Montevideo, 1997.

No olvidar, siempre resistir.

(Callejeros. Pintado sobre un muro, Rambla de Punta Carretas)

El guaco había mejorado la tos que brotaba de su pecho con la llegada de la estación más húmeda. Empezaba noviembre y la necesidad de romper con el invierno prolongado. El sol, omnipresente, acentuaba los cambios de temperatura, radicales. La alternancia de frío y calor encontraba a Ramón desprevenido. Mientras sorbía su infusión pensó en Helena. Le había recomendado esos yuyos. Pasó la semana sin recibir noticias suyas. La imaginaba de viaje de trabajo o con Hugo de vacaciones. Sabía que no se tomaba demasiado en serio lo que estaba pasando, pero en ocasiones, cuando sus manos se rozaban o sus caras propiciaban el beso de despedida, creía ver en sus ojos transparentes las huellas de la imposibilidad. Le hablaba de un dolor físico provocado por las posturas de oficina y la falta de ejercicio y a él le gustaba fantasear que era debido a esa atracción recíproca. No siempre era fácil, y tampoco estaba seguro de que esa retención del deseo fuera lo ideal. La incomunicación con Teresa iba en aumento, las discusiones eran cada vez más frecuentes. Encerrada en la insatisfacción, había empezado a preparar las maletas para llevarse a Rodrigo a España en cuanto acabara el curso. Apenas podrían pasear juntos por la Rambla con las bicicletas que Ramón acababa de comprar. Quitaba hierro al asunto retomando la rutina sin mayor drama, aunque sus continuas recaídas en un resfriado que había durado lo que aquel largo invierno manifestaban un cuerpo bajo de defensas, contagiado de los dolores del alma.

Ramón necesitaba una confidente para transitar acompañado ese calendario de esqueletos de amor y de hastío laboral. A Helena no se le escapó el malestar de su amigo y le propuso quedar todos los jueves para conversar. La primera cita tuvo lugar en la plaza de Manuel Azaña, punto de encuentro de una comparsa de candombe. Ramón sintió su impaciencia aliviada a la par que incrementaba su ansiedad: que ella ocupara el lugar de una terapeuta le provocaba más indefensión. Los miedos estaban para enfrentarlos y era difícil resistirse a contar con su ayuda. Indispensable cuando la estructura del edificio sobre el que había hecho descansar su felicidad cedía hasta quedar amorfa. Cuando Ramón llegó ya había varios miembros de la comparsa concentrados y temió que demasiado ruido diluyera sus propósitos. Templaban los tambores en el fuego que emanaba de unos cartones rescatados del contenedor de basura. Mientras aguardaba, pensó en los cuadros de Figari, en el movimiento de sus óleos, en la negrura y el contraste del color, en la blancura mayoritaria de los congregados en la plaza. De ahí saltó a los fotogramas de la película de Scola que había visto la noche anterior en la Cinemateca. Como el protagonista que se debatía entre la honestidad y la felicidad, Ramón buscaba los lugares de Helena para hacerlos suyos, para estar más cerca, para poder permanecer, aún en la ausencia. Le pareció poco sensato traicionar su compromiso por un sentimiento todavía incipiente, aunque él sentía que ya lo había perdido todo, que era como un náufrago que tardaba mucho tiempo en encontrar su tierra firme.

Helena llegó, matera en mano. Miró el despliegue de la comparsa en la plaza y sonrió antes de besarlo. Cuando le propuso ese lugar no sospechó los riesgos. Sabía que empezarían a tocar en cuanto se reuniesen los suficientes. Se sentó en la terraza, mirando a la plaza, junto a Ramón.

—De haberlo sabido hubiese venido preparada para bailar —bromeó Helena.

—Toma, te traje la novela de Benedetti que me prestaste —Ramón desplazó el libro por la mesa—. Es una edición con abolengo, por lo que veo.

—No te creas, simplemente pasó por muchas manos. Lo compré en Tristán Narvaja. Veo que eres muy rápido leyendo, ¿qué habrán sido, cuatro días de préstamo?

—Cada uno tiene sus ritmos –protestó el español.

—Pues luego me cuentas tu secreto. A mí no me alcanza. Voy acumulando los ejemplares en torres y después, con suerte, leo uno o dos antes de que terminen todos en el suelo y tenga que buscar estanterías para depositarlos.

Jugueteó con el libro y se percató de que Ramón le había dejado una nota entre las páginas, pero prefirió leerla en casa.

—Mi abuela decía —continuó— que todo lo que se ha fabricado en el mundo ha pasado alguna vez por la feria de Tristán Narvaja. Me contó que, a finales de los cuarenta, cuando ninguno de los dos habíamos nacido, la Intendencia prohibió la venta callejera de libros usados para evitar los contagios, por la epidemia de polio que azotaba el país. Imagina lo que significaría esa prohibición para los cientos de personas que nutrían su pensamiento en esa feria.

—Entonces, me puedo dar por contagiado. «Montevideanitis», ¿vale como enfermedad? —le interrogó irónico.

Helena sonrió y, sin inmutarse por los primeros toques de tambor, se puso a colar mate. Después descorrió su silencio volviendo al pasado.

—¿Te conté que mi abuela fue contrabandista? Pasaba armas de Brasil a Uruguay por Rivera para luchar contra la dictadura de Terra en los años treinta.

—¡Así que no eres la primera guerrera de tu familia! Esa vez el contagio llegó vía genes. Contra eso no hay prohibiciones que valgan. ¿Y a qué se debió esa dictadura?

—Creo que el tema de fondo era un enfrentamiento entre los conservadores católicos, que eran parecidos a los falangistas españoles, y los liberales ateístas. De hecho, si no recuerdo mal, Terra reconoció el gobierno de Franco en 1936. Para que te hagas una idea de su talante.

Hicieron una pausa para observar cómo se sumaban a los tambores un grupo de chicas subidas a grandes plataformas.

—Ahora, para guerreras, la que se lleva todas las medallas es mi tía Marta, hermana de mi padre. Una monja rebelde ante cualquier injusticia. Una monja de izquierdas. Estuvo presa tres veces durante la dictadura. Fíjate lo que era eso.

—A mí lo de monja de izquierdas me suena rarísimo. Claro que si hubiera habido alguna en España tras tantos años de fundamentalismo habrían acabado con sus ganas. Pero ¿en qué se metió la tía?

—Es una historia muy larga. Primero trabajó aquí en Uruguay con los obreros pobres de la periferia de San José, con las prostitutas en Colonia, con los trabajadores cañeros del Departamento de Artigas, desprotegidos en sus derechos laborales, en el Cerrito de la Victoria…

—Así que tú tienes a quien salir, pero en la versión atea y anticlerical, ¿no?

Ahora la mirada de Helena se hizo difícil de interpretar. Parecía estar pensando en cómo abordar el ataque, pero prefirió seguir con la historia de Marta.

—En los años cincuenta se fue a Bolivia, al distrito minero, al campamento de Siglo XX, un lugar que después se hizo famoso por el ataque de los militares que ordenó el presidente de facto de entonces. Hasta el Che lo contó en su diario. El movimiento quería apoyarlos con medicinas y alimentos.

—¿No me digas que la monja se hizo amante del argentino?

Helena frunció el ceño y después alzó la mirada al cielo con gesto de resignación.

—No me cabe en la cabeza que trabajes en un banco con esa imaginación. Si me dejas prosigo —le interpeló paciente—. Era la época de la nacionalización. Permaneció en Llallagua diez años, a cuatro mil metros de altura. Mi tía siempre decía que allí fue donde tomó conciencia de qué ocurría en otros países de América Latina. Por eso mantuvo el contacto con Bolivia.

—¡Impresionante la hermana Marta! Supongo que entre la altura y las duras condiciones de las minas de entonces no debió haber sido un destino cómodo.

—Mi tía nos contaba las enfermedades que tuvo que atender, especialmente la silicosis, que dejaba los pulmones como papel de lija. A ella y otras compañeras les tocaba cubrir las carencias en servicios de salud.

—Además, me imagino, no sería fácil siendo mujer en una sociedad tan machista.

—Bueno, pero acuérdate que era monja y bastante inteligente y comprometida. Hizo amistad con el dirigente sindical, Federico Escobar Zapata, quien acabó entendiendo la importancia de que la mujer participara en las luchas obreras, aunque claro, la sensibilidad general debía de ser de rechazo a que se organizaran.

Helena le pasó el mate y Ramón hizo un esfuerzo por acabar su turno de un solo trago. Continuó:

—Escobar Zapata también denunció el decreto de nacionalización como un engaño al pueblo y reivindicó su socialización. Los mineros seguían padeciendo condiciones muy duras. Tuvo que acabar huyendo a Chile unos años más tarde en el jeep de la congregación, acompañado por el padre Gregorio.

—¿Y cuándo regresó tu tía Marta a Montevideo?

—En 1968, quizás en el 69. Siguió trabajando en el Cerro. Marta ya defendía que en esos años había una dictadura en Uruguay. Junto con otras compañeras, tuvo que ir a hablar con políticos y militares para sacar de la cárcel a algunos dirigentes sindicales. Se sentían vigiladas por los «tiras», que eran policías de paisano. Siempre estaban en la vereda, enfrente de la casa.

Helena paró a cebar la yerba y sorber el mate. Disfrutaba de ello tanto como del arte de la conversación.

—¡Un currículum completo! —espetó Ramón mientras reparaba en el contorno de sus labios.

—Por cierto —Helena volvió a la carga—, hoy leí en el periódico una nota acerca de los archivos de la policía y los militares en tiempo de la dictadura. Una información sobre el terrorismo de Estado que parece suscitar peleas políticas. Me pregunto si llegarán a ponerse de acuerdo para definir una política pública que regule su ubicación, conservación y acceso. Se encontraron más archivos estatales que en Argentina o Chile. Alrededor de 5,000 fichas del ministerio de Defensa sobre presos políticos, sobre sus sueños, sobre el terror —dijo mostrando apasionamiento antes de parar un instante—. ¿Y qué pasó con los archivos en España?

Ramón recibió su pregunta como si viniera de muy lejos y hubiera recorrido mucho camino, y lo puso algo triste, pero no demasiado. Y antes de contestarle le pidió el mate deseoso de utilizar la misma bombilla.

—Si te digo la verdad, nunca me lo pregunté. España es el país de la desmemoria. No era algo que se debatiera cuando era más joven, aunque en la Facultad había varios grupos de izquierda, comunistas, «troskos», maoístas que hacían debates secretos sobre esos temas. Reconozco que nunca me preocupé de hurgar en el pasado. ¿Por qué insistir habiendo tantas otras cosas que solucionar para el país del presente?

A Helena aquella respuesta le dejó paralizada, tanto como lo hacían los «guanacos» cuando los militares los sacaban para disolver las manifestaciones. Les llamaban así por parecer que escupían.

—¿Mmmmmmm? Quieres decir que no te importaba que en tu país se persiguiera, intimidara, ejecutara… Que los torturadores y las violaciones a los derechos humanos quedaran impunes.

—Ahora sí, pero supongo que antes no —le respondió Ramón contradiciéndose—. España no puede dar muchas lecciones en términos de reparación histórica.

Un trueno, que parecía lanzado por dios, silenció el resto de los verbos.

—La luz es más rápida, el sonido siempre llega después, rezagado —dijo Ramón queriendo cambiar de tema.

—¿Y ahora te refieres al fenómeno natural o a la memoria? —le interrogó su amiga creyendo entender los paralelismos.

—Pasaron veintidós segundos entre el relámpago y el trueno. Solo era un comentario inocente sobre una curiosidad atmosférica que irrumpe en nuestra tarde.

—Así que prefieres pasar a otra cosa —concluyó algo molesta, mirándolo peleona.

Ramón llevaba algún rato concentrado en los embates del corazón. El autocontrol y la taquicardia le impedían hablar más, pero trató de argumentar.

—No creo que merezca la pena revolver esos años. Los muertos, muertos están. Hubo una generación que no supo resolver de otras formas sus diferencias. No nos corresponde a nosotros cargar con todo ese equipaje de odio. Ni juzgarlos a la ligera.

La comparsa de candombe había tocado los primeros palos que anunciaban la puesta en marcha. Los tambores chico, repique y piano buscaban sus lugares en las filas y las bailarinas calentaban delante, dispuestas a marchar por las calles aledañas. Las noches habían mutado a cálidas y, a su paso, vecindario y viandantes se sumaban a la fiesta, aunque los relojes apuntaban a un final de año por cerrar y a obligaciones que enfrentar a la mañana siguiente. Helena hizo perder su mirada en algún punto impreciso de la plaza. No se rendía e insistió:

—Ese comentario me suena a lugar común. Como te decía, en Uruguay hay miles de rollos de microfilmes que guardan parte de esa memoria. Deberían de ser de acceso público, pero se alega que es más importante garantizar la privacidad. ¡Supongo que habrá alguna manera de hacerlo compatible!

—Tocaste un tema delicado, quizás uno de los más importantes en el futuro. Cada vez tenemos más facilidades técnicas para acceder a información y llegará un momento que lo que ahora llamemos dominio privado acabe confundiéndose con lo que es dominio público, ¿no crees? Pero volviendo a Uruguay, ustedes lo tienen más reciente, en España la dictadura terminó hace veinte años.

—Una amiga historiadora —le cortó Helena—, nieta de republicanos españoles, me contó que en tu país se siguió torturando hasta los años setenta.

Ramón se quedó callado. Nunca se paró a pensar cuál había sido la relación de su padre con el régimen franquista. Le había ido bien económicamente. Se preguntaba cómo había podido sortear su condición de homosexual en ese contexto pacato y católico. Quizás también aquello era superficial y liviano, como todas las máscaras que hubo que domesticar. Helena continuó hablando de su amiga:

—Su padre, uruguayo, siempre dice que fueron los republicanos españoles exiliados quienes le dieron sus primeras lecciones de honestidad en las tascas montevideanas. Solía ir a escucharlos en su adolescencia y juventud.

A Ramón le vino entonces todo el ruido. Aquel más silencioso del que no podía huir y el de los tambores de la plaza, que era muy fácil acallar si se alejaban del lugar. Ante esa disyuntiva, y para calmar sus ansias, propuso a Helena salir a la Rambla. Bajaron por bulevar Artigas. El cielo había cambiado el aspecto apacible que presentaba un par de horas antes.

—Se nota que estamos en una esquina del mundo —dijo Ramón mientras las nubes se precipitaban a pedazos sobre Montevideo.

Helena se quedó pensando. Llovía torrencialmente y un trozo del cielo se había pintado de amarillo, pero influida por las interferencias creyó que correspondía llevarle la contraria. También ella podía ser terca.

—Bueno, siempre según desde donde se mire —le interpeló—. Recuerda a qué lado situaba a Uruguay Joaquín Torres García.

—Eso no cambia nada —Ramón, que dudaba de que su amiga hubiera levantado las armas, no quería ceder—, seguiría siendo una esquina. Insisto, más que franja oriental yo la llamaría esquina del mundo.

Helena se resignó. Tampoco ella traía a gala un sentimiento patriótico. Ni la jura de bandera en el liceo el día del natalicio de Artigas le había producido la mínima emoción. Antes de contestar, vio como Ramón le sonreía cariñosamente. Se habían estado siguiendo el juego de guerra, aunque ese gesto anunciaba una tregua.

—Sí, el paisito, el apéndice del mundo —repitió Helena mientras se fijaba mejor en la línea azul intenso que se estaba creando sobre la franja amarilla.

—No es nada contra Uruguay —saltó ahora Ramón—. También me gusta una metáfora que utilizó José Saramago para hablar de la Península Ibérica como una balsa de piedra que se separaba de Europa para navegar a la deriva. Somos un poco eso también nosotros, personajes a la deriva…

Ese cambio de tercio le ayudó a hablar de su malestar, principal propósito del encuentro.

—Che, disculpa el acaloramiento político. Ni te pregunté qué tal lo llevas.

—A ratos mejor y otros peor. El ambiente laboral tampoco ayuda. Hoy volvió el capo de la mafia a la sucursal. Mejor ni te cuento lo que traen entre manos. He pasado un informe secreto a mis superiores, pero insisten en que no es nuestra tarea juzgar el origen de los fondos.

—¿Tráfico de drogas?

—Me temo que sí. Pero muy heavy. El dinero que estamos ingresando en cuentas que no dudaría de calificar de paraísos fiscales daría para drogar a todo el país.

Los gruñidos del cielo fueron silenciando la percusión de la comparsa. Le hizo un repaso de sus dudas con Teresa, su falta en el proyecto futuro, su malestar por no estar en Madrid, el daño que se hacían mutuamente sin necesidad. Lo daba por perdido. No tenía más ganas de luchar. Creía que lo mejor era pedirle el divorcio y tratar de buscar la forma de mantener la custodia compartida para no estar mucho tiempo lejos de Rodrigo.

Llegaron al portal de casa de Helena. Allí le ofreció el mate del estribo y ella terminó la conversación con una historia de una guaraní que pedía a sus dioses ser convertida en camalote para seguir a su amado, cuyo barco había zarpado hacía unos días. Ramón desconocía el pretexto de aquella historia, cuál era el referente: si el miedo que Helena sentía por su partida futura o sobre lo importante que era dejar ir a Teresa sin obcecarse en seguirla al precio que fuese. Se despidieron con un beso en la mejilla y un abrazo. La miró de cerca y pudo atisbar surcos de la edad, huellas que le recordaban que el tiempo de su juventud se había marchado para siempre. Era como un espejo. En el azul de sus ojos, exultante, podía reconocer lo mucho que aquella mujer le atraía. Quizás también fue así con Teresa y él ya no podía recordarlo. Le hubiera gustado retenerla en sus brazos para amarla despacio, besarla tiernamente, compartir una noche de estrellas visibles en las que el cielo parece recostarse sobre la tierra, pasear descalzos por la playa para después quitarle la arena de los pies; un deseo demasiado casto para añadir en la olla de la pasión.

Prefirió regresar a su casa por la Rambla, aunque sabía que el camino era más largo. Las olas martilleaban anunciándole la frustración que le causaba dejar pasar esa oportunidad. Pensó que vivir solo era eso: permanecer en ese dilema flexible que por momentos aportaba luz y por otros dejaba las luces apagadas. Si no se atrevía a besarla, quizás fuera porque sus labios concentraban esas contradicciones que nunca podría resolver.