¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
[…]
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.

(Rafael Alberti, Balada del que nunca fue a Granada1)

Quienes aprendimos esos versos en la voz de Paco Ibáñez, en la vibrante modulación de un sentimiento oceánico, nunca olvidamos Granada. Aun cuando no hubiésemos puesto un pie en la ciudad, su influjo, la luz que desprende el vocablo que la nombra, el alma de su historia o el duende que anima cada rincón de su geografía, nos llamaba. Así como el sueño invoca al deseo para que se realice, siquiera sea en el circuito cerrado de su propia alucinación reconcentrada, Granada, su Granada, nos reclamaba. Alberti, desde el exilio, lo recordaba para aquel que quisiera saber algo sobre lo realmente sucedido:

Hay sangre caída del mejor hermano.
Sangre por los mirtos y aguas de los patios.

Solo muchos años después descubriríamos la verdad de lo ocurrido. Quienes crecimos bajo la férula de un régimen tan miserable y ruin como lo fue el protagonizado por el infinito tedio franquista, Granada no era otra cosa que la perla de una aristocracia integrada por terratenientes, señoritos y perdularios del más variado pelaje.

Así, de cuanto ocurriera en El Albaicín durante la terrible represión sufrida por sus gentes en los aciagos días de julio de 1936, o de la leyenda de los hermanos Quero en su resistencia contra la dictadura, no teníamos noticia alguna. De esa desmemoria también participó la «izquierda». Esa izquierda, que incluso temía la consecución de su propio programa de ruptura con el pasado, evitaba cuidadosamente ciertos episodios de la historia. No fuere cosa que su evocación hiriese la sensibilidad de aquellos con los que, tarde o temprano, negociaría para pactar una transición hacia una democracia sometida al escrutinio de poderes que no estaban dispuestos a permitir más que lo estrictamente necesario para su integración en Europa… y en la OTAN.

Mas si de todo ello se hablaba entre susurros y cuchicheos, de aquel que la vida y la tragedia convirtieron en símbolo señero, se tergiversaron hasta la náusea las causas y circunstancias de su calvario y muerte. En efecto, no contentos con «pasearlo» hasta el barranco de Víznar y torturarlo y matarlo como a la peor de las alimañas, de Federico García Lorca, figura central del martirio sufrido por el pueblo de Granada, se dijo de todo y nada bueno: que su muerte fue el producto de una riña «entre maricones»; que fue denunciado por aquellos a los que, precisamente, consideraba como más allegados; que la Guardia Civil, harta ya de su romance, no hizo otra cosa que vengar el honor de la Benemérita, etcétera, etcétera. Ellos, los «caínes sempiternos» que señalara Luis Cernuda, daban por buena cualquier versión que contribuyera a ensuciar su nombre y embarrar o disminuir su obra. Así fue y así sigue siendo para quienes añoran los días triunfales de la Victoria sobre el pueblo llano.

Sólo dos autores, dos libros, vinieron en su momento a reivindicar abiertamente la dignidad del poeta y la vigencia de una obra de carácter universal: Claude Couffon, hispanista francés, publicaría en la editorial Losada, de Buenos Aires, la traducción que Bernardo Kordon realizara de su libro: Granada y García Lorca. Título que, con la ansiedad propia de nuestros años juveniles, fue pasando de mano en mano en la España de los primeros 70. El segundo volumen, que lograría un reconocimiento masivo, no es otro que el editado por Ruedo Ibérico en París bajo el expresivo título de La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca, de Ian Gibson.

Profesor de español en la Universidad de Londres, Gibson consagró varios años de su vida a este trabajo, el cual obtuvo en 1972 el Premio Internacional de la Prensa, en la ciudad de Niza. Como ya era de prever, en España su circulación quedó terminantemente prohibida. Solo un puñado de libreros, entre los que recuerdo a Pérez, que trabajaba en Áncora y Delfín, en plena Diagonal de Barcelona, se atrevían a venderlo clandestinamente con los riesgos propios que tal actividad conllevaba en ese entonces.

No obstante, si en algo no reparó la censura fue en que, cuanto más prohibía, más excitaba el deseo de obtener el fruto prohibido. Obtusos como eran, los funcionarios de la época no cayeron en la cuenta de que, por muchas puertas que le pusieran al campo, éste seguía creciendo y ampliando sus dominios más allá de la pobre imaginación de tipos que parecían cortados por el mismo patrón: apenas si pasaban del metro y medio de estatura, compensando sus muchas y profundas frustraciones con ridículos bigotes de medio pelo. En esto, como en todo lo demás, imitaban los gestos y maneras de aquel que, recluido en la capilla de El Pardo, no hacía otra cosa que rezar.

«Rezad, bestias, rezad», escribió Pablo Neruda. Sin duda para señalar la raíz sacrosanta e inquisitorial de la cruzada emprendida por una manada de hienas salvajes en contra de España.

Nada, sin embargo, pudo detener el flujo de la vida y de la verdad que, oculta, pedía revelarse mediante trabajos de toda índole, dedicados a reunir los testimonios de quienes vivieron ese paréntesis de nuestra historia. El deseo de saber era ya irrefrenable.

Con la libertad recobrada, aun cuando fuera incipiente, los homenajes al poeta y a Granada devinieron actos multitudinarios de memoria y reparación, los cuales, en cierto modo, también sirvieron de catarsis colectiva.

En una invisible ósmosis, filtrándose en las palabras de Alberti, la voz callada de García Lorca nos invitaba a descubrir la ciudad, su arrebatada poesía a lo largo de los siglos:

Venid los que nunca fuisteis a Granada.

Así pues, y obedeciendo a esa recóndita presencia que late detrás de las palabras, y después de transcurridos muchos, muchos años, entré en Granada.

Fue un viaje de pocos días, una semana escasa. Uno de los primeros sitios que visité no fue otro que el de la huerta de San Vicente, casa de verano de la familia Lorca, lugar en el que Federico escribiera sus obras más importantes en el decenio comprendido entre 1926 y 1936. Sentí, no la presencia del poeta, como algunos han señalado en sus dietarios de viaje, pero sí algo de la atmósfera que lo rodeara y que contribuyó, decisivamente, a forjar su obra. De ahí y durante varios días deambulé por calles y plazas de la ciudad, recalando especialmente en el barrio del Albaicín, en La Alhambra, en la casa de la familia Rosales (hoy convertida en hotel) y en miradores que, como el de San Nicolás, nos regalan estampas inolvidables del paisaje granadino.

Comoquiera que en aquel momento, prensa y medios audiovisuales hablaran con insistencia de la iniciativa de personas y asociaciones para tratar de localizar los restos de García Lorca en el barranco de Víznar, me propuse visitar el paraje donde el poeta fue asesinado. Lo elaboré como un tributo a su memoria y como gesto de desagravio ante la pérdida sufrida. Ese acto, con independencia de la ideología que cada cual sostenga, unido a otros muchos del mismo o parecido carácter, podría ser, en la práctica, una excelente vía de reconciliación de todos los españoles. Porque, por mucho que pese en el ánimo de nuestra clase política, y a pesar de las buenas intenciones, en España los rescoldos del pasado arden todavía y el odio sigue vivo y activo.

Sin embargo, y por alguna razón que no llegaba a integrar en mi conciencia, me resistía. No lograba concretar el horario de esa visita.

Pasaron los días. La semana tocaba a su fin. En las horas postreras de mi estancia en Granada ya no pude sino tomar un taxi y dirigirme con premura hacia la estación del ferrocarril para no perder el tren. Y fue en ese trayecto cuando sucedió algo cuyo sentido comprendí después: nada más salir del hotel, delante del automóvil en que viajaba, se plantó una furgoneta cuyo reclamo no era otro que éste: Fuente Vaqueros. La furgoneta delante y el taxista y yo detrás, siguiendo la misma ruta durante todo el recorrido. Tuve la sensación de que aquella furgoneta trataba de decir algo, pues la continuidad del ritmo que seguíamos parecía significativa. Fuente Vaqueros se hizo presente de un modo palpitante y vivo; casi obsesivo.

Al retomar el curso de mi vida en Barcelona, y seguir con la costumbre de leer varios periódicos cada día, pude seguir la polémica que la búsqueda de los restos de García Lorca había desatado en distintas esferas de la sociedad española.

Para algunos, entre ellos la familia, o cuando menos buena parte de ella, las cosas había que dejarlas tal y como habían quedado. No pocos periodistas, escritores, tertulianos y demás congéneres de la vida política y cultural española sostenían que, en caso de alzar un monolito con los restos mortales del poeta, aquello podía degenerar en un circo turístico. Para otros, y entre ellos hay que contar al propio Ian Gibson, esa labor era más que necesaria para restituir el honor y la dignidad de los muertos y desaparecidos bajo la sangrienta represión de los generales golpistas.

El acuerdo no era fácil. Las diferentes posiciones se erizaban, como casi siempre ocurre en España. Solo cuando cesó la búsqueda de los restos de Federico y de otros que, como el maestro Dióscoro Galindo, fueron ejecutados en el mismo lugar, los ánimos parecieron serenarse.

Ningún método de rastreo dio resultado positivo alguno. El debate, pues, se disolvió en las ondas del viento.

En esa situación de tranquilidad que parecía de calma sosegada, acudió a mi mente la imagen de la furgoneta granadina con la leyenda de Fuente Vaqueros escrita en cada puerta de su carrocería.

Fuente Vaqueros… El pueblo en el que había nacido Federico…

Como si los manes del poeta escribieran las líneas de mi pensamiento, las frases irrumpieron en mi mente como si otro, efectivamente, las pronunciara:

No busquéis mi vida en la tierra oscura donde mora el olvido. Hallad el sentido de mi existencia a lo largo de mi obra. Cuanto de mí quede lo encontraréis en cada palabra de mis escritos, en la música de mis versos, en el agua que, silenciosa, brota de la fuente fresca y alborozada de mi nacimiento.

El mensaje, pues, no podía ser más explícito. ¿Era el deseo del Otro, sujeto del inconsciente, el escriba que dejaba testimonio de esa voluntad de ultratumba? ¡Quién pudiera saberlo!

En cualquier caso, y como fantasía diurna, registré ese pensamiento como una solución provisoria al problema que aún nos cuestiona: si bien García Lorca no precisa de ninguna tumba para ser reconocido y honrado como el poeta cósmico y universal que es, como el hombre que fue, los miles de desaparecidos y aherrojados al infierno de la indiferencia y del silencio culpable o cómplice, sí necesitan un lugar en el que sus deudos puedan hacer el duelo de una tragedia que habrá que evitar entre los hombres y mujeres del futuro, para que nunca se cumplan los versos que, con la voz que mueve las entrañas de la Tierra, nos legara León Felipe:

Hay tragedias antiguas que me siguen
para que yo las prolongue con mi carne.

Nota

1 Rafael Alberti, Poesias completas, Editorial Losada, Buenos Aires, 1961, p. 1036.