Desde chico, escuché que el rugby no era solo un deporte, sino una escuela de vida. En mi infancia y adolescencia tuve la suerte de practicar varios deportes, destacándome en algunos más que en otros. Sin embargo, lo que más me atrapó del rugby no fue solo el juego, sino la dinámica que lo rodeaba: un deporte donde hay un puesto para cada uno, como en la vida misma. En otros deportes, un jugador talentoso puede marcar la diferencia en solitario, pero en el rugby hasta el mejor necesita del equipo para avanzar.

El rugby no solo se juega en la cancha, sino también fuera de ella. Recuerdo la participación de las familias, la camaradería que trascendía la competencia. En otros deportes, sentí rivalidades que iban más allá del juego; en el rugby, el club era una gran familia. Viví esa formación en el Club Pucará de Burzaco, donde aprendí que ganar o perder no era lo más importante, sino el compromiso con el equipo, la honestidad en el esfuerzo y el respeto por el rival.

El sonido de los tapones en el vestuario era un llamado a la batalla, pero no a una guerra contra el otro, sino contra nuestros propios límites. Salíamos trotando bajo los palos, alentándonos, mirándonos a los ojos con la certeza de que dependíamos unos de otros. No había espacio para individualismos ni para dudas. Al final del partido, sin importar el resultado, podíamos mirarnos con orgullo si lo habíamos dado todo. Aplaudíamos al adversario si nos superaba, porque en el rugby, ser vencido no es humillante si se ha luchado con dignidad.

Fue en esta escuela de vida donde aprendí a levantarme después de cada caída, a seguir adelante sin quejas ni frustraciones. Y es esa enseñanza la que me llevó a descubrir una historia que me conmovió profundamente: Los Espartanos, un equipo conformado por internos de una cárcel, hombres privados de su libertad que nunca tuvieron una formación como la que a mí me brindó el rugby.

Me pareció una idea brillante que el rugby llegara a aquellos que habían perdido el rumbo. Personas que habían fallado en el juego de la vida, encontraban en este deporte una oportunidad de redención. Porque, ¿qué sentido tiene que pasen sus días simplemente contando el tiempo, soñando con repetir errores? El rugby les enseñaba disciplina, solidaridad y resiliencia. Lo que no les enseñaron en su infancia, lo aprendían ahora en la cancha.

Cuando supe que se había realizado una serie basada en esta historia, la vi con gran expectativa. Ya había seguido documentales y entrevistas sobre Los Espartanos, y la serie dirigida por Sebastián Pivotto logró capturar lo esencial: los valores que el rugby transmite y la transformación que produce en quienes lo practican. No solo es una historia de deporte, sino de segundas oportunidades. De hombres que, al recuperar la libertad, pueden reinsertarse en la sociedad con un nuevo propósito. Vale agregar que también quería ver actuar a Juan Manuel Leguizamón y Javier Ortega Desio, quienes vistieron con orgullo la preciada camiseta de Los Pumas.

Al viajar a otros países donde el rugby no es tan conocido, muchas veces me preguntaron si no era un deporte violento. Siempre respondí lo mismo: sí, me he golpeado en el rugby, pero nunca con mala intención. En otros deportes vi malicia deliberada; en el rugby, si alguien se lastima, es un accidente, parte del juego. Pero, más allá de los golpes físicos, el rugby me enseñó a soportar los golpes de la vida. Aprendí que, tras cada caída, lo importante es levantarse y seguir jugando.

Porque en el rugby, como en la vida, uno no espera que le pasen la pelota: va a buscarla, se lanza al desafío con la certeza de que tendrá apoyo. Donde esté la pelota, estará el primero en llegar, y junto a él, sus compañeros, listos para armar la jugada. Y cuando se anota un try, es el equipo entero quien lo celebra, porque ningún jugador llega solo a la línea de meta.

Si aquellos que han estado privados de su libertad logran reinsertarse en la sociedad, tal vez no lleguen a jugar en Los Pumas, pero jugarán para Argentina, desde el lugar que les toque. Porque el rugby no es solo un deporte: es una escuela que enseña valores que trascienden la cancha. Es la certeza de que nadie avanza solo, de que cada paso es el resultado del esfuerzo colectivo.

Por eso, el rugby se juega siempre, dentro y fuera de la cancha. Se juega en la vida.

Eduardo “Coco” Oderigo es el fundador de Los Espartanos, una iniciativa que lleva el rugby a las cárceles para ayudar en la reinserción social de los internos a través de los valores de este deporte. Exjugador y entrenador, Oderigo comprendió que la disciplina, el respeto y la camaradería podían transformar vidas, incluso en los contextos más difíciles. La Fundación Espartanos nació con este propósito y hoy no solo enseña rugby en distintas unidades penales, sino que también brinda apoyo educativo, espiritual y laboral a quienes recuperan la libertad. Su impacto ha sido notable, reduciendo significativamente la reincidencia delictiva entre los participantes.

Notas

Para acceder a más información, ingresar al sitio de la Fundación Espartanos.