El liberalismo y los liberales de siglo XIX en España marcaron dos tendencias vinculadas, una, con el idealismo encuadrado en la soberanía nacional enfrentándose al antiguo régimen y, otra, conectándose dentro de la adecuación teórica con la realidad dando paso a un pragmatismo que defendieron los liberales moderados y conservadores. Ambas tendencias, que, sin llegar a ser originales, ya que sus vínculos con la doctrina francesa y con el radicalismo ingles estaban ya señalados en el pensamiento de Bentham, fueron referencias que estarían presentes en todo el pensamiento español de aquella época.

En España, los gobiernos predominantes posteriores a la época doceañista pertenecían al ala moderada del liberalismo, corriente que en la práctica desdibujó el vínculo entre el gobierno y la sociedad mediante la eficacia administrativa. Haciendo de esta una tarea prácticamente inexistente, pues, si bien el pragmatismo aludido por los conservadores contrastaba con el de los idealistas, la perspectiva de la gran mayoría de los representantes de esta corriente únicamente se ocuparon del poder político abandonando la autoridad administrativa, olvidándose de la realdad social marcada por la injusticia que implicaba una sociedad cortesana y propietaria, situación que hizo difícil la entrada de las clases medias al ámbito político y, por tanto, el subsiguiente desencanto popular que llevaría a las revueltas populares de los años 1836, 1840, 1843, 1848, 1854, 1868 y 1874.

Al mismo tiempo, y una vez establecidas las diferencias entre ambas corrientes, su proyección política se identificó con la inestabilidad y el cambio sintetizado en las Cortes, quienes reflejan claramente la naturaleza adquirida por las diferentes constituciones establecidas por unos y otros de acuerdo con el proyecto político adoptado en esos momentos, sobre todo por los retrocesos democráticos que sufrían las diferentes leyes electorales de la época del reinado de Isabel II (1833-1868). Todas fueron producto de la atmosfera liberal que hizo posible el progreso social pese al fracaso estatal de su acción administrativa y en sus decisiones políticas, progresos en los que se enmarcaron las directrices revolucionarias del siglo, el sufragio universal, el republicanismo, el federalismo, el socialismo y el anarquismo.

Es en este ambiente en el que Juan Bravo Murillo aparece como el más moderno y, a la vez, el más moderado de la época, pues su idea de anteponer la administración a la política conlleva al constreñimiento de esta última, proponiendo en 1852 una reforma política que hasta sus propios compañeros de partido calificaron de «retrógrada». Como contemporáneo de Donoso Cortes, sus aportaciones no distan de las ideas conservadoras de este último, no obstante, él mismo marca las diferencias ideológicas que, al mismo tiempo que lo separan del pensamiento donosiano por el pragmatismo de su obra, destaca el fracaso de la monarquía constitucional y, por tanto, apoya el establecimiento de una monarquía hereditaria bajo el soporte de un Estado fuerte capaz de contener las inestabilidades políticas en las que cayeron los partidos dinásticos.

Critica la doctrina de la soberanía de la inteligencia sostenida por Donoso Cortes y, en cambio, admite la soberanía popular, pero no en el sentido de Rousseau, sino como derivación de la soberanía absoluta proveniente de Dios, porque, a su juicio, los más inteligentes no son necesariamente los mejores; perspectiva que lejos de apoyar las propuestas del sufragio universal, intenta prevenir su advenimiento al mismo tiempo que actúa como un detractor absoluto del socialismo y, más tarde, del internacionalismo, posicionándose a favor de la propiedad privada y cuyos argumentos se basan en los postulados de la religión católica.

Para Bravo Murillo, como para la gran mayoría de liberales moderados y no tan moderados, el socialismo, como el sufragio universal era una cuestión que amenazaba a todas las naciones de Europa, sobre todo a Alemania, Italia, Francia y España, porque la amenaza del movimiento socialista originario contra la propiedad privada iba en aumento, sobre todo por los constantes movimientos detectados en esas regiones. La posición de Bravo Murillo, incluso siete años antes de la formación de la Primera Internacional, es la actitud defensiva de la burguesía liberal del último tercio del siglo XIX y que para 1858, año en el que pronuncia su último discurso, resulta un tanto desproporcionada.

Según Bravo Murillo, el socialismo es la negación de la sociedad por ser incompatible con la propiedad ya que sin la propiedad no habrá sociedad. Así el triunfo de este movimiento resultaría la ruina de los hombres y sus intereses. Para evitarlo propone en principio, como se trata de un mal que recorría Europa, en la concepción liberal, la asociación de gobiernos que padecen «la calamidad» para prevenir y, en caso de triunfo momentáneo de parte de los detractores, para reprimirlos con mano fuerte. En segundo lugar, propone a creación de un gobierno fuerte, estable y duradero que consolide el orden, cese el estado de agitación y garantice la tranquilidad y la estabilidad del país, sobre todo tras los incendios provocados por los jornaleros de Castilla en 1855 y los disturbios en Sevilla en 1857, y, en tercer lugar, la región como freno de las apetencias de los pobres.

La formación de un gobierno fuerte, estable y duradero era la solución que se justificaba como principio de estabilidad de la sociedad por medio de la religión, la administración de la justicia y la fuerza armada, tres elementos que en su conjunto se tenían como garantes de la armonía social. Pero, ¿cuál es la justificación de la fortaleza gubernamental si son los liberales los primeros en proclamar la menor inherencia posible del Estado en los asuntos privados? La propiedad privada, porque al estar en peligro es deber del gobierno y de los cuerpos beligerantes protegerla. Así el Estado y su cuerpo militar, al estar al servicio de la propiedad y de sus propietarios, es necesario que estos sostengan al gobierno pagando más de lo que pagan pues, de esta manera, contribuyen a la modernización de la administración a causa del incremento del gasto público, de los servicios, de las obras, de las vías de comunicación y, por supuesto, de las fuerzas armadas. Todo ello para asegurar a las personas y a sus bienes, garantizándoles la tranquilidad y el orden público. De ahí que la administración deba ser el fin último y no el medio y, la política el medio, no el fin. Pero el incremento de las contribuciones de los propietarios no es suficiente, es necesario que la ley plasme, al mismo tiempo, la estabilidad requerida en la práctica. Para ello se considera que las elecciones, la deliberación de los cuerpos colegiados y las reglas que deben observar los empleados públicos, deben ser reformadas en su totalidad.

La solución a la inestabilidad parlamentaria es la de un ejecutivo fuerte en el que se le concede al rey y a las Cortes la iniciativa de regular leyes, ya sea en conjunto o separadamente y, en caso de urgencia, el monarca tendría la posibilidad de gobernar por decreto, limitándose a dar cuentas de sus medidas a las Cortes con posterioridad.

Otro elemento que imprimía ese carácter ultra moderado a la propuesta de Bravo Murillo a la instauración de un Senado compuesto por miembros de la nobleza hereditaria y por aquellos de elevada dignidad en el ejercicio de sus funciones públicas, como los miembros de la iglesia, las fuerzas armadas o la magistratura. En contrapartida se encuentra el Congreso formado por diputados representantes de los distintos distritos de la nación, propietarios. Civiles y particulares, ya que no admitía ni a los miembros del ejército ni a los empleados del Estado en servicio activo, con el fin de prescindir de los partidos e introducir la iniciativa individual de la representación, de ahí la importancia que imprime al tipo de elector como el propietario que vota de acuerdo con la conservación de la propiedad privada antes que, a intereses facciosos de partido, causantes de los escándalos electorales y parlamentarios.

La justificación de su radicalismo era por la necesidad de establecer, según él, un trono fuerte, legítimo y fundamentado en el derecho, que estuviera regido por leyes que proveyesen la arbitrariedad y el despotismo. Al mismo tiempo se pronunció por unas Cortes que mantuviesen la autoridad y que fuesen respetadas, salvándolas de sus excesos y proveyéndolas del prestigio que da el trabajo fecundo, la buena dirección y el raciocinio que debiera emanar de sus deliberaciones, en pocas palabras, salvar la institución.

Al igual que la política, la administración debía observar leyes que confirieran estabilidad, en el sentido de reglamentar la inmovilidad de los servidores públicos al cambio de ministerio. Se trataba de reglamentar el ingreso a la carrera publica, así como su ascenso y conservación, disposiciones estas adoptadas por Decreto Real en 1852. Estas medidas, al igual que las electorales, tenían por objeto el óptimo funcionamiento del gobierno, además de que con ello se hacía frente a la cuestión de los empleos como una cuestión social, al impedir la inestabilidad creada por la injusticia de la separación de los empleos de unos y la admisión de otros, de la protección ilegitima de las aspiraciones personales en detrimento de la postergación del mérito de otros. Así se resolvía la reglamentación del empleo público al mismo tiempo que se contribuía a su profesionalización y mejor funcionamiento para la conservación de la propiedad privada como base de la sociedad.

Otra solución a la influencia del socialismo era la religión, el culto y sus ministros que debieran procurar una saludable influencia en el orden social, de ahí la importancia que defendía que revestía el restablecimiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Esto se reflejó en el concordato pactado con la Santa Sede en 1851.Aunque, con la desamortización de los bienes eclesiásticos se alejó el Estado de la Iglesia, sin embargo, el Concordato y antes el acuerdo de 1845, por los que se devolvía a la Iglesia la propiedad de sus bienes no vendidos y la indemnización de los que habían sido enajenados, es decir, el respeto a la propiedad privada e, incluso, la de la Iglesia era sagrado porque de esa manera se evitaban revoluciones, al mismo tiempo que la Iglesia era un elemento que contribuía al orden porque proveería de armonía a la sociedad en su conjunto.

El problema social, a juicio de Bravo Murillo, debía enfrentarse con la religión porque el ejemplo de la doctrina aconsejaba y mandaba al pobre la resignación y al rico la caridad, por tanto, el alivio de las clases pobres era la beneficencia. Así la religión ofrecía consuelo a los miserables al proveerlos de resignación suficiente para su consuelo. Por ello la falta de religión implicaba la desaparición de la resignación y, por tanto, la exigencia de las clases pobres. Más aun, al referirse a la promesa sostenida por el socialismo en el sentido de hacer creer a los pobres que algún día se aboliría la pobreza, que se superarían las clases sociales, que no habría diferencias, etc. Se trataba de una persuasión errónea que insurreccionaba a los espíritus y causaba motines y revoluciones. Situación, según Bravo Murillo, que los conduciría a la disolución de la sociedad próxima a la anarquía.

De ahí que la solución a tan estruendoso presagio era la religión, la cual previene al menesteroso de las seducciones de los agitadores y, en cambio, lo provee de esperanzas, la enseña al pobre a tomar por derecho propio aquello que se le da por caridad y a no tomar aquello que no le pertenece. Haciendo uso del Evangelio, Bravo Murillo demostraba que la familia, la patria, el trabajo y la propiedad eran parte de la ley divina y, por tanto, ley de Dios omnipotente y soberano que está por encima de los hombres, aun del soberano de derecho, por tanto, irrumpir contra estos preceptos era irrumpir contra el orden establecido por Dios. Como la igualdad proclamada por los hombres socialistas es irrealizable para él, lo que procede era la caridad como la que dicta el Evangelio: «si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme», situación está que prohíbe la usurpación de los bienes y, en cambio, recomienda la caridad como la resistencia a los pecados y como sello de la buena voluntad que se imprime en el corazón de los pobres evitando así todo mal al llamar al rico bienaventurado por agradecimiento de los pobres por esta acción, al mismo tiempo que recibe la recompensa de Dios pues «la limosna es un tesoro del cielo».

La tercera solución nacía de un principio de inestabilidad proyectada por la época en las que las agitaciones sociales en toda Europa se presentaban de forma rutinaria ante la debilidad estatal de la época. Bravo Murillo propondría la unión de todos los gobiernos de Europa para frenar con «mano dura» las agitaciones, al mismo tiempo que funcionaría como un elemento de prevención y represión a posibles levantamientos. La propuesta, hecha en 1858, no tuvo eco ni siquiera entre sus compañeros de facción, pues el desprestigio conseguido por el sostenimiento tenaz de sus principios radicales a los ojos de sus compañeros, la propuesta se presentaba como una más de sus exageradas medidas antirrevolucionarias. No obstante, con el establecimiento de la Primera Internacional en el último tercio del siglo XIX, la propuesta contra internacional es retomada por él en la Asociación para la Defensa de la Sociedad y su órgano propagandístico «La Defensa de la Sociedad» en 1872:

Aparición de una de esas cuestiones temerosas de la Europa sorprendida y consternada. Especie de cometa fatídico, tiene su filiación en los siglos pasados, y rindiéndole culto, ora de filósofos, ora de sectarios religiosos, ora la plebe alucinada. Pero hoy se presenta en nuestro horizonte, agitado ya por repetidas tormentas, con tan imponente masa, con núcleo de tanta fuerza, con una dirección tan fija, y con una inmensa ráfaga de luz siniestra, que a su solo contacto han ardido grandes ciudades y a su solo aspecto han exclamado los pensadores más profundos de mirada serena y de corazón valiente: esta prueba que Dios envía a la humanidad, amenaza ser de las mayores que la humanidad ha sufrido. Prueba en verdad que alcanza a reyes y pueblos, a sacerdotes y profanos, al ciudadano humilde y al encumbrado magnate, a la religión, a la moral, a la propiedad, al trabajo, a la autoridad, a la libertad, a la paz pública, a la patria, a la familia, a la seguridad personal, al orden, al gobierno, a la economía política; y en fin a todas las entrañas de la vida de la humanidad. Tremendo retroceso habría de sufrir si en tal prueba salieran vencidos los principales tutelares de su existencia y desenvolvimiento. (Juan Bravo Murillo, «La Defensa de la Sociedad», en Revista Trabajo, núm. 23. 1968. P. 322).

Tan funesto presagio lo condujo a formar la asociación encargada de custodiar los intereses legítimos, morales y materiales de la sociedad y, por todos los medios posibles, demostrar que los fundamentos de la Internacional eran antirreligiosos, contrarios a la moral y, por tanto, antisociales por ser contrarios a la propiedad en todas sus manifestaciones, por proclamar su amor teórico a extranjero (antipatriotismo). Al respecto consideraba que la filosofía engendrada por pensadores como Rousseau, Leroux, Proudhon, Marx o Blanqui promulgaban ideas ajenas al carácter español y, por tanto, imposibles de imponer.

Al mismo tiempo la asociación se encargó de gestionar las medidas necesarias para parar la inseguridad de los propietarios y de los que no lo son. Para los primeros propuso el aumento de la represión contra los delitos de propiedad, leyes para la prevención de estos y la intervención de la Guardia Civil en la seguridad personal y material de los propietarios. Para los segundos consideraba necesario mitigar y «endulzar» sus amarguras mediante la creación de asociaciones benéficas y cajas de ahorro a fin de auxiliar al enfermo, al anciano, al inutilizado para el trabajo, etc., con medios para mejorar la suerte del obrero. Incluyendo la publicación de panfletos populares, publicaciones serias para las clases ilustradas y para la juventud estudiosa. Todo ello para una supuesta defensa de la sociedad.