Existe una mirada que perfora sobre lo visible, que descompone, que intuye que cada imagen como cada fragmento de tierra esconde mantos. Capas de tiempo, de memoria, de materia viva.
En esta muestra, las obras de María Bayá, Marisa Gill y Gaby Grobo se pliegan y se despliegan en una coreografía de estratos. Sus prácticas, diversas en técnica pero hermanadas en sensibilidad, trazan un mapa íntimo de lo que está ahí, pero no siempre se ve.
Tres mujeres que no son indistintas a la esencia detrás de lo simple, lo terrenal, el universo que nos rodea.
María Bayá borda sobre papel fotográfico como quien reabre una herida para entenderla. Sus intervenciones punzan la imagen original, la atraviesan, la reescriben. Los hilos evocan aquellos lazos invisibles que nos unen con el resto de los seres vivos, que son parte de nuestra energía vital, pero a la cual desatendemos encandilados por aparentes nuevas formas de conectarnos.
Marisa Gill deja que el aire dibuje. Sus litografías y técnicas mixtas capturan el movimiento como vibración suspendida. Líneas rápidas, efímeras, casi sonoras, atraviesan hojas que flotan sin llegar al suelo, como si estuvieran atrapadas en un viento centrífugo de un otoño cualquiera.
Gaby Grobo, en cambio, hunde sus manos hacia lo más profundo, e inicia en sus obras un camino que nace desde la raiz y se proyecta en el humo de los más fantásticos cielos. Sus composiciones analizan la tierra como si fueran cortes microscópicos de un territorio invisible. Topografías íntimas, paisajes en escala mínima, donde lo orgánico se vuelve abstracto y lo material roza lo místico.
Cada una, con su lupa, nos invita a conectar a través de lo visual otras áreas sensibles: olor a tierra, a lluvia, la ligereza del viento, el crepitar de la hoja y la aridez de la piedra. Como si escogiéramos recortar la tierra en una sección transversal, las obras revelan lo que suele permanecer oculto. Son capas que se tocan, que se confunden, que se superponen generando un todo exterior. Hay una pulsión arqueológica en el gesto: pelar, capa a capa, hasta encontrar la voz de la imagen detrás de la imagen.
Entre lo que se ve y lo que se adivina, se abre un espacio de contemplación donde lo sensible cobra espesor. Allí, donde la imagen calla, la materia nos susurra al oído y el cuerpo, por un instante, recuerda que también es tierra. Que también vibra, se erosiona, respira y vuelve, una y otra vez, al paisaje que lo conmueve.
(Texto por Tamara Selvood, junio 2025)