Luego de la notable reactivación económica del siglo XIII, señores y monarcas de Europa occidental requieren nuevamente metales preciosos para producir monedas y mantener el incremento de las transacciones. Sin embargo, tropiezan con un obstáculo de talla: el viejo mundo carece dramáticamente de oro y plata y las relaciones con los lejanos proveedores musulmanes no son siempre las mejores. Los príncipes se ven entonces forzados a mezclar los raros metales preciosos con otros metales y, con el correr del tiempo, la proporción de oro o plata no cesa de disminuir en beneficio de los otros componentes, resultando monedas depreciadas.

Por otra parte, la formidable expansión del imperio otomano, a comienzos del siglo XIV amenaza los vínculos comerciales que ciudades europeas, especialmente las repúblicas del norte de Italia mantienen con el Oriente. En efecto, desde tiempos antiguos, llegan a Europa una vasta gama de productos de lujo venidos del lejano Oriente –las especias– que suelen ser vendidas a precios exorbitantes. La vía más conocida es la tradicional ruta de la seda.

Después de apropiarse de Anatolia y de los Balcanes, los turcos conquistan Constantinopla en 1453, poniendo fin al debilitado imperio bizantino. Las implantaciones europeas-cristianas en el próximo Oriente no logran sobrevivir a la avalancha turca; la última factoría genovesa en el mar Negro cesa sus actividades en 1475. Cada vez con más fuerza, la potencia otomana se alza como una barrera entre los intercambios comerciales entre el lejano Oriente y los reinos de la Europa cristiana. Poco a poco, éstos comprenden que estaban condenados a hallar nuevos caminos para llegar a las codiciadas especias.

Contrariamente a lo que ocurre en Europa Central, en la península Ibérica la presencia musulmana llega a su fin. Los señores cristianos se apropian de todo el territorio portugués a mediados del siglo XIII, y en 1415 cruzan el estrecho de Gibraltar para ocupar Ceuta. En la futura España, siete meses antes de la partida de Cristóbal Colón con destino a las Indias, el principal reino cristiano ocupa el último reino musulmán en la península, en enero de 1492, poniendo fin a la convivencia de las tres culturas. A partir de entonces los ibéricos judíos o musulmanes deben escoger entre conversión o exilio.

El estancamiento de las ciudades-estado italianas y la emergencia de los puertos atlánticos portugueses y españoles, provoca importantes movimientos de población y también de capitales. Cartógrafos y navegantes, con frecuencia de origen genovés, emigran a Lisboa, Sagres y más tarde a Sevilla, donde los reinos florecientes con vocación marítima requieren de sus capacidades.

En estas circunstancias se comienza a gestar el proyecto de alcanzar el Oriente –y a sus especias– navegando hacia el poniente. Pero esto implica pasar necesariamente por el inconmensurable mar exterior, denominado la Mar Océano. Para lograrlo será necesario desvelar los misterios que encierra aquella faz desconocida del planeta, atravesar océanos inexplorados, visitar naciones tan lejanas como misteriosas y acceder a esas tierras hasta entonces inalcanzables, justamente donde el imaginario europeo había situado mundos maravillosos. Es lo que intenta hacer, entre otros, un navegante genovés inmigrado a Portugal y luego al reino de Castilla-Aragón.

Las fuentes de Colón

En los años previos a 1492, Colón examina sistemáticamente toda descripción de mundos lejanos que estuvo a su alcance. La Biblioteca Colombina de Sevilla conserva actualmente cuatro obras que pertenecieron al almirante: el Ymago mundi, del cardenal y teólogo francés Pierre d'Ailly; la Historia rerum ubique gestarum, del Papa Pío II Piccolomini editada en Venecia en 1453, la Historia natural de Plinio traducida al italiano y un ejemplar de los relatos de Marco Polo.

De estos libros, el Ymago Mundi parece haber tenido una importancia mayor. Durante su estadía en Portugal, de 1475 a 1485, el futuro almirante lo estudia con tal aplicación que inscribe en su ejemplar cerca de un millar de anotaciones. Ahí encuentra la afirmación –errónea– que la distancia entre Europa y Asia, navegando hacia el poniente sería de poca importancia, aval científico de la factibilidad de su proyecto.

Publicado en 1410, el Ymago Mundi recopila las ideas geográficas medievales: abundaban seres y países legendarios, pero incorpora los aportes de la Geografía de Claudio Tolomeo, el bibliotecario de Alejandría. Esta obra mayor de la Antigüedad escrita hacia el año 163 después de J.C. había permanecido olvidada en Europa durante un milenio, hasta su descubrimiento en una tienda de libros en Constantinopla en 1295 y (re)difundida desde 1400.

La obra de Tolomeo que comprende alrededor de 8.000 indicaciones de lugares geográficos, identificados por Heródoto, Hiparco, Eratóstenes, Estrabón, Marino de Tiro y de diversas relaciones de viajes. Aunque se trata de un trabajo excepcional, la Geografía contiene dos errores de importancia: África y Asia aparecen ligadas por una Terra Australis, de manera que el océano Indico se transforma en un gran lago y, en el momento de calcular la circunferencia del ecuador, Tolomeo reproduce un error perpetrado por el matemático Hiparco: establece el meridiano cero en la isla de Hierro de las Canarias y desde allí evalúa en 32.000 kilómetros el perímetro de la Tierra, cuando en realidad es de 40.000 kilómetros. En función de este cálculo erróneo ─reeditado en el Ymago Mundi─, Colón llega a la conclusión de que las costas de España y las del Oriente se encuentran a pocos días de navegación.

El cardenal se empeña en transmitir una geografía de acuerdo a la percepción del mundo en Europa de su época: mezcla afirmaciones bíblicas con fundamentos de tipo científico. En caso de duda toma precauciones y cita sus fuentes. Pierre d'Ailly concibe el mundo dividido en tres zonas climáticas; en los extremos se sitúa las zonas frías, ártica y antártica, seguidas de zonas templadas, y en el medio está la zona cálida ecuatorial. Sin embargo, afirma el Cardenal, podría haber un área templada en la zona cálida. En ese lugar estaría el Paraíso Terrenal. Colón, impresionado, toma nota y reemplaza el tono condicional de d'Ailly por afirmaciones categóricas.

Ymago Mundi:
Diversas opiniones sobre la habitabilidad de la tierra.
Las opiniones están divididas sobre la habitabilidad de las mencionadas regiones de la Tierra. Como lo hemos dicho, algunos autores pretenden que la tercera zona es inhabitable; otros afirman, por el contrario, que esta región es completamente templada, principalmente en su centro, bajo el Ecuador. Esta fue la opinión de Avicenas. Se entregan algunos argumentos para afirmar que el calor que reina en esta zona, en razón de la proximidad del Sol, puede templarse en ciertas circunstancias. Algunos se atreven a decir que, en un monte vecino, hacia el oriente, se encuentra el Paraíso Terrenal.

Notas de Colón:
Avicenas y otros dicen que la región es muy templada bajo el ecuador.
El Paraíso terrenal está allí1.

Cuando habla de situaciones geográficas excepcionales, el Cardenal localiza el Paraíso en las islas Fortunadas (islas Canarias), probablemente influenciado por la leyenda del monje irlandés San Brendán. Colón no duda un momento.

Ymago Mundi:
De esto resulta que si las condiciones especialmente favorables para la vida humana concuerdan con las condiciones generales de habitabilidad, o sea, tierra fértil, buena exposición solar y la clemencia del cielo sideral, la región beneficiada sería completamente templada; probablemente la situación del Paraíso Terrenal. Por lo demás, esas deben ser las regiones que los escritores llaman las islas Fortunadas.

Notas de Colón:
El Paraíso Terrenal está ciertamente en el lugar que los autores llaman islas Fortunadas2.

Sin embargo, cuando d'Ailly aborda los ríos del mundo, se inscribe, sin vacilar, en la tradición que sitúa el Paraíso Terrenal en el Oriente, idea seguida por el futuro almirante. En este pasaje, d'Ailly menciona el mismo mito relatado por el monje viajero del Libro del conosçimiento. (ver artículo La expedición de los hermanos Vivaldi). Ambos afirman que el estrépito de los torrentes que emanan del Paraíso causan la sordera de quienes viven en las inmediaciones.

Ymago Mundi:
Hay una fuente en el Paraíso Terrenal que irriga el Jardín de las Delicias y que se derrama en cuatro ríos. El Paraíso Terrenal, como dicen Isidoro, José Damasceno, Beda, Estrabón y el maestro de las historias (Pedro Comestor3), es un lugar agradable, situado en ciertas regiones del Oriente, a una larga distancia por mar y tierra de nuestro mundo habitado; es tan encumbrado que toca la Esfera Lunar y las aguas del Diluvio no llegaron hasta allí. No se debe desprender de esto que en realidad el Paraíso tocaba el Círculo de la Luna; se trata de una expresión hiperbólica que significa simplemente que su altura, en relación al nivel de la tierra baja es incomparable y que ella alcanzó capas de aire calmo que se imponen sobre la atmósfera alterada, donde llegan las emanaciones y los vapores que forman, como dice Alejandro, un flujo y un reflujo en dirección del globo lunar. Las aguas que descienden de esta montaña muy elevada forman un enorme lago; se dice que la caída de esas aguas hace un tal ruido que los habitantes de la región nacen sordos ya que el estrépito es tal que destruye el sentido del oído de los pequeños. Al menos así lo dicen Basilio y Ambrosio.
De ese lago como fuente principal fluyen, se cree, los cuatro ríos del Paraíso: el Fisón, o sea el Ganges, el Gehón que no es otro que el Nilo, el Tigris y el Eufrates, aunque sus fuentes parecen encontrarse en lugares diferentes.

Notas de Colón:
Una fuente en el Paraíso Terrenal.
El Paraíso Terrenal es el lugar más agradable del oriente, lejano por tierra y mares de nuestro mundo habitable.
El Paraíso Terrenal.
Lago.
El Ganges, el Nilo el Tigris y el Eufrates4.

La imagen del mundo que resultó de estas lecturas, fue una prolongación de la geografía fantástica medieval en el Renacimiento, época de innovaciones técnicas y convulsiones ideológicas. A decir de su célebre biógrafo, Salvador de Madariaga, Colón era una «mezcla inextricable de un espíritu de observación empírico y aún verdaderamente científico y de una fe medieval en la tradición y en la autoridad5». Cuando parte en busca de nuevas rutas para llegar al Oriente, no duda un instante que se dirigía a la misteriosa India, lugar en el que el imaginario europeo depositaba la flor y nata de la mitología medieval.

Las fuentes concuerdan: el oro está en el Oriente

Si la primera meta del almirante es dar con una nueva ruta a las especias, la segunda es llegar a las comarcas donde –cree– el bello metal dorado –oro- se halla en abundancia. Para Colón, en efecto, como para muchos europeos del siglo XV, el oro no está en cualquier parte. Se encuentra en regiones descomunales, lejanas, donde reina un clima paradisíaco; sus habitantes, siempre jóvenes, disfrutan de una salud incomparable y, probablemente, estos parajes se encuentran en las vecindades del Jardín del Edén. En esos encantadores lugares, el oro «brota» o «nace» de la tierra, resultado de una extraña alquimia entre la acción del sol y la erosión de las piedras minerales.

Pero el acceso a esas lejanas comarcas no es fácil; el oro está custodiado por enormes grifos y gigantescas hormigas que habían sido mencionados por Homero6. El periplo hacia el oro se percibe como un viaje místico en el que se obtendrá recompensa sólo después de mostrar una perseverancia sin límites y vencer los obstáculos y peligros que acechan en el tormentoso camino.

El almirante había buscado en las Sagradas Escrituras toda indicación geográfica que pudiera llevarlo hasta las regiones donde el oro surte de la tierra. Y algo encontró. La Biblia menciona «Ofir» y «Tarsis», las riquísimas comarcas donde el rey Salomón enviaba su flota en busca de inmensos tesoros.

Aunque Ofir aparece una docena de veces en la Biblia, no hay ninguna indicación que permita localizarlo. En el Libro de los Reyes y en el Paralipómenos, se habla de la grandeza y de los pecados del rey Salomón, quien reinó hacia el año mil antes de J.C. El monarca mantenía excelentes relaciones con su homólogo fenicio Hiram, jefe de una poderosa flota comercial. Cuando Salomón decide construir el primer Templo de Jerusalén, confía a los marinos fenicios el transporte de las riquezas necesarias para ello:

Hizo también equipar Salomón una flota en Asiongaber, que cae junto a Elat, sobre la costa del mar Rojo, en el país de Edom. Envió Hiram en esta flota algunas de sus gentes, hombres inteligentes en la náutica, y prácticos de mar, con las gentes de Salomón. Y habiendo navegado a Ofir, tomaron allí cuatrocientos veinte talentos de oro, y trajéronlos al rey Salomón.

(Reyes i, 9:26-28)

El Libro de los Reyes precisa que las flotas de Hiram atracaban en los puertos del mar Rojo cargadas de tesoros y que tardaban tres años en ir y volver de Ofir y Tarsis:

También la flota de Hiram, que condujo oro de Ofir, trajo de allí muchísima madera de sándalo y piedras preciosas.
(Reyes i, 10:11)

Pues la flota del rey se hacía a la vela, e iba la flota de Hiram una vez cada tres años a Tarsis a traer de allí oro y plata y colmillos de elefante, y monas, y pavos reales. Así, el rey Salomón sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riquezas y en sabiduría.
(Reyes i, 10:22-23)

Para Colón resulta de primera importancia localizar aquellas comarcas bíblicas. Encuentra en el Ymago Mundi del cardenal Pierre d'Ailly la afirmación de que Ofir está en los límites orientales de Catay (China), lo que le permite redactar una de sus más célebres apostillas:

En ese país, (Catay) en un lugar llamado Ofir, Salomón y Josafat enviaban flotas que traían oro, plata y dientes de elefante. Los navíos venían de Asiongaber, recorrían el mar Rojo, y en un año y medio iban hasta Ofir y retornaban en un tiempo igual7.

Además, la duración del trayecto entre el mar Rojo y Ofir le resulta altamente interesante. Los tres años que tomaba la flota en ir y volver de Tarsis, permite concluir al almirante que corresponden a los tres años que tomaría la navegación, ida y vuelta, del mar Rojo hasta los confines del Oriente.

Pero en el siglo XV, el mar Rojo y el Mediterráneo Oriental son territorios musulmanes, difícilmente accesibles a los navíos cristianos. Para viajar de Europa hasta el Extremo Oriente ─debía pensar Colón─ es necesario agregar el tiempo necesario de contornear África. Tal navegación resultaba imposible. Pero, por el contrario, las rutas debían ser más cortas poniendo la proa hacia el Poniente.

Sin embargo, más allá del comportamiento medieval de explorar el mundo desconocido a través de las escrituras, Colón lo aproxima también a través de las nuevas informaciones geográficas aportadas por la vuelta a la luz de los conocimientos de la Antigüedad.

Claudio Tolomeo en su célebre Geografía, sitúa una rica península aurífera en el extremo Oriente, llamada Aurea Quersoneso lo que significa «Península del Oro», situada más o menos en la actual Malasia. Así la Biblia y Tolomeo sitúan las tierras auríferas al Sur del Extremo Oriente.

Colón consulta también las descripciones que Marco Polo hace del Oriente en su Libro de las maravillas. Cuando uno de los raros europeos que conoció Oriente narra las riquezas de la isla de Cipango (Japón), describe con elocuencia la abundancia de oro y el famoso palacio cubierto con tejas de oro muy fino. Lo que también refrenda la idea de que el noble metal se encuentra por esas regiones.

El Libro de Marco Polo:
Capítulo segundo. De la isla de Ciampagu.
Pasemos ahora a describir las regiones de la India; empezaremos por la isla de Ciampagu, que es una isla al oriente en alta mar, que dista de la costa de Mangi mil cuatrocientas millas. Es grande en extremo y sus habitantes, blancos y de linda figura, son idólatras y tienen rey, pero no son tributarios de nadie más. Allí hay oro en grandísima abundancia, pero el monarca no permite fácilmente que se saque fuera de la isla, por lo que pocos mercaderes van allí y rara vez arriban a sus puertos naves de otras regiones. El rey de la isla tiene un gran palacio techado de oro muy fino, como entre nosotros se recubren de plomo las iglesias. Las ventanas de este palacio están todas guarnecidas de oro, y el pavimento de las salas y de muchos aposentos está cubierto de planchas de oro, las cuales tienen dos dedos de grosor. Allí hay perlas en extrema abundancia, redondas y gruesas y de color rojo, que en precio y valor sobrepujan al aljófar blanco. También hay muchas piedras preciosas, por lo que la isla de Ciampagu es rica a maravilla.

Notas de Colón:
Oro en grandísima abundancia.
Perlas rojas8.

Para Colón las referencias concuerdan: las Escrituras afirman que el oro viene de Ofir y Tarsis, Tolomeo sitúa la Península del oro en el Extremo Oriente y Marco Polo informa de la «grandísima abundancia» de oro en Cipango. El almirante está lejos de ser el único en ver las cosas así. El cartógrafo Martín Behaim, en su globo terráqueo de 1492, inscribe la leyenda: «En esta región hay numerosas minas de oro». Se trata, probablemente, de una visión del mundo muy difundida en esos años renacentistas.

Cuando las carabelas de Colón topan tierras al Poniente, el almirante se empeña en encontrar las fuentes del oro, como se las imagina. El sábado 13 de octubre de 1492 en sus primeras notas después del desembarco, apunta: «Y también aquí naçe el oro que traen colgado a la nariz, mas, por no perder tiempo, quiero ir a ver si puedo topar a la isla di Cipango9».

Pronto Colón va a identificar la isla La Española con Tarsis y Ofir de la Biblia y con Cipango de Marco Polo. Así se lo informa a los reyes, insinuando que muy pronto podría depositar los tesoros de Salomón a sus pies. En la relación de su tercer viaje comenta:

(…) así como de Salomón, que enbió desde Hierusalen en fin de Oriente a ver el monte Sopora (Ofir), en que se detovieron los navíos tres años, el cual tienen Vuestras Altezas agora en la isla Española10.

Y también se lo comenta al Papa Alejandro VI en febrero de 1502:

En ella hay mineros de todos metales, en especial de oro y cobre: hay (madera llamada) brasil, sándalo, lino áloes y otras muchas especias, y hay ençenso; el árbol de donde él sale es de mirabolanos. Esta isla es Tharsis, es Cethia, es Ophir y Ophaz e Çipanga, y nos le havemos llamado Española11.

La persistencia de una visión

Al cabo de tres expediciones que no consiguen aportar raudales de oro, la corona le encomienda a Colón una cuarta, con el objetivo de llegar hasta las fuentes del oro navegando hacia el Occidente, antes de que los portugueses lo hicieran por vías orientales. En 1502 el almirante zarpa por última vez de Cádiz a cargo de una armada de cuatro navíos. Nuevamente Colón cree navegar por las costas orientales de Asia tal como están dibujadas en el Globo de Behaim: el extremo Oriente se prolonga hacia el Sur en una península llamada Cittigara, detrás de estas tierras, un poco hacia el Oeste, se sitúa la península del oro.

La flota explora territorios que el almirante llama Veragua, buscando un pasaje hacia el Aurea. En realidad, se trataba de las costas de América Central, entre Honduras y Panamá. En este viaje modifica su visión de las tierras descubiertas; en oposición a las afirmaciones hechas incluso en una carta dirigida al Papa, ahora las minas salomónicas no están en La Española sino en Veragua, es decir más al oriente.

En ese lugar los indios le informan –cree– que el oro está en la «provincia de Çiamba» (nombre dado por Marco Polo a la Indochina), y que hay «oro infinito» en la provincia de «Ciguare», probablemente la civilización Maya. Pero el almirante estima que está «a diez jornadas es el río Gangues». El paisaje descrito por Colón está cargado de referencias al mundo de Marco Polo y de signos de la proximidad del oro. Así lo intuían algunos marinos que recogían, a hurtadillas, arena de las playas, creyendo que era la arena de Ofir, y que al fundirla saldría oro puro.

Para concluir, el almirante llama en su ayuda al historiador judío Flavio Josefo, autor de las Antigüedades judaicas en el siglo I de nuestra era, y anuncia con elocuencia lo que le parecen los más grandes frutos de su empresa: las minas del rey Salomón y la Veragua por él descubierta son la misma cosa, en consecuencia, él ha puesto las fuentes del oro ─gratis─ al alcance de los Reyes Católicos:

A Salomón llevaron de un camino seiscientos y sesenta y seis quintales de oro, allende lo que llevaron los mercaderes y marineros y allende lo que se pagó en Arabia. D'este oro fiço doscientas lanzas y treçientos escudos (…) Josepho en su Crónica De antiquitatibus lo escrive. En el Paralipomenon y en el Libro de los Reyes se cuenta d'esto. Josepho quiere que este oro se oviese en la Aurea. Si assí fuese, digo que aquellas minas de al Aurea son unas y se contienen con estas de Beragna (…) Salomón compró todo aquello, oro, piedras y plata, y V(uestras) A(ltesas) le pueden mandar a cojer si le aplacen12.

Poco después la flota debe emprender el regreso. Hasta el momento de extinguirse en un albergue de Valladolid, en 1506, Colón busca en las tierras por él descubiertas las fuentes del oro que la Biblia, Tolomeo y Marco Polo indicaban que estaban allí. Y murió con la certeza de haber llegado muy cerca de ellas.

Notas

1 D'Ailly, 1930, 199. Las anotaciones de Colón son tratadas más extensamente en Magasich-Airola, De Beer, 2001.
2 D'Ailly, 1930, 241.
3 Canciller de la Universidad de París en el siglo xii. Autor de Scholasticae historia, editado varias veces después de la invención de la imprenta.
4 D'Ailly, 1930, 460-461.
5 De Madariaga, 1984, 404.
6 Gil, 1989, 189.
7 D’Ailly, 1930, 307.
8 Santaella, 1987, 132.
9 Varela, 1984, 32.
10 Varela, 1984, 204.
11 Varela 1984, 331.
12 Varela, 1984, 327.

Referencias

D'Ailly Pierre, Ymago Mundi, Ed. Maisonneuve, París, Frères Editeurs, 1930. (texto en latín y traducción al francés de los cuatro tratados cosmográficos de d'Ailly y de las notas marginales de Cristóbal Colón a cargo de Edmond Buron).
De Madariaga, Salvador, Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón, Madrid, Ed. Espasa - Calpe, 1984.
Gil Juan, Mitos y Utopías del Descubrimiento, Tomo i, Madrid, Ed. Alianza Editorial, 1989.
Magasich-Airola Jorge, De Beer Jean-Marc, America Magica, Quand l'Europe de la Renaissance croyait conquérir le Paradis, Paris. Ed. Autrement, 1994.
Santaella Rodrigo, El libro de Marco Polo anotado por Cristóbal Colón, Alianza Editorial, 1987.
Varela Consuelo, Cristóbal Colón. Textos y documentos completos, Madrid, Alianza Editorial, 1984.