentales para comunicar bien y transmitir historias con sentimiento.

Actualmente no somos meros receptores de información, sino que somos actores muy activos de mensajes que calan en la construcción del tejido social y también gestores de nuestra imagen y papel activo en la sociedad precisamente a través de esas nuevas herramientas comunicativas. Eso nos convierte a todos –especialmente a los que nos dedicamos a comunicar- en líderes que saben aportar y transmitir contenidos, potenciando las redes de conexión entre grupos e intereses. En definitiva, creando sinergias positivas para el crecimiento social.

Hemos pasado de ser un oficio desarrollado simplemente por personas con inquietudes sociales e intelectuales a ser gestores cualificados de un bien clave para el avance de la Humanidad. Por ello, nuestra responsabilidad es aún mayor.

Debemos enfrentarnos a la información –a esa pequeña historia- con la mente abierta, dispuestos a encontrar la verdad sea cual sea. Nos guste o no. Pero sin sensacionalismo, sin apelar a las emociones bajas que buscan tapar la reflexión crítica. Aportando a ese debate público argumentos consistentes, mensajes motivadores y moderando cuando sea necesario en pro de la libertad y el sentido común.

No hay dinero que pague conciencias. No habrá paz para los manipuladores. Solo una conversación fluida entre todos los actores de ese debate público, una comunicación valiosa y consistente hará que salgamos de nuestros miedos, de las miserias de nuestro pequeño mundo material y volvamos a construir con ganas un nuevo pensamiento que haga progresar la civilización. Con conocimiento, pero también con valores como la honestidad, el amor por la cultura o la meritocracia. Ayudados por la tecnología, pero reflejando siempre el sentimiento humano. Eso será la comunicación en el siglo XXI: el arte del consenso.