La obra de Raúl Avellaneda (Lima, 1960) se ha mantenido durante las últimas décadas fuera de las miradas de la historia y memoria críticas del arte, a pesar de ser una figura de una propuesta crucial para las escenas del arte peruano y latinoamericano contemporáneas. Una susceptibilidad y rechazo a su entorno parental directo, extendido luego al de una clase privilegiada falsamente auto-percibida dominante, en la que ese entorno se encuentra, despierta tempranamente una actitud que le ha permitido, aún en la actualidad, el privilegio de habitar los márgenes como epicentros de sus proyectos artísticos.

Su trayecto vital y creativo, tanto individual como colectivo, le ha permitido la inserción, extrema afinidad y hasta completa convivencia con casi todas las exclusiones sociales que, contra los modos más respetados de pensar o actuar, podemos en principio imaginar. Desde una proximidad a ideas de insurrección política e insubordinación visual vinculadas a su propia homosexualidad, hasta formas psíquico-mentales que se levantan como bandera de algunos desacuerdos radicales con la realidad, el artista explora de manera excepcional modos alternativos de co-existencia lejos de las élites que han impulsado el desprecio de otros sectores como método para sostener su explotación bajo hoy impresentables órdenes y preceptos impuestos ya por hipócritas devociones religiosas, prejuicios morales o autoritarismos militares.

Esta selección de series representativas en su obra, nos hablan en distinto modo de la fragilidad o vulnerabilidad con la que Avellaneda percibe en la impudicia o la opulencia una proximidad al deterioro. Se trata de una confrontación casi orgánica con impulsos, deseos y mundos también lúgubres, desde los cuales construye con imaginación inquietante, siempre lúcida, una propuesta visual que brota de la realidad y nos regresa a ella, aun cuando nos la presente de modo mucho más verosímil que la anterior.

(Emilio Tarazona. Curaduría y textos)