Blink, blink, blink y ahí está. Blink de nuevo y no ves nada. Se ha desvanecido, pero estaba ahí. Sabes que estaba ahí, parpadeando frente a tus ojos. Vuelves a cerrarlos, suavemente. Los cierras con fuerza, tratando de olvidar lo que ha ocurrido. Aprietas más fuerte y todo se vuelve magenta. Rojo y burdeos. Pero por mucho que lo intentas, no alcanzas la oscuridad completa. No puedes borrar ese paisaje que se ha grabado en tu memoria. Vuelves a abrir los ojos, ahora lentamente. Una luz que quema se te cuela entre las pestañas. Blink, blink, blink y está ahí. Blink, blink otra vez y otra vez: nada. ¿Era real o sólo un rastro de aquella imagen previa?
Desde 1980, 78.545 personas han sido enterradas en Hart Island. Eso es lo que dice la web de The Hart Island Project. Esta isla, ubicada en el East River—cerca de Manhattan, entre el Bronx y Queens—actualmente funciona como el cementerio público de Nueva York. Desde finales de la década de 1860, sin embargo, es conocida por ser una de las mayores fosas comunes de Estados Unidos: un lugar de entierro para personas anónimas—no reclamadas, no identificadas o simplemente “irregulares”—que lleva en uso más de un siglo. Durante décadas, miles de historias se han quedado atrapadas aquí, dejando así un profundo vacío en la genealogía y en el imaginario colectivo de la ciudad. Cuando vuelves la mirada hacia el horizonte del río, la isla parece deformarse, flotando entre el cielo y el agua. Podría parecer un espejismo, una ilusión óptica o incluso una consecuencia más de las altas temperaturas—otro efecto secundario de la gestión moderna de la vida. Pero quizás es sólo la señal de que este lugar fue forzado al olvido; de que se trata de un monumento público al abandono, lleno de almas parpadeantes que reclaman su derecho a ser reconocidas.
A través de una secuencia de paisajes, naturalezas muertas y retratos, Hart Island de Willa Wasserman (Evansville, 1990) trata de alcanzar aquello que es irrepresentable. Dos pinturas de gran formato de Hart Island y una pequeña obra basada en la imagen de un bulldozer blindado de las FDI nos dan la bienvenida al espacio expositivo, delineando una frágil pero descarnada sensación de imposibilidad, de distancia. No muy lejos, una carta de Mara Hassan espera discretamente a ser leída. Tras estas obras, nos encontramos con el retrato de Sunsiaré que, junto a las figuras reclinadas de Maxelle y E., parece trascender esa sensación de retraimiento, inclinándose hacia una ambigua cercanía. La muerte se convierte, aquí, en una cuestión colectiva—en un asunto de lxs vivxs o en una responsabilidad, incluso. Tras una serie de bodegones alegóricos, encontramos, sin embargo, un personaje que nos lleva de vuelta a esa melancolía fundamental; a esa distancia insalvable entre el adentro y el afuera. Las particularidades estéticas e históricas de este enclave, Hart Island, invitan a Wasserman a explorar la tensión entre la búsqueda de representación política—subrayando la urgencia de nombrar las cosas por su nombre, de evidenciar cómo ciertas subjetividades siguen siendo ignoradas por nuestras estructuras sociales—y los mecanismos formales, o incluso perceptivos, de la representación pictórica. En palabras de la artista: “mientras pinto desde la observación, tengo una ilusión persistente: la de poder ver lo que me falta, la de poder ver lo que no puedo”.
Blink, blink, blink, en realidad no está ahí. Blink, blink de nuevo: se está yendo. No sabes qué pensar, cómo saberlo. Hoy hace demasiado sol; el propio paisaje parpadea. Olas de aire caliente atraviesan el río. Tal vez ya no puedas confiar en tu mirada. ¿Dejarías de mirar esa tierra llorosa sólo porque deslumbra? ¿Sólo porque no deberías mirarla? Estás a kilómetros de distancia. Estás a kilómetros de distancia pero se sigue moviendo. ¿Se está alejando o quizás se acerca?
(Texto por Lu Millet)