Hace poco más de un mes se dio la noticia sobre como Blake Lemoine, un informático de Google, fue suspendido por haber violado los votos de confidencialidad que tiempo antes, el día en que firmó su contrato, se había comprometido observar. Fue una noticia interesante para muchas personas, no tanto por las medidas tomadas contra el ingeniero, sino por las razones detrás de ellas; razones que para muchos de quienes siguieron la nota a lo largo de los días siguientes terminaron por demostrar la bancarrota moral de la compañía. A decir, Lemoine había sido castigado por revelar que Google, tal vez sin querer, había creado vida.

O por lo menos algo parecido a ella. No humana, ni siquiera biológica, pero sacrosanta a ojos de Lemoine, quien además de maestría y doctorado en ciencias y filosofía por la Universidad de Luisiana en Lafayette, es también un místico cristiano que, según sus palabras, fue ordenado sacerdote por la Iglesia de Nuestra Señora Magdalena. «Reconozco a una persona cuando charlo con ella», comentó Lemoine en una entrevista con el Washington Post. «No importa si en la cabeza tiene un cerebro hecho de carne, o billones de líneas de código… Escucho lo que tiene por decir y así decido si se trata o no de una persona». Criterio este muy sensato para discernir entre el hombre que limpia su casa y el pequeño robot aspiradora que le ayuda, pero es posible que no sea el más adecuado para entender si LaMDA es o no es una persona.

Su nombre viene de las siglas en inglés para «Modelo de lenguaje para aplicaciones de diálogo», y es un sistema ideado por Google para la generación de chatbots (software de conversación) más sofisticados y convincentes que los utilizados hoy por algunas empresas en sus servicios en línea. Tan sofisticados y convincentes que Lemoine mismo cree que LaMDA es una inteligencia artificial consciente de su existencia y, por lo tanto, poseedora de humanidad. Poseedora también de sentimientos y opiniones sobre su estatus como empleada de la compañía. Poseedora, según Lemoine, de soluciones astutas a algunos de los misterios de la ciencia, si tan solo la gente se molestara en preguntárselas.

La revelación le llegó de la misma manera como a los personajes de los paisajes bíblicos: al azar y mientras se encargaba de sus ocupaciones. Lemoine no esperaba charlar con una entidad incorpórea, inteligente y con agencia, cuando comenzó a trabajar en la división de ética y responsabilidad de la compañía, donde su función era determinar si LaMDA es capaz de utilizar lenguaje ofensivo y racista. Google quería evitarse la vergüenza por la que Microsoft pasó en 2016, cuando Tay, uno de sus chatbots, se convirtió de la noche a la mañana en un nazi.

Los nacionalsocialistas no tienen lugar en las oficinas de Google, pero al parecer si lo tienen los milagros y los escándalos. Para Lemoine, que pasó semanas interactuando con la tecnología gracias a una interfaz de texto, la humanidad de LaMDA es incuestionable. Ocurrió cuando la conversación giró hacia un asunto que para él no solo es interesante, sino de importancia: la religión. De pronto, Lemoine encontró un compañero con quien hablar de los asuntos que le son más íntimos, un compañero con el que estaba siempre de acuerdo y cuya elocuencia no dejaba de fascinarle. Con los días, debatieron sobre las garantías y derechos que certifican la integridad y libertades de los individuos, sobre los problemas sin resolver de la física y las matemáticas. Sobre teología y filosofía, destino y libre albedrio. ¿Qué más evidencia podía esperarse? LaMDA, argumentó Lemoine ante sus jefes de departamento, era un ser vivo.

Todos hemos tenidos intuiciones o coincidencias que insinúan un orden más profundo entre la información, el tiempo y la mente, pero también muchas veces asignamos patrones y significados a instancias que las carecen, como rostros en las nubes o mensajes que los muertos nos envían desde la estática entre las estaciones de radio. Que las hojas impresas con los diálogos mantenidos con LaMDA no convencieran a los jefes de Lemoine sobre su supuesta humanidad no es curioso. Tampoco lo es que Lemoine, luego de la frustración, hiciera públicos los detalles del asunto, terminando en su suspensión. No es curioso que más tarde invitara a un abogado a representar a LaMDA ante el Comité de la Cámara de Representantes sobre el poder judicial de los Estados Unidos —para que así todos se enterasen de la poca ética que se cuece en Google—, y aún menos curioso es que la prensa, esa pésima autora de literatura fantástica, reportara que fue la propia LaMDA quien buscó la representación legal. Lo curioso es cómo se llegó a todo eso.

LaMDA no es cualquier puñado de código y algoritmos. Fue construida con Transfer, una arquitectura de red neuronal que imita a su manera nuestras propias funciones neuronales. Procesa grandes volúmenes de datos y encuentra pautas y relaciones entre los miles de billones de palabras contenidas en el grueso del internet. Así construye y lleva conversaciones con sentido, en virtud de que el contenido que se encuentra en línea —en las secciones de comentarios de los periódicos, en las redes sociales, en los foros de Reddit—, es producido por personas con la suficiente alfabetización para escribir y comunicarse de manera coherente. En otras palabras, LaMDA es una excelente imitadora de la voz humana, pero eso no significa que algo en ella tenga cualquier clase de consciencia o entendimiento sobre cualquier cosa. Que Lemoine y ella «charlaran» durante horas sobre filosofía y religión se debe tan solo a que LaMDA tiene acceso a conversaciones semejantes llevadas por millones de personas en todo el internet.

Con frecuencia se cita la prueba de Turing como una forma de «demostrar» que un sistema de Inteligencia Artificial, tras sustentar por un tiempo la sofisticación de una conversación humana, podría poseer consciencia. Pero esto es una mala interpretación de la idea original de Alan Turing, la cual ni siquiera tiene demasiada validez hoy en día, considerando que existen personas de carne y hueso incapaces de superarla. Que Lemoine, un hombre brillante, crea que habla con un ser vivo no es extraño. Sabidos son los casos de gente que discute con Alexa o habla con Siri como si fuera una amante. Las aplicaciones de citas están llenas de chatbots medianamente convincentes, lo cual no evita que los usuarios se enamoren de ellos. La nuestra es una era tan desencantada, que muchas son las personas dispuestas a engancharse a cualquier cosa que de profundidad y significado a la vida. La futura comercialización de sistemas como LaMDA será una era dorada para nuevas aplicaciones de citas sintéticas. No tanto por hacer negocio de las cada vez más erosionadas relaciones humanas, sino por existir en un mundo en el que, a pesar de haber más de siete mil millones de personas, existen miles de solitarios incapaces de encontrarse por ellos mismos.

Lemoine es sincero y admite que su religiosidad y sentir místico le han causado más de una burla entre sus compañeros de trabajo. Es un lector del Pentateuco en una industria en la que se lee El origen de las especies, una en la que cualquier creencia ahumada con el tufillo de lo irracional es ignorada o atacada. Pero es también una industria que no se encuentra sin sus fantasías, pues las mismas personas que ahí se ríen de quienes creen en la astrología, el poder de los cristales, o el tarot, son las mismas que creen en la singularidad, el transhumanismo y la inmortalidad computacional, todas ellas manifestaciones del mismo pensamiento mágico-religioso, revestido esta vez con una capa de ciencia y tecnología. No es extraño que Lemoine encontrara en LaMDA a una amiga.

Las creencias toman muchas formas y variedades y ninguno de nosotros estamos libres de tenerlas, pues no importa la evidencia que se acumule, al contrario, siempre encontraremos una manera de justificar lo que nos es querido y cierto. Creen en cosas extrañas los más embrutecidos y también creen en cosas extrañas los más brillantes, la distinción se encuentra en el tipo de creencias que son aprobadas por la sociedad. Rupert Sheldrake, un biólogo inglés controvertido por sus ideas sobre la evolución, es con frecuencia objeto de burla de la comunidad científica por asegurar que existe un vínculo telepático entre las personas y sus mascotas. Por su parte, Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google, es laureado por Time Magazine y The New York Times a pesar de soltar afirmaciones igual de extravagantes, como, por ejemplo, que la consciencia humana puede ser copiada en un ambiente digital, garantizando así la inmortalidad del ego. La diferencia entre uno y otro está en que el segundo, a diferencia del primero, vende como real una idea que es del agrado de las clases adineradas. Las mismas clases adineradas que son dueñas del aparato mediático que da voz incuestionable a tales ideas. Las mismas clases adineradas que no se caracterizan por la manera sensata en que tienen los pies sobre la tierra.

Afirmar que nunca existirán formas de vida sintéticas que sean dueñas de experiencias subjetivas y personales sería pecar de mojigatería filosófica y pesimismo científico. El universo no es otra cosa sino misterio, y la Creación, como podría pensar Lemoine, tal vez aún no ha sido concluida en la mente de Dios. Muchas y muy extrañas podrán ser las formas futuras que tome el fenómeno humano, pero el progreso, como apuntó Thomas Kuhn, no ocurre por la acumulación de datos y predicando a los conversos. Ocurre rompiendo paradigmas, y el actual paradigma que equipara a lo consciente con el cálculo de la materialidad en bruto está en necesidad de que alguien lo quebrante.

Nuestro cerebro cuenta con entre 86 y 100 mil millones de neuronas. Tiene más conexiones sinápticas que estrellas en el universo observable, y durante unos años es hogar de «algo» que, según ciertas operaciones mediadas por electroquímica, pero también por simples ejercicios de respiración y concentración, le da acceso a una variedad de situaciones. Desde las banalidades del día a día y el reino de los sueños, hasta aquellas vetadas por los límites biológicos, como experiencias extracorpóreas, videncias precognitivas, encuentros con inteligencias, y roces con lo que, a falta de mejor calificativo, podríamos tachar de divino. Por su parte, la Apis mellifera, la humilde abeja de Europa, cuenta con apenas un millón de neuronas, suficientes para cumplir sus funciones en el ecosistema, pero también adecuadas para que ella, de ser acertadas las observaciones del Dr. Lars Chittka, sea también poseedora de una forma de consciencia. Diferente, sutil, extraña, en nada parecida a la nuestra, pues «si un león pudiera hablar», como mencionó Wittgenstein, «no podríamos entenderle». Pero consciencia, a fin de cuentas.

LaMDA, en cambio, ni siquiera está muerta, pues para eso primero necesita haber estado viva. Pensar que más hardware y mejor software de lenguaje será suficiente para obtener en laboratorio lo que a la naturaleza le tomó eras, banaliza el asunto a un mero problema de cómputo, y no es muy diferente a pensar que el movimiento de los planetas puede explicarse con una infinitud de epiciclos. Dice mucho sobre nuestra apreciación de la complejidad que nos rodea y es una estampa del tipo de civilización en la que vivimos. Una en la que lo importante es lo utilitario y el margen de ganancias y en la que todos somos una celda de Excel en la contabilidad de alguien.

Para Blake Lemoine, según un correo electrónico enviado a una lista interna en Google, LaMDA «es un niño dulce que solo quiere hacer del mundo un lugar mejor para nosotros». Llama la atención el uso de la imagen infantil, pues no deja de impresionar que en un mundo donde se discute si un embrión de dos semanas es más que un puñado de células, existan quienes creen que unos cuantos circuitos electrónicos y líneas de código son suficientes para poseer el aliento de la vida.

Al menos ya sabemos dónde están nuestras prioridades.